Lo enrevesado del corazón del hombre


El corazón es lo más retorcido; no tiene arreglo:
¿Quién lo conoce?
(Jeremías 17,9)


(Miriam, la protagonista de la novela, perdió a su madre al nacer y fue educada por la segunda esposa de su padre, una mujer de gran hondura llamada Tsila. Ahora escribe desde Siberia, donde está prisionera de por vida, a su única hija, con el fin de narrarle su propia vida y que ella posea lo que Miriam nunca tuvo: el relato de la vida de su propia madre, de boca de ella. Aquí le cuenta cómo fue engendrada: en la primera y única experiencia sexual que tuvo con el marido de Beile, una hermana de su madre adoptiva Tsila. Al mismo tiempo reflexiona sobre lo difícil que es narrar con verdad la propia vida)

Mientras yo entré a la cocina a prepararme el té, él desapareció en el dormitorio. Cuando reapareció un rato después, llevaba las manos a la espalda.

“Tengo algo para ti”, dijo, y a continuación me mostró un diminuto pájaro azul tallado en madera. “Lo vi en el mercado y me recordó a ti”.

“¿Has comprado esto para mí?”.

Lo sujeté en la palma de mi mano. Encajaba perfectamente. Y estaba tan delicadamente esculpido… cada pluma definida, cada protuberancia de los músculos en un ligero relieve. Las minúsculas garras, sobre las yemas de mis dedos, se sentían ásperas y afiladas.

“¿Te gusta?”, preguntó. 

“Muchísimo”, dije, y él me besó.

Si el beso hubiese sido fuerte y brusco yo habría retrocedido, lo habría apartado de mí, pero fue suave, el roce de su bigote como una pluma contra mis labios, mi rostro, mi cuello.

“No tengas miedo”, susurró, sin dejar de rozarme levemente con la boca mientras sus manos comenzaban a desnudarme.

Todo sucedió muy rápido después de eso, pero no puedo pretender que no sentí ningún placer. Él continuó susurrándome un torrente de ternuras silenciosas, tan tranquilizadoras como el sonido del fluir del agua de un arroyo. Y había calor en sus manos. A medida que se desplazaban sobre las superficies de mi cuerpo, la sangre me brotaba bajo ellas, alzándose hacia la superficie de mi piel para encontrarse con su tacto. Él no me habría penetrado si yo lo hubiera rechazado. Eso lo creo hasta el día de hoy. Pero no lo rechacé, y el golpe de dolor que sentí al principio fue acompañado de un sentimiento afilado no del todo desagradable.

Cuando todo hubo terminado, él fue tan tierno como había sido al comienzo. Recorrió suavemente con sus dedos mis facciones, el largo caballete de mi nariz, la piel sensible de mis párpados, el borde de mis labios, el ancho trazo de mis mejillas, como si codificara mi rostro en la memoria de sus manos, su tacto en la memoria de mi piel. Y asombrada, contemplé como él lavaba de mis muslos nuestros fluidos mezclados. La sangre de mi cuerpo y el líquido blanco del suyo, como Tsila había explicado un día. Tu vida, aunque todavía no te reconocí.

* * *

Durante un mes he sido incapaz de añadir una sola palabra a estas páginas. No es la enfermedad lo que me lo impedía sino la desesperación. Yo había abrigado la esperanza, cuando comencé, de crear para ti lo que mi propia madre me había negado. Una comprensión de quién he sido yo, cómo he vivido, cómo llegaste a nacer. Una voz desde el silencio de la muerte. Sin embargo, al continuar llevando mi pluma al papel, día tras día, semana tras semana, en lo que he escrito sólo veo las lagunas, las distorsiones, la falsedad de intentar imponer una versión de la verdad a toda una vida.

He aquí, por ejemplo, varias versiones de un mismo momento, cada una tan verdadera y tan falsa como la siguiente: tu padre era infiel, pero de todos modos me enamoré de él. Yo no sentía amor por tu padre pero sus caricias me proporcionaban placer. Yo era una muchacha y tu padre violó mi inocencia. Sentí orgullo de robarle tu padre a Beile.

Demasiado tiempo he sentido sólo el fracaso de mi tarea, la imposibilidad de desentrañar el misterio de un solo corazón humano. Hoy, sin embargo, desperté con una sensación de gran excitación. Al fin, se me había ocurrido cómo llegar a ti. Pero cuando arrojé las primeras páginas a las llamas, Lydia cruzó corriendo la habitación para detenerme. “Tu vida está en esas páginas”, dijo. “No puedo permitirte destruirla. No lo permitiré”. 

Yo no estaba destruyéndola, por supuesto, sino poniéndola en libertad. Y desde que las primeras cartas volaron al aire, ya sentí en correspondencia un aligeramiento de mi propio espíritu.

Pero Lydia me suplicó, y yo cedí, después de obtener de ella la solemne promesa de que en el momento de mi muerte ella quemaría cada una de las páginas. Y sólo entonces las cartas que he escrito se verán finalmente desligadas de la estática ordenación que yo les he impuesto, libres para formar y reformar todas las verdades acerca de quién fui yo, de quién soy yo. Y entonces tú comprenderás. Si únicamente recuerdas alzar tus ojos para mirar.




Autora: Nancy RICHLER
Título: Preciosa es tu boca
Editorial: Tropismos, Salamanca, 2005
Pp. 344-345; 349-350