La concepción cristiana de la sexualidad


La estructura de la moral cristiana
La moral cristiana, también la moral sexual, se fundamenta siempre en el don recibido de Dios: el indicativo (lo que ha ocurrido, sucedido, el don que habéis recibido) precede y fundamenta al imperativo (lo que hay que hacer, el modo como se debe obrar). “Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col 3,1-3). “Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros” (Col 3,13). “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? y ¿había de tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de prostituta? ¡De ningún modo!” (1Co 6,15). “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5,25).
Sin embargo hay que reconocer que todo lo que Dios nos ha revelado en Cristo está, de algún modo, inscrito en nuestro ser más profundo, en nuestra naturaleza humana, tal como Dios la ha creado en su sabiduría. Por ello a todas las respuestas específicamente cristianas sobre los problemas sexuales corresponden motivaciones simplemente humanas, argumentos puramente racionales, que van en la misma dirección, aunque normalmente no pueden llegar tan lejos como la respuesta que nace del conocimiento de lo que Dios ha hecho por nosotros.
Esto significa que la moral (sexual) cristiana sólo podrá ser vivida, en toda su plenitud, por quienes descubran el “indicativo”, es decir, por quienes se hayan encontrado con Cristo y hayan descubierto en Él las maravillas que Dios ha hecho en favor nuestro. Pero significa también que podrá haber hombres que, incluso sin conocer de modo explícito a Cristo, siguiendo las exigencias profundas de su propio corazón, podrán vivir su sexualidad casi como si fueran cristianos.

El cristianismo es una religión del cuerpo; por eso su moral sexual es tan exigente
El cristianismo es la religión que tiene la consideración más positiva del cuerpo que haya jamás existido. Pues afirma que Dios posee un cuerpo humano, en la persona de Jesús, Hijo de Dios encarnado. Afirma también que la salvación del hombre se ha realizado a través de ese cuerpo de Jesús que fue ofrecido en la cruz y resucitado gloriosamente por Dios y sentado a la derecha del Padre en el cielo. Cree que ese cuerpo de Cristo, crucificado y resucitado, se nos da en la Eucaristía y que con él recibimos al Espíritu Santo y experimentamos un anticipo de la gloria futura. Cree que, por el bautismo, las tres divinas personas habitan en nuestro cuerpo y que, por ello, nuestro cuerpo de carne es un templo en el que habita Dios. Y cree, finalmente, que nuestro cuerpo de carne no está destinado a la muerte sino a la resurrección y a la glorificación final, a imagen del cuerpo de Cristo resucitado.
Todo esto ya permite comprender que el cristianismo va a esperar y a pedir mucho del cuerpo humano, precisamente porque le concede a él una dignidad que nadie más le otorga. Si el cuerpo humano no tuviera ningún valor, si fuera sólo un instrumento provisional y transitorio –como piensan los que creen en la reencarnación- se podría hacer con él lo que fuera, podría ser tratado de cualquier manera sin mayores consecuencias espirituales. Pero si el cuerpo está llamado a “participar de la naturaleza divina” entonces las exigencias con respecto a él serán fuertes.
 

