Los cerdos suicidas

Es una de las páginas aparentemente más pintorescas del Evangelio. Jesús, que está en la otra orilla del mar de Galilea, se encuentra con un hombre poseído por un espíritu impuro que le empuja a vivir entre las tumbas y a herirse él mismo a pedradas sin que nadie sea capaz de dominarle. Jesús, que no muestra ninguna sorpresa, se dirige a expulsar al espíritu impuro que atormenta al desgraciado. Hasta aquí, nada más trivial en la vida de Jesús, ocupado siempre en expulsar a los demonios que vienen a contaminar la vida de los hombres. Pero se entabla una discusión con el espíritu, que ya se sabe vencido: nos enteramos de que se llama Legión porque, en vez de un solo demonio, es toda una tropa la que ha puesto sus cuarteles en la vida del poseso. Los espíritus impuros piden después a Jesús un extraño favor. Viendo una piara de cerdos que pacen allí cerca, en la montaña, le suplican: “Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos”.

La petición puede sorprendernos, pero lo más sorprendente es que Jesús se lo permita. Y entonces salen del desgraciado al que atormentaban para tomar posesión de los pobres animales que no habían pedido nada y que, de inmediato, como presa de una locura colectiva, corren a abalanzarse al mar, desde lo alto del acantilado donde pacían apaciblemente, y así es como se ahogaron dos mil cerdos. Esto produce estupor en la ciudad vecina, y sus autoridades piden a Jesús que se aleje: está muy bien que expulse a los demonios, pero si es al precio de la masacre del ganado, haría mejor en ir a ejercer sus talentos a otra parte, en algún lugar en el que no les guste el jamón.

Se puede comprender a estos aldeanos atemorizados ante esta manifestación perturbadora de lo sagrado, pero se comprende menos la razón de que Jesús, aparentemente, se plegara a la voluntad de estos espíritus impuros, pues por lo general Jesús manda a los demonios, pero no negocia con ellos ni transige nunca con el mal. Estamos acostumbrados a ver que los demonios obedecen a Jesús, algo que impresionaba a sus contemporáneos; pero aquí es Jesús quien acepta lo que piden los demonios –y además para provocar una catástrofe…-. Cuesta imaginar que Jesús se hubiera dejado enternecer por las súplicas desgarradoras de los demonios, ni que hubiera querido complacerles. Entonces, ¿por qué cedió? La acción de Jesús persigue siempre dos objetivos: salvar y revelar. Al liberar al poseso, salva; al acceder a la petición de los demonios, revela. Pero mientras que, por lo general, es a Dios, su misericordia, su proximidad, lo que Jesús revela, esta vez lo que nos revela es la naturaleza del mal.

El fruto del pecado, desplegado en los cerdos, aparece en su encadenamiento implacable, que empuja a quien se abandona a él a dar el salto absurdo en el vacío. ¿Adónde conduce el pecado? A la muerte, a esa muerte, trágica y grotesca a la vez, de los cerdos. Dejando que vaya hasta el final de su lógica, Cristo nos hace ver adónde conduce el mal. En la vida del poseso, conducía ya a la marginalidad macabra y a la mutilación. Aplicado a esta pacífica piara de cerdos, revela su objetivo último: el suicidio en masa. Bajo unas apariencias insólitas, incluso folclóricas, este episodio porcino desenmascara el verdadero rostro del mal.




Autor: Adrien CANDIARD
Título: Unas palabras antes del Apocalipsis. Leer el Evangelio en tiempos de crisis.
Editorial: Encuentro, Madrid, 2023, (pp. 61-63)