Los santos inocentes

Tengo siete razones –dice Dios- para amar a los inocentes asesinados por Herodes.

La primera es que les amo. Y eso basta.
Tal es la jerarquía de mi gracia.

La segunda es que me gustan. Y esto basta.
Tal es la jerarquía de mi Gracia.

La tercera es que me agrada. Y esto basta.
Tal es la jerarquía, el orden y la regla de mi Gracia.

Y ahora os voy a decir la cuarta razón:
es porque los niños no tienen en la comisura de los labios
ese rictus de ingratitud y amargura,
esa herida de envejecimiento,
ese rictus de recuerdos que vemos en todos los demás labios.

La quinta es por una especie de equivalencia.
Porque, por una especie de contrapeso,
estos inocentes pagaron por mi Hijo:
mientras yacían sobre el suelo de los caminos,
las ciudades y los pueblos,
menos tenidos en cuenta que los corderos,
los cabritos y los cochinillos,
mi Hijo huía a Egipto.

De modo que se dio una especie de “quid pro quo”,
una especie de malentendido,
porque esos inocentes fueron confundidos con mi Hijo,
y asesinados por Él, en vez de Él,
no solamente a causa de Él, sino por Él,
creyendo que era Él.

La sexta razón es que eran contemporáneos de mi Hijo,
de la misma edad, nacidos al mismo tiempo,
y todos hacemos lo que podemos por nuestros compañeros de curso
y ellos fueron del curso, de la promoción de Jesús.

La séptima razón -¿por qué voy a callármela?-
es que eran parecidos a mi Hijo.
Porque una generación de hombres –dice Dios-
una promoción de hombres es como una hermosa ola grande
que avanza de orilla a orilla sobre un mismo frente
y le ataca de golpe
y se deshace al fin al borde del mar
como una muralla de agua.
De la misma manera una generación o una promoción
de hombres es como una ola de hombres
que avanzan todos juntos sobre el mismo frente
y se estrella también como una muralla de agua
cuando toca las riberas eternas.

Mi hijo era algo tierno y nuevo como ellos,
y desconocido como ellos.
No tenía en la comisura de los labios ese pliegue
de amargura y de ingratitud,
ni ese otro pliegue de arrugas en las cejas,
el pliegue de las lágrimas y de haber visto mucho,
ni tenía en las comisuras de la memoria el pliegue
de no poder olvidar.

Ignoraba a aún las vicisitudes que le esperaban,
todo aquello que más tarde dejaría un eterno rastro:
la corona de espinas y el cetro de la caña
y la terrible agonía del Calvario,
y la aún más terrible agonía de la víspera
en el huerto de los Olivos.

Éstas son la sexta y la séptima razones que tengo
para amar a los inocentes:
que me recuerdan a mi Hijo como era
si no hubiera cambiado luego,
me lo recuerdan cuando era bello,
cuando nada de esa terrible aventura había sucedido todavía.

He aquí por qué amo a los niños inocentes:
porque entre todos son ellos los testigos mejores de mi Hijo,
los niños-Jesús que no se harán grandes ya nunca.

Charles Péguy