El significado fundamental de la sexualidad humana
“Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Gn 1,37). La diferencia sexual pertenece al ser mismo del hombre, es constitutiva de él, de modo que tan solo se puede ser hombre siendo varón o mujer. Y es así como el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, lo que sugiere que a través de la sexualidad, el hombre y la mujer viven una vida que se parece (“imagen y semejanza”) a la de Dios, que expresa el ser de Dios. Dios es amor, Dios es comunión. La sexualidad expresa que el hombre es también comunión y que su ser sólo podrá ser realizado en la comunión, a imagen de la comunión que es Dios.
Si queremos conocer cuáles han de ser las normas fundamentales de la sexualidad, debemos mirar a Dios, puesto que somos varón y mujer por haber sido creados a imagen y semejanza Suya, debemos contemplar cómo es el amor de Dios, cómo es el Dios que es Amor. Y eso Él nos lo ha revelado a lo largo de la historia de la salvación. Contemplándola y meditándola hemos descubierto los siguientes rasgos del amor de Dios:
1.- Alianza fiel: El amor de Dios hacia el hombre posee la forma de una verdadera alianza, es decir, de un caminar juntos y poder contar siempre con Aquel que ha hecho alianza conmigo (fidelidad).
2.- Alianza espiritual y corporal: Esta alianza, este contar el uno con el otro es, a la vez, espiritual y corporal. Espiritual: Dios, en Cristo, nos ama con toda su inteligencia, con toda su voluntad, con todo su corazón. Pero también corporal, “carnal”, porque Dios ha consentido que el cuerpo de su Hijo Jesucristo sea martirizado y muerto en la cruz, para que surgiera el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Un amor “carnal” porque es su “carne”, que es “verdadera comida” (Jn 6,55), la que Él nos da en la Eucaristía.
Hay una bella y audaz analogía entre el encuentro sexual y el encuentro eucarístico. En el encuentro sexual, después de un tiempo de diálogo y de juego amoroso, viene el momento en el que el hombre deposita en el seno de la mujer la semilla proveniente de lo más secreto de su cuerpo: momento de comunión silenciosa, de complacencia mutua, al que sigue normalmente un tiempo de reposo, de simple presencia recíproca en un común agradecimiento por el placer y la alegría dados y recibidos. En la Eucaristía, después de ese tiempo de escucha que es la liturgia de la palabra, y después de ese tiempo de presencia recíproca que es la liturgia eucarística, viene el momento de la comunión. En él, en un gran impulso de amor, el Señor nos entrega, desde lo más profundo de su humanidad, esa semilla de vida que es su Cuerpo eucarístico (“el cuerpo de Cristo”, nos dice el sacerdote al darnos la sagrada comunión). Y esa semilla de vida, y de vida eterna, Cristo la deposita en nuestra propia carne. Sigue entonces un tiempo de comunión silenciosa, de complacencia mutua y de agradecimiento, en el que la Iglesia, a través de cada uno de sus hijos que acaban de comulgar, murmura las palabras del Cantar de los cantares: “Que mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ct 6,3). 
3.- Alianza indisoluble: Esta alianza es indisoluble porque, cualesquiera que puedan ser nuestras infidelidades, el Señor permanece siempre fiel, Él no rompe jamás la alianza, tal como proclamó bellamente por boca de Isaías: “Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza de paz no se moverá –dice el Señor, que tiene compasión de ti” (Is 54,10).
4.- Alianza fecunda: Esta alianza es fecunda, es fuente de vida. Es de esta alianza, consumada en la cruz, de donde hemos nacido todos nosotros por “la sangre y el agua” que brotaron del costado de Cristo en la cruz (Jn 19,34).

