La acusación de los pecados


El arrepentimiento es fruto del trabajo en nosotros del Espíritu Santo, el Defensor, que nos defiende del “acusador de nuestros hermanos” (Ap 12, 10), que no es otro sino “el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás, el seductor del mundo entero” (Ap 12, 9). Porque el Acusador lo critica todo, denuncia y ve el mal en todas partes, de una manera perversa. Y nosotros tenemos una tendencia a complacernos en lo que dice el Acusador, a rumiar todo aquello de lo que él acusa a los demás e incluso también a nosotros mismos. 

La “acusación de los pecados” que nos sugiere el Diablo es amarga y tiende a conducirnos a una imagen absolutamente negativa de nosotros mismos, como unos seres nefastos y perjudiciales para los demás. El Acusador trata de convencernos de que nosotros somos esos pecados que hemos cometido, que ellos expresan nuestro verdadero y auténtico ser, y que no podemos ser y actuar de otra manera. Su dinámica lleva a la desesperación y a la tentación del suicidio, tal como le ocurrió a Judas (cf. Mt 27, 3-5). 

En cambio la “acusación de los pecados” que suscita en nosotros el Espíritu Santo mediante el arrepentimiento, es dulce y nos conduce a la verdadera imagen de nosotros mismos, como seres de belleza, de comunión y de luz, de reconciliación y de paz, como “iconos de Dios”, creados a su imagen y semejanza, que ahora han manchado su ser por el pecado, pero que están llamados, mediante el arrepentimiento y el perdón, a reencontrar la belleza puesta en ellos por Dios, tal como le ocurrió a Pedro, que, tocado por la mirada de Jesús, “rompió a llorar amargamente” (Cf. Lc 22, 61-62).