Castidad

La condición cristiana es el arte de esforzarse por responder a una vocación a la perfección mientras sondeamos la profundidad de nuestra imperfección sin desesperar y sin renunciar al ideal. Pero, ¿qué pasa si no tengo fuerzas para caminar? Pues bien, debo aprender a dejarme llevar. El éxodo de Israel, ese viaje ejemplarmente tortuoso durante el cual el pueblo cometió todas las transgresiones, desembocó en la profesión: “Debajo de ti están sus brazos eternos” (Dt 33, 27). Israel vio que la Providencia lo había guiado en las buenas y en las malas. Su comprensión correspondía al oráculo de Dios cuando estaba en el umbral de la Tierra Prometida: “El Señor tu Dios te llevaba como lleva un hombre a su hijo, a lo largo de todo el camino que han recorrido hasta llegar a este lugar” (Dt 1, 31) pasando por todos los lugares sin agua.

La ascesis primaria del cristiano es la confianza. Al confiar renunciamos a pretensiones ilusorias de omnisciencia. Nos entregamos a las manos de Dios y elegimos ser reformados según su propósito. Solo Él puede realizar su semejanza en nosotros, uniendo en un todo casto los factores dispares que configuran nuestra historia y personalidad.

Un error que los cristianos han cometido a menudo es suponer que la castidad es de algún modo normal; pero no es así, es excepcional. La virtud no nos resulta fácil: cuando intentamos practicarla, descubrimos que las heridas del pecado son profundas. Nos condicionan a fracasar en nuestro propósito. Así como nos esforzamos por aprender la caridad, la paciencia, la valentía, y las demás, también debemos esforzarnos por llegar a ser castos, dejando que la gracia haga su trabajo lento, transformador. Salvo excepciones fulgurantes, el crecimiento en la gracia, como cualquier otro crecimiento, es orgánico. Ocurre lentamente, en secreto, no sabemos cómo (cf. Mc 4, 27). Pero, con el tiempo, rinde fruto.

“El que mira a una mujer para desearla, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 28). Quien escudriña su entorno no como un buscador de comunión, sino como un consumidor, tiene su atención puesta en su lujuria, no en el otro. Y esto –dice Cristo- es indigno del ser humano. Degrada al sujeto que acecha y humilla al objeto codiciado, presente solo como carne. “El ojo es la lámpara del cuerpo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Mt 6, 22). Lo que, aplicado a nuestro tema equivale a decir: “Si tu ojo es casto, todo tu cuerpo estará lleno de luz”. Pues la “salud” del ojo reside en una mirada que respeta la alteridad, en vez de pretender apropiársela.

Esta forma de mirar es propia de los niños pequeños. Siempre me emociona vivamente cuando uno de esos pequeños me mira directamente a los ojos, sin pestañear y sin miedo, con la benévola curiosidad de quien, precisamente, espera benevolencia, abierto para acoger y libre para absorber el mundo que lo rodea. Una vez miré así a la realidad; como a todos los que lo recordamos, me encantaría volver a verla de este modo.

La herida que inflige un ojo casto no humilla ni causa dolor. Es dulce, como la mirada del niño. Nos hiere de lleno, pero se la siente como una bendición al recordarnos lo que puede ser la vista. Ver así –dice san Bruno- es volver a entrar en el paraíso. Así se miraban la Virgen y san José, y así debe de ser la mirada de un padre sobre su hijo. Porque ser padre significa introducir al niño en la experiencia de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo capaz de elegir, de ser libre, de salir. Quizás por esta razón, la tradición también le ha puesto a san José, junto al apelativo de padre, el de “castísimo”. No es una indicación meramente afectiva, sino la síntesis de una actitud que expresa lo contrario a poseer. La castidad está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Solo cuando un amor es casto es un verdadero amor. El amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz. Dios mismo amó al hombre con amor casto, dejándolo libre incluso para equivocarse y ponerse en contra suya. La lógica del amor es siempre una lógica de libertad.





Autor: Erik VARDEN
Título: Castidad. La reconciliación de los sentidos
Editorial: Madrid, Encuentro, 2023, (pp. 102-103; 110-111; 137-139)