La doctrina de la Iglesia nos enseña que las relaciones sexuales sólo son moralmente legítimas dentro del matrimonio. “Moralmente legítimas” quiere decir “constructivas y realizadoras del ser humano”, positivas para el desarrollo de la propia humanidad. La razón profunda de esta enseñanza es que tan sólo la alianza de amor que es el matrimonio constituye el marco existencial que asegura la presencia y la realidad de estos cuatro rasgos del amor de Dios y hacen posible que las relaciones sexuales no sean mentirosas. Porque en las relaciones sexuales nosotros expresamos, con nuestro cuerpo, una entrega y una donación exclusiva y total de nuestra persona; decimos “soy tuyo” o “soy tuya”, entendiendo esta pertenencia como exclusiva y total, como donación del propio corazón y de la propia vida. Y eso sólo se realiza en el matrimonio. Cuando se tienen relaciones sexuales fuera del matrimonio se escenifica una mentira: los cuerpos expresan una entrega total mientras que los corazones no están dispuestos a vivirla.
Desde el punto de vista cristiano existe, además, una razón determinante: desde el día de mi bautismo, pertenezco por completo, en cuerpo y alma, a Cristo. En consecuencia no puedo disponer de mi propio cuerpo y de mi propia persona por mí mismo, ya que soy de Otro, de Cristo, de Dios. Sólo cuando Jesucristo, que es mi dueño, me entregue como marido o como mujer a mi mujer o a mi marido, entonces y sólo entonces, yo podré entregar mi cuerpo, y con él todo mi ser, a mi cónyuge. Y eso es algo que ocurre en el sacramento del matrimonio. Un cristiano no puede disponer de sí mismo, porque no es dueño de sí mismo. “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?” (1Co 6,19). 
La perspectiva cristiana del cuerpo como templo es fundamental: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios es sagrado, y vosotros sois ese templo”, escribe san Pablo (1Co 3,16-17). Entrar en el cuerpo de otro es profanar un santuario, un templo de Dios. Sólo hay una manera de entrar en el cuerpo de otro sin profanarlo: entrar en el nombre del Señor, entrar porque es el propio Señor quien me entrega ese cuerpo, como marido o como mujer, para que yo, con mi cuerpo, me haga “una sola carne” con él (Gn 2,24). Y eso es lo que sucede en la celebración del sacramento del matrimonio. Si esa celebración no se ha dado, todo es una profanación, aunque estén de acuerdo los dos en ello. Desde luego, un cristiano no puede nunca estar de acuerdo en ello; y si por su debilidad y condición pecadora cae en ello, se arrepiente y se confiesa, para reconocer y restaurar el único señorío de Cristo sobre él y sobre los demás.
Vivir cristianamente la sexualidad consiste en vivir nuestra dimensión corporal como una pertenencia (a Cristo) y una presencia (de las tres divinas Personas), pensarse y vivenciarse a sí mismo como hospitalidad, como alguien que está “habitado” nada más y nada menos que por el propio Señor. Lo cual no es evidente de manera sensible, sino que tan sólo se percibe a la luz de la fe. Por eso la vivencia cristiana de la castidad es difícil y supone siempre, en último término, una vida de fe, de oración y de unión con Dios. Las tentaciones desde luego no faltan. Veamos algunas de ellas.

a) La masturbación
La masturbación es un comportamiento solitario en el que se busca el placer sexual al margen del encuentro con el otro. La masturbación traiciona la verdad de la sexualidad que es la dimensión de nuestra existencia que nos remite al otro, al distinto y diferente de nosotros, como transcendencia que hemos de amar, con la que hemos de hacer alianza. Nada de esto existe en la masturbación, y por eso la Iglesia nos enseña que es un pecado. Hay quienes dicen que la masturbación es un comportamiento “normal”; pero “normal” puede significar dos cosas: numéricamente frecuente o ajustado a la “norma”. El hecho de que la masturbación sea bastante frecuente, no quita nada a su carácter de pecado; también el robo y las injusticias son muy frecuentes  y no por eso dejan de ser pecado.

b) Las relaciones extraconyugales
La Iglesia nos enseña que estas relaciones constituyen un pecado grave porque en ellas se miente ya que la verdad de la sexualidad, como llamada a la donación de la persona entera, cuerpo y alma, es traicionada, pues se entrega solamente el cuerpo, pero no el alma, es decir, los proyectos, las ilusiones, la propia vida y la propia historia. La Sagrada Escritura designa estas relaciones con la palabra fornicación y afirma contundentemente: “Ningún fornicario o impuro o codicioso (…) participará en la herencia del Reino de Cristo y de Dios” (Ef 5,5). Y añade san Pablo: “Que nadie os engañe con vanas razones” (v. 6).
Nuestra sociedad banaliza las relaciones extraconyugales, contemplándolas como un pasatiempo momentáneo, sin mayores consecuencias (“echar una cana al aire”). Pero esta banalización del sexo no responde a la verdad profunda del hombre, cuyo cuerpo es inseparable de su ser personal, de tal manera que todo lo que hace, sufre, goza o padece en su cuerpo, afecta directa e inmediatamente a su ser personal. Y la persona humana posee una dignidad que prohibe que sea usada como un objeto de consumo, de “usar y tirar”, como los pañuelos de papel. 
Hoy en día es bastante frecuente el caso de parejas que se van a vivir juntos sin casarse. De esa manera pretenden “conocerse mejor” y ver si su relación “va a funcionar” antes de tomar la decisión de formalizarla para siempre. Pero aunque tal vez ellos no se den cuenta, se están tratando como objetos, como si fueran una máquina o un vehículo que se quiere probar antes de comprarlo; lo cual no se corresponde en modo alguno a la dignidad de la persona humana, que no reside en las “prestaciones” que puede suministrar, sino en el hecho de que es un corazón, es decir, alguien que posee una relación directa e inmediata con Dios, independientemente de las “prestaciones” que pueda aportar. Elegir una persona es elegir un corazón, un ser único e irrepetible, que posee una manera personal, también única e irrepetible, de situarse ante la realidad, ante la vida, ante los demás y ante Dios. Cuando un hombre y una mujer “se prueban”, se están cosificando, se están tratando como si fueran un instrumento y no como personas.

