El hiperconsumo crece como un sucedáneo de la vida a la que se aspira, funciona a la manera de un paliativo de los deseos defraudados de cada cual. Cuanto más se multiplican los desengaños y las frustraciones de la vida privada, más se dispara el consumismo como consuelo, como satisfacción compensatoria, como una forma de “levantar el ánimo”.
Algunos proponen que haya un numerus clausus en la adquisición de bienes duraderos, para limitar el consumo. Pero esto es problemático. ¿Cómo determinar lo que es superfluo y lo que es necesario? ¿Dónde comienzan y dónde terminan las “falsas” necesidades? ¿Se va a impedir a los turistas que viajen en avión porque supone un derroche de energía? Los enemigos de la vida comercializada tienen razón al decir que la carrera desenfrenada del consumo no da la felicidad, pero su ataque contra lo “inútil” está demasiado impregnado de ascetismo. Algunas de nuestras alegrías se basan en frivolidades, en placeres fáciles, en pequeños lujos: es una de las dimensiones del deseo y de la vida humana. Se puede pensar que esta parte inútil, en las condiciones actuales, es un exceso, pero no hay que buscar su erradicación pura y simple. Sería mayor el mal que el bien obtenido, porque solo una sociedad autoritaria y antidemocrática puede imponer una alteración semejante en la vida cotidiana. La “sencillez voluntaria” acabaría siendo enseguida sencillez despótica.
La reducción del consumo en nuestras vidas no se obtendrá mediante condenas en nombre de principios morales e intelectuales. Nada reducirá la pasión consumista, salvo la competencia de otras pasiones. Cómo no recordar aquí la proposición VII del libro cuarto de la Ética de Spinoza: “Un afecto no puede ser reprimido ni suprimido sino por medio de otro afecto contrario y más fuerte que el que hay que reprimir”. Extrapolando esta perspectiva, el principal objetivo que debemos fijarnos es ofrecer metas a los individuos, fines capaces de motivarles fuera de la esfera del consumo. De este modo, y sólo de este modo, podría frenarse la fiebre compradora.
Pero ¿por qué exactamente hay que fijarse como meta la reducción de la vida consumista? No porque el consumo sea el mal, sino porque es excesivo o exagerado y no puede satisfacer todos los deseos humanos, que no son sólo deseos de goce inmediato. Conocer, aprender, crear, inventar, progresar, ganar autoestima, superarse figuran entre los muchos ideales o ambiciones que los bienes comerciales no pueden satisfacer. El hombre no es sólo un ser comprador, también es un ser que piensa, crea, lucha y construye. En este plano, el consumo-mundo es peligroso: aplasta las demás potencialidades o las demás dimensiones de la vida propiamente humana. Debemos luchar contra las violencias o las desestructuraciones del hiperconsumo que no permite a los individuos construirse, comprender el mundo, superarse.
Para que esto suceda no sirven de gran cosa las lamentaciones de los moralistas. Tenemos, más que nada, que desarrollar una política que yo calificaría de inseparable de una ética de las pasiones, que parta de la idea de que el hombre está hecho de “contradicciones”, como decía Pascal. No hay por qué poner en la picota la satisfacción inmediata del consumismo; tampoco hay que ponerla por las nubes, dado que no se adecua a las necesidades formativas de la persona, por lo menos desde una perspectiva verdaderamente humanista. Es imprescindible dar a los niños y a los ciudadanos en general marcos y puntos de referencia intelectuales que la vida consumista no hace más que revolver y trastornar. También es necesario, mediante una auténtica formación, ofrecerles horizontes vitales más variados, en el deporte, el trabajo, la cultura, la ciencia, el arte o la música. Lo importante es que con estas pasiones pueda el individuo relativizar el mundo del consumo, encontrar el sentido de su vida al margen de la adquisición de bienes incesantemente renovados. Pensemos en los grandes creadores, en los grandes empresarios, en los grandes políticos: lo que les motiva y carga de energía su existencia no son los goces consumistas, sencillamente porque su actividad o su trabajo les resulta mucho más estimulante.
Autor: Gilles LIPOVETSKY
Título: La sociedad de la decepción
Editorial: Anagrama, Barcelona, 2008, (pp. 52-53; 118-119; 123-125)
