El sermón sobre la caída de Roma

Durante tres días, los visigodos de Alarico han saqueado la ciudad y arrastrado sus largas capas azules sobre la sangre de las vírgenes. Al enterarse de ello san Agustín, apenas se emociona. Desde hace años lucha contra el furor de los donatistas, y ahora que ya han sido vencidos consagra todos sus esfuerzos a devolverlos al seno de la Iglesia católica. Predica las virtudes del perdón a fieles a los que aún anima el espíritu de venganza. No se interesa por las piedras que se desmoronan (…) que el mundo caiga en las tinieblas, si el corazón de los hombres se abre a la luz de Dios. Cada día, sin embargo, los refugiados llevan a África el veneno de su desesperanza. Los paganos acusan a Dios de no haber protegido una ciudad que se había vuelto cristiana. Desde su monasterio de Belén, Jerónimo hace retumbar el impudor de sus lamentos por toda la cristiandad, gime sin reservas por la suerte de Roma entregada a las llamas y a los asaltos de los bárbaros y olvida, en su pena blasfema, que los cristianos no pertenecen al mundo sino a la eternidad de las cosas eternas. En las iglesias de Hipona, los fieles comparten sus tribulaciones y sus dudas y se vuelven hacia su obispo para descubrir de su boca a qué negro pecado deben tan terrible castigo. El pastor no debe reprochar a sus corderos sus estériles temores. Sólo debe clamarlos. Y para calmarlos, en diciembre de 410, san Agustín avanzó hacia ellos por la nave de la catedral y se situó en el ambón. Una multitud inmensa ha acudido a escucharlo y aguarda, apretujada contra las cancelas a la suave luz del invierno, que se eleve la voz que la arrancará de su pena.

Escuchad, amados míos,
nosotros, los cristianos, creemos en la eternidad de las cosas eternas a las que pertenecemos. Dios solo nos ha prometido la muerte y la resurrección. Los cimientos de nuestras ciudades no se hunden en la tierra sino en el corazón del Apóstol que el Señor eligió para edificar su Iglesia, pues Dios no nos erige ciudadelas de piedra, de carne y de mármol, Él erige fuera del mundo la ciudadela del Espíritu Santo, una ciudadela de amor que jamás caerá y se alzará aún en su gloria cuando el siglo haya quedado reducido a cenizas. Roma ha sido tomada y vuestros corazones se sienten escandalizados. A vosotros, amados míos, os pregunto, sin embargo, ¿no constituye acaso el verdadero escándalo desesperar de Dios, que os ha prometido la salvación de Su gracia? ¿Lloras porque Roma ha sido pasto de las llamas? ¿Ha prometido Dios que el mundo sería inmortal? Han caído las murallas de Cartago, el fuego de Baal se ha extinguido y los guerreros de Massinissa que hicieron caer los baluartes de Cirta han desaparecido a su vez, como se escurre la arena. Lo sabías, pero creías que Roma no caería. ¿No fue Roma construida por hombres como tú? ¿Desde cuándo crees que los hombres tienen el poder de edificar cosas eternas? El hombre construye sobre la arena. Si quieres abrazar lo que ha construido, no abrazas más que el viento. Tus manos están vacías y tu corazón afligido. Y si amas el mundo, perecerás con él.

Amados míos,
sois mis hermanos y hermanas y estoy triste al veros tan afligidos. Más me entristece, empero, saberos sordos a la palabra de Dios. Lo que nace en la carne muere en la carne. Los mundos pasan de las tinieblas a las tinieblas, uno tras otro, y por gloriosa que sea Roma, no por ello deja de pertenecer al mundo y caerá con él. Vuestra alma, sin embargo, llena de la luz de Dios, no caerá. Las tinieblas no la engullirán. No derraméis lágrimas por las tinieblas del mundo. No derraméis lágrimas por los palacios y los teatros destruidos. Es indigno de vuestra fe. No derraméis lágrimas por los hermanos y hermanas que la espada de Alarico nos ha robado. ¿Cómo podéis exigirle cuentas a Dios por su muerte, si Él entregó a Su único hijo en sacrificio para el perdón de nuestros pecados? Dios perdona la vida a quien quiere. Y aquellos a los que eligió dejar morir como mártires se regocijan hoy de que no se les perdonara la vida según la carne, pues viven para siempre en la eterna beatitud de Su luz. Eso y solo eso es lo que se nos promete a nosotros, que somos cristianos.

