Conversación con Georges Steiner (II)

Creo que el judío tiene una misión: la de ser un peregrino de las invitaciones. La de ser por todas partes un invitado para tratar, muy lentamente, dentro de los límites de sus capacidades, de explicar al hombre que en la tierra somos todos invitados. De enseñar a nuestros conciudadanos de la vida que debemos aprender ese arte tan difícil de sentirse en casa en todas partes. Y el de contribuir a cada comunidad a la que se le invita. Y si llega el día en el que toca preparar el equipaje y partir, puede resultar terriblemente difícil, angustioso, sumamente duro en términos materiales, pero para mí eso forma parte de la misión del judío. Y si mañana tuviera que empezar de cero –aunque a mi edad no es muy probable- en Indonesia, digamos, lo primero que haría sería aprender indonesio. Lo que me vendría muy bien, porque me he vuelto muy perezoso.  

Mi primer trabajo sería muy poca cosa, pero soy lo bastante arrogante para pensar que el segundo sería mucho mejor. En fin, ojalá acabara diciendo a Dios nuestro Señor: “¡Esta historia es la mar de interesante!”. En todo caso, lo que no haría, y eso se lo puedo asegurar, sería gritar: “¿Cómo me ha podido pasar esto? ¿Por qué a mí? ¿Por qué soy una víctima?”. ¡En absoluto! “Esta historia es fascinante, Señor”. Fascinantes, todas esas nuevas culturas por descubrir. Humani nihil a me alienum, como dijo el gran poeta latino: nada humano me es ajeno. Uno puede sentirse en casa en todas partes. Dadme una mesa de trabajo y ya tengo una patria. No creo ni en el pasaporte –cosa ridícula- ni en la bandera. Creo profundamente en el privilegio del encuentro con lo nuevo.  

Escuche esta anécdota: entro por primera vez en mi despacho de la universidad de Pekín, adonde me habían invitado, y me llega un olor nauseabundo. Me doy cuenta de que la máquina de escribir está al lado del cubo de la basura y de que le falta la mitad del teclado, de que la mesa solo tiene tres patas y media. Paso cinco minutos inmerso en un pánico estúpido. Me digo: “¿Pero esto qué es? No voy a poder…” entonces se abre la puerta y un alumno muy educado me dirige la palabra: “Me he inscrito en su seminario. ¿Podría darme la lista de los textos que he de estudiar?”. Ya me sentía en casa, totalmente. Habría podido estar en Harvard, en la Sorbona, en Oxford, en Princeton o en Berlín, estoy en casa y ese alumno es mi familia. ¿Es tan amable como para querer estudiar conmigo? ¡Bueno! Entonces estoy donde tengo que estar. Qué alegría este oficio en el que cada otoño tengo una familia nueva. Y ahora, mis antiguos alumnos tienen cátedras universitarias en los cinco continentes. Un árbol tiene raíces; yo tengo piernas. Es un progreso magnífico.

Durante miles y miles de años, más o menos a partir de la destrucción del Gran Templo de Jerusalén, los judíos no han tenido el poder necesario para maltratar, torturar o expropiar a nadie en el mundo. Para mí se trata de la más noble aristocracia que existe. Cuando me presentan a un duque inglés, me digo en silencio: “La mayor nobleza es la de haber pertenecido a un pueblo que nunca ha humillado a otro”. Ni torturado a otro. Ahora bien, en la actualidad Israel debe necesariamente (subrayaría y repetiría el término veinte veces si pudiera), necesariamente, pues, inevitablemente, ineluctablemente, matar y torturar para poder sobrevivir; Israel debe comportarse como el resto de la humanidad supuestamente normal. Pues bien, soy de un esnobismo ético sin fin, de una arrogancia ética total; convirtiéndose en un pueblo como los demás, me han quitado el título de nobleza que les atribuía.  