c) Las relaciones prematrimoniales
Un caso particular de las relaciones extraconyugales es el de las relaciones prematrimoniales entre quienes tienen ya tomada la firme decisión de contraer matrimonio pero por diversas circunstancias aún no lo han contraído. Desde un punto de vista meramente humano hay que preguntarse sobre la validez de las razones que se aducen para no celebrar el matrimonio. Pues si se tiene tomada la decisión de existir juntos como marido y mujer, hasta que la muerte nos separe, no se entiende que pueda haber alguna razón que impida la celebración del matrimonio. Hay que recordar que no poder celebrar un gran banquete, o no tener todavía un piso estupendo, o no haber asegurado la subsistencia material mediante un trabajo consolidado no son, en absoluto, razones para posponer la celebración del matrimonio. Y que una de las bellezas más grandes del matrimonio consiste en afrontar juntos todas esas realidades, el tenerlas o el no tenerlas, existiendo el uno con el otro y siendo el uno para el otro. ¿O es que uno se casa para celebrar un gran banquete y para exhibir su poderío social mediante la vivienda? ¿Para qué se casa uno, para hacer una fiesta o para existir junto a otro?

d) La pornografía
La pornografía es otra tentación que acecha la vivencia cristiana de la sexualidad. Su malicia intrínseca radica en que miente sobre la naturaleza de la sexualidad, que queda reducida en ella a un “deporte de frotamiento” para obtener determinadas sensaciones, soslayando por completo la naturaleza comunional de la sexualidad, su vocación de establecer una comunión de vida y amor, de cuerpos y de corazones, entre un hombre y una mujer, con el carácter único e irrepetible de cada uno de ellos. La pornografía no ve al ser humano: sólo ve una posibilidad de sensaciones.
La pornografía nos hace siempre daño, porque despierta y alimenta en nosotros las zonas oscuras y violentas de nuestra alma. Pues en nuestra alma hay muchas “moradas”, hay moradas luminosas y moradas tenebrosas; y la pornografía se dirige a estas últimas, las despierta y las alimenta. Entonces se apodera de nosotros la pereza para vivir la comunión y surge la tentación de querer resolver el misterio de la belleza, de la atracción recíproca entre hombre y mujer, en una relación de dominio y de fruición, de “consumo” del otro, en vez de “alianza de amor” con él.
Cristianamente hablando hay que recordar, además, la exhortación de san Pablo a no prestar atención a aquello que no es digno ni acorde con nuestra vocación de cristianos: “La fornicación, y toda impureza o codicia, ni se mencione entre vosotros, como conviene a los santos. Lo mismo que la grosería, las necedades o las chocarrerías, cosas que no están bien; sino más bien, acciones de gracias” (Ef 5, 3-4). Pues no es justo que nosotros prestemos atención al mal. El mal existe y va a seguir existiendo siempre, va a estar siempre ahí; pero nosotros hemos descubierto, por la gracia de Dios, el Bien, que es Cristo, y no debemos tener ojos más que para Él. Nuestros ojos, al igual que los ojos de Dios, deben de ser “demasiado puros para ver el mal” (Ha 1,13). Acordémonos de que el Señor Jesús no miró a la mujer adúltera, mientras se la presentaron como una especie de personificación del mal. Al mal no hay que mirarlo. La pornografía pretende ofrecérnoslo como un espectáculo agradable, cuando en realidad es profundamente deprimente.