Amados míos,
no os turben tampoco los ataques de los paganos. Han caído muchas ciudades que no eran cristianas y sus ídolos no pudieron protegerlas. Y tú, ¿adoras a un ídolo de piedra? Recuerda quién es tu Dios. Recuerda lo que te ha anunciado. Te ha anunciado que el mundo sería destruido por la espada y el fuego, te ha prometido destrucción y muerte. ¿Por qué te asustas de que se cumplan sus profecías? Y también ha prometido el  regreso de Su hijo glorioso a ese campo de ruinas para instaurar el reino eterno de la luz, del que formarás parte. ¿Por qué lloras en lugar de regocijarte, tú que solo vives a la espera del fin de mundo, si eres cristiano? Tal vez no convenga ni llorar ni regocijarse. Roma ha caído. Ha sido tomada pero la tierra y los cielos no han temblado. Mirad a vuestro alrededor, amados míos. Roma ha caído, pero ¿no os parece como si nada hubiera ocurrido? El curso de los astros no se ha alterado, la noche sucede al día que sucede a la noche, a cada instante, el presente surge de la nada y regresa a la nada, estáis ahí, frente a mí, y el mundo se dirige aún a su fin pero todavía no ha llegado allí, y no sabemos cuándo lo hará, pues Dios no nos lo revela todo. Aquello que nos revela, empero, basta para saciar nuestros corazones y nos ayuda a fortalecernos ante las pruebas, pues nuestra fe en Su amor es tal que nos preserva de los tormentos que tienen que soportar quienes no han conocido este amor. Y así conservamos puro el corazón, en la alegría de Cristo.


Jérôme FERRARI, El sermón sobre la caída de Roma, Mondadori, Barcelona, 2013, pp. 170-173


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Porque la forma del cumplimiento del deseo no es la imagen que tú tienes del cumplimiento, sino que es Él, la forma es Cristo mismo y nuestro problema es comprender esto: que esperar, para nosotros, no significa esperar algo de Dios, sino esperar a Dios mismo. Así lo afirma san Agustín, comentando el salmo 39, 7-8: “Sea tu esperanza el Señor tu Dios; no esperes cosa alguna del Señor tu Dios, sino que el mismo Señor sea tu esperanza. Muchos esperan de Dios algo diferente de Él; pero tú busca al mismo Dios (…) Olvidando todo lo demás, acuérdate de Él; dejando todo atrás, corre hacia Él (…) Él será tu amor”. Y en un sermón (313/F) sigue diciendo: “¿Cuál es entonces el objeto de nuestra esperanza por el cual, una vez presente, entrando como realidad, cesaría la esperanza? ¿Cuál es? ¿Es la tierra? No. ¿Algo que deriva de la tierra, como el oro, la plata, el árbol, la mies, el agua? Ninguna de estas cosas. ¿Algo que vuela en el espacio? El alma lo rechaza. ¿Es tal vez el cielo tan bello y adornado de astros luminosos? ¿De estas cosas visibles qué hay de hecho más deleitable, más bello? Tampoco es esto. Entonces, ¿qué es? Estas cosas nos gustan, son bellas, son buenas: busca a quien las ha hecho, Él es tu esperanza (…) Dile: Tú eres mi esperanza”. Porque tal como magistralmente expresa Guillermo de Saint-Thierry: “La contemplación de tus bienes es ciertamente para nosotros un dulce consuelo, pero sin tu presencia, no nos sacia perfectamente”.