Israel es una nación entre otras naciones, armada hasta los dientes. Y cuando veo, desde lo alto del muro, la larga cola de trabajadores palestinos que tratan de llegar a su trabajo día tras día, con un calor asfixiante, y no puedo dejar de ver la humillación de los seres humanos que están en la cola, me digo: “El precio a pagar es demasiado caro”. A lo que Israel responde: “¡Cállese imbécil! ¡Véngase aquí! ¡Venga a vivir con nosotros! ¡Comparta nuestros peligros! Somos el único país que acogerá a sus hijos si deben huir. Entonces, ¿con qué derecho nos viene usted con esas bonitas fábulas morales?”. Y no tengo respuesta. Para poder responder tendría que estar allí, tendría que estar en medio de la calle soltando mi absurda perorata, viviendo los riesgos cotidianos de allí. Como no lo hago, solo puedo explicar mi concepción de cierta misión judía: la de ser un invitado entre los hombres. Y, paradoja aún más grave (que realmente me pone la marca de Caín en la frente), lo que me ha lanzado en esa dirección es la frase de Heidegger, que dice: “Somos los invitados de la vida”. Heidegger ha dado con esa expresión extraordinaria; ni usted ni yo hemos podido elegir nuestro lugar de nacimiento, las circunstancias, la época histórica a la que pertenecemos, un handicap o una buena salud… Nos encontramos geworfen, dice en alemán, arrojados en la vida. Y el que se encuentra arrojado en la vida tiene un deber hacia la vida, en mi opinión, la obligación de comportarse como invitado. ¿Qué debe hacer un invitado? Debe vivir entre los hombres, allá donde esté. Y un buen invitado, un invitado digno, deja el lugar en el que ha sido hospedado algo más limpio, algo más bonito, algo más interesante que como lo encontró. Y si tiene que marcharse, hace sus maletas y se va.  

En la diáspora me parece que lo que debe hacer el judío es ser el invitado de los demás hombres y de las demás mujeres. Israel no es la única solución posible. Si ocurriera algo que fuera literalmente inconcebible, si sucediera lo inimaginable, si Israel pereciera, el judaísmo sobreviviría; es mucho más grande que Israel.  

Y veo un hermoso destino en la vida nómada. Vagabundear entre los hombres equivale a visitarlos. Ha sido un motivo de orgullo toda mi vida. Vivir en varias lenguas, vivir en el mayor número de culturas posible, y odiar el chauvinismo, el nacionalismo, que se manifiesta en Israel desde hace mucho y empeora en la actualidad. 

Laure Adler: Para usted, ser judío quiere decir pertenecer al pueblo del Libro y querer estudiar. No es una raza, es el deseo de aprender. 

Georges Steiner: En efecto, todas esas historias de razas me resultan incomprensibles; son un mal chiste. Ser judío quiere decir pertenecer a una tradición de varios milenios de respeto por la vida del espíritu, de respeto infinito por el Libro, por el texto, y significa comprender que el equipaje siempre debe estar preparado, que la maleta siempre debe estar hecha, lo repito. Sin quejarse, sin pregonar que se trata de una injusticia cósmica. 

L. A. ¿Qué significa ser judío cuando no se ve a Israel como la encarnación del destino político y cuando no se es creyente? 

G. S.  Respondo a la vez con cierta vergüenza y con cierta alegría: significa estar sentado con usted en este cuarto, en este salón con todos estos libros, todos estos CD, practicando varias lenguas a diario a través de mis lecturas, tratando de ser una persona que todas las mañanas aprende algo nuevo. Para mí, ser judío es seguir siendo un alumno, uno que aprende. Es rechazar la superstición, lo irracional. Es negarse a ir al astrólogo para saber cómo será el destino. Es una visión intelectual, moral, espiritual; es, sobre todo, negarse a humillar o torturar la otro; es negarse a que el otro sufra por mi existencia. 

L. A. Pero con eso define usted una característica de la humanidad, no define necesariamente el carácter de un pueblo o de una civilización. 

G. S. Sí, el resto del mundo es cada vez más sádico, cada vez más provinciano, nacionalista y chauvinista. Parece ser que en la actualidad el número de astrólogos es  tres veces mayor que el de científicos. La superstición y lo irracional han ganado mucho terreno. Vivimos en una sociedad en la que lo kitsch, la vulgaridad y la brutalidad no dejan de aumentar. 




Autor: Georges STEINER
Título: Un largo sábado. Entrevistas con Laure Adler
Editorial:  Siruela, 2016 (pp. 29-35; 47-48)