Presentación del Señor

15 de agosto 

 

2 de febrero de 2025

(Ciclo C - Año impar)




  • Llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando (Mal 3, 1-4)
  • El Señor, Dios del universo, él es el Rey de la gloria (Sal 23)
  • Tenía que parecerse en todo a sus hermanos (Heb 2, 14-18)
  • Mis ojos han visto a tu Salvador (Lc 2, 22-40)
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La fiesta que celebramos hoy, queridos hermanos, pone de manifiesto distintos aspectos del misterio de Cristo y de su Iglesia. En primer lugar llama la atención la humildad de la Virgen María que se sometió a la ley de Moisés que exigía la purificación de la mujer que ha dado a luz, a los cuarenta días del parto. Según la Ley, la exigencia de purificación viene del hecho de que, en el parto, ha habido efusión de sangre. Sin embargo, el parto de la Virgen María fue un parto virginal, sin desgarramiento ni efusión de sangre alguna, ya que el parto con dolor es una de las consecuencias del pecado original (Gn 3, 16) y cuando viene al mundo el Salvador del mundo, su victoria sobre el pecado y la muerte se expresan ya en su manera de llegar hasta nosotros. En consecuencia, María hubiera podido prescindir del rito de purificación, que ciertamente no necesitaba. Pero, al igual que su Hijo, “no hizo alarde de su categoría”, sino que “pasó por uno de tantos”: la kénosis (“abajamiento”) del Hijo de Dios hecho hombre (cf. Flp 2), se anticipa en la humildad de su madre. Buena lección para nosotros que nos encanta distinguirnos de los demás y sentirnos “especiales”: la que pudo, con toda razón, distinguirse de todas las demás madres, no lo hizo. La economía de “lo secreto”, que recomendará el Señor (Mt 6, 1-6; 16-18) se manifiesta ya en María.

En segundo lugar debemos recordar que la presentación del niño Jesús en el Templo, es el cumplimiento fiel de un precepto de la Ley de Moisés (cf. Ex 13, 2. 12-15), que tiene como finalidad recordar que todo pertenece realmente a Dios, porque es Él quien lo ha creado y quien nos lo ha entregado como un don, y que de una manera especial le pertenecen todos los primogénitos, porque el Señor, para sacar a Israel de Egipto, mató a todos los primogénitos, salvo a los de los israelitas. Es, pues, un memorial de la acción de Dios “que con mano fuerte nos sacó de Egipto” (Ex 13, 16) y un reconocimiento de la pertenencia a Dios del hijo primogénito. Cuando la Virgen María y san José presentan al niño Jesús en el Templo, están reconociendo que ese hijo es un don de Dios y que pertenece a Dios. Y el Padre del cielo acepta esa ofrenda y destina ese Hijo a la Cruz, para la salvación del mundo. De ese misterio, todavía escondido, se le da a María un anticipo profético al anunciarle que una espada le traspasará el alma: los dolores de parto que María no sufrió en Belén, se convertirán en los dolores de un parto espiritual por el que ella será constituida madre de todos los hombres, al pie de la cruz (Jn 19, 25-27).

En tercer lugar conviene detenernos en la figura de Simeón y de Ana que, sin que nadie les haya dicho nada sobre el destino y la misión del niño Jesús, sin embargo, llenos del Espíritu Santo, intuyen el secreto de ese niño y lo proclaman. Simeón precisa que gracias a ese niño las naciones, es decir, los pueblos paganos, recibirán la luz de Dios y el pueblo de Israel alcanzará su “gloria”, esto es, su participación en la belleza de Dios. Estas palabras proféticas de Simeón anuncian el misterio de la Iglesia, cuerpo de Cristo, en el que “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28).

Simeón y Ana, como también Isabel, la pariente de María, son ancianos, que, sin haber recibido ninguna información humana sobre Jesús, saben ver en él al Dios salvador que viene a cumplir sus promesas. De ellos nos dice la Escritura que estaban llenos del Espíritu Santo, lo que nos recuerda que para conocer la identidad de Jesús y la misión salvadora que ha venido a realizar es necesario estar “tocado” por el Espíritu Santo, tal como afirma san Pablo: “Nadie puede decir ‘Jesús es Señor’ sino en el Espíritu Santo” (1Co 12, 13). Estas tres figuras, que en su decadencia física son capaces de alegrarse por la presencia de Cristo, nos recuerdan que la ancianidad puede ser una plenitud de luz y de sabiduría, por la que se es capaz de reconocer la presencia de Cristo y de proclamarla como el lugar de la salvación. Pidamos al Señor la gracia de tener ancianos llenos del Espíritu Santo y de serlo nosotros mismos, para que la presencia de Cristo en medio de la desconcertante y oscura historia humana, sea discernida y proclamada.