Creo que nuestra sociedad de hoy, considerando a Dios como metafísicamente innecesario y proponiendo un optimismo que no se sustenta en la realidad, está agravando aún más los problemas que la aquejan. Se difunde una forma de vida escéptica y hedonista, totalmente contraria a la naturaleza del hombre, que lo daña irremediablemente. Fijémonos en la resignación, actualmente tan extendida, y en la desesperanza de tantos al no poder encontrar un sentido a la vida. Si a ello sumamos el agnosticismo como propuesta común, es decir, la invitación a no buscar la verdad última de las cosas, el panorama es desolador, pues la desesperanza va siempre unida a la ofuscación de la verdad.
Estas formas de nihilismo del hombre de hoy están en el origen de su radical pérdida de dignidad. Le han convencido de que él mismo no es sino un momento más en la evolución de la materia, el resultado del juego a ciegas del desenvolvimiento de la naturaleza. Le ha persuadido de que la realidad entera es puro materialismo y pan-naturalismo. Benedicto XVI ha expresado la novedad de esta crisis al afirmar que el hombre de hoy rechaza haber sido generado, haber recibido una naturaleza y, con ello, se niega a aceptar que en el inicio de su vida hay un don. De aquí su pretensión de poner como fundamento de su existencia una autogeneración o, lo que es lo mismo, una capacidad absoluta de “reinventarse” y redefinirse a sí mismo.
Nuestra sociedad, que se vanagloria de la democratización de la cultura y de la información, asiste, sin embargo, impávida a la marginación de aquellos intelectuales que proponen un pensamiento fuerte, al nacimiento constante de creencias irracionales e insultantes en su vulgaridad, a la difusión de ideologías destructivas que se imanen bajo la capa de lo políticamente correcto, a los movimientos oscuros de unos pocos, henchidos de poder económico, que manipulan a discreción las conciencias de la gran masa de la población. Después de sustituir la religión cristiana con el pensamiento laico, ni tan siquiera nos sorprende el desprecio general por la filosofía y las humanidades en nuestros centros educativos medios y superiores y, lo que es peor, el hostigamiento sistemático de la posibilidad de contar con un Dios personal en nuestras conciencias, ofreciéndonos sustituirlo por ídolos mucho más complacientes con nuestra vanidad y mediocridad. Al final, quien se beneficia es quien detenta las pequeñas o grandes parcelas de poder en nuestra sociedad, pues el hombre que resulta de este proceso es mucho más maleable.
Cuando habían fracasado las grandes ideologías totalitarias, hemos caído en una nueva dictadura: la del pensamiento único dominante del tecno-cientifismo y la del individualismo consumista. Insisto: nuestras sociedades secularizadas están siendo dinamitadas desde dentro por la vulgaridad y la frivolidad. Como hombre enamorado de Dios y de su Creación, que ha buscado siempre una formación integral (paideia), profundizando en los fundamentos que el Señor ha puesto en el ser y en el actuar del hombre (humanitas), acierto al atardecer de mi vida, con un cierto desconsuelo, al escaso tiempo dedicado al estudio por muchos de nuestros universitarios o a la dejadez en la formación teológica de tantos eclesiásticos, por poner dos ejemplo. ¿Por qué? Creo que una vez que la sociedad se ha fragmentado en miles de individuos considerados como homo oeconomicus, como una cifra más de las estadísticas del consumo, nos hemos resignado a vivir solo para el bienestar.
Justificamos incluso la maldad con la excusa del realismo, olvidando que el verdadero realismo es bondadoso, pues nace del encuentro de la vida con la verdad: ser realistas es sumergirnos en la realidad y no perdamos de vista que la realidad más grande que lo sustenta todo es Dios.
Gerhard cardenal MÜLLER, Informe sobre la esperanza. Diálogos con Carlos Granados,
Biblioteca de Autores Cristianos
Madrid, 2016
PP. 12-15