La Iglesia



1. Un misterio de fe.

La realidad mistérica de la Iglesia posee una peculiar complejidad puesto que la Iglesia, al igual que Jesucristo, del que es la prolongación histórica, es una realidad divina y humana a la vez. En cuanto realidad divina la Iglesia nace de la Trinidad, es santa y santificadora, es seno maternal y redil donde las ovejas son acogidas, curadas, restauradas y santificadas. En cuanto realidad humana la Iglesia nace de la agrupación de unos hombres que no son santos, sino pecadores que van siendo santificados: es una fraternidad, un pueblo, un rebaño. Atendiendo al primer aspecto la Iglesia viene sólo de Dios, es santa, pura e inmaculada, sin mancha ni arruga (Ef 5, 27), es la Trinidad misma invitando a su mesa: el lugar libre en el icono de Rublev. Atendiendo al segundo aspecto la Iglesia es la oveja perdida que el Buen Pastor carga sobre su espalda, la esposa siempre frágil que él no cesa de arrancar de su prostitución espiritual y de purificar. Es un tesoro llevado en vasos de barro (2Co 4, 7). El misterio de la Iglesia comporta, indisolublemente unidos, ambos aspectos. Y aquí también valen las palabras del Señor: que no separe el hombre lo que Dios ha unido (Mt 19, 6). Por eso los Padres de la Iglesia hablan de ella como de la “casta meretrix”: Soy negra pero hermosa (Ct 1, 5).

Al ser la Iglesia un misterio, no hay ningún concepto, ni ningún conjunto de conceptos, que pueda expresar adecuadamente su esencia. De ahí que sólo sea posible describir el misterio de la Iglesia con la ayuda de diferentes imágenes que se corrigen, se complementan y se iluminan entre sí: pueblo de Dios, plantación y heredad de Dios, grey, edificio, templo, casa de Dios, familia de Dios; Iglesia de Jesucristo, cuerpo de Cristo, esposa de Cristo, templo del Espíritu Santo etc. (cfr. Lumen Gentium 6). En el Nuevo testamento encontramos alrededor de unas ochenta imágenes de la Iglesia, de las que el concilio Vaticano II utiliza unas treinta y cinco. De todas ellas hay tres que nos remiten a lo que de más profundo encontramos en la Iglesia, al misterio trinitario. Son estas tres: “Pueblo de Dios”, “Cuerpo de Cristo” y “Templo del Espíritu”.

2. Pueblo de Dios.

La descripción de la Iglesia como Pueblo de Dios pone de relieve el hecho de que la salvación no se entrega a cada uno por separado, sino a una comunidad, a un pueblo, en el que el individuo es recibido y acogido para poder participar personalmente de la acción salvadora de Dios. Subraya también que la Iglesia existe antes que el individuo: éste es aceptado y cuidado por ella.

Pero se trata del pueblo de Dios, es decir, del pueblo que Dios crea, mediante su elección, llamando a hombres de todos los pueblos de la tierra, según el misterioso designio de amor del Padre (Ef 1,3-6). Lo determinante en este pueblo no es una raza ni una cultura humana, ni una historia común puramente humana, sino la elección de Dios y la historia que esa elección crea entre quienes acogen su llamada. Por eso no se pertenece a la Iglesia en virtud del nacimiento o de la nacionalidad o de la cultura, sino de la libre acogida del don de Dios: es la fe y el bautismo quienes nos hacen miembros de ese pueblo. Ni tampoco se trata de un pueblo que trata de imponerse y afirmarse en el concierto de los demás pueblos como un pueblo más, puesto que su razón de ser no es la afirmación de sí mismo, sino el testimonio de una Alianza que nace de Dios -Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor (Ef 1,4)-, la proclamación de sus maravillas -vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (1 Pe 2,9)- y el anuncio de la salvación que se nos ha dado en Cristo -Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación (Mc 16,15)-.

En cuanto signo e instrumento de la salvación de Dios ofrecida a toda la humanidad, la Iglesia es un pueblo siempre en camino, que mientras ofrece la salvación de Dios, realizada en Cristo, a todos los hombres, vive en la esperanza de la gloriosa venida de Nuestro Señor Jesucristo. Su estar aquí en la tierra es un estar provisional, caracterizado por el peregrinar y el exilio, sin morada fija, esperando nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia (2 Pe 3, 13). Pues la apariencia de este mundo pasa (1 Co 7, 31) y nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas (Fp 3, 20-21).

3. Cuerpo de Cristo.

Que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo significa que entre Cristo y la Iglesia existe una vinculación orgánica, es decir, que la Iglesia no es la mera agrupación de los seguidores extrínsecos de un Maestro, sino que entre cada uno de los creyentes y Cristo existe una unión íntima, espiritual, ontológica, y no simplemente jurídica, social o moral: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (1 Co 6,15). La relación que existe entre el cuerpo resucitado de Cristo y su cuerpo eclesial es una relación intrínseca e indisoluble, ya que el cuerpo glorioso de Cristo es la fuente del cuerpo eclesial, al cual comunica su propia vida y en el cual se extiende y se prolonga: Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo (Ef 1, 22-23).

Así pues la unidad existente entre Cristo y la Iglesia es una unidad vital, operada por el Espíritu Santo en el bautismo -porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo (1 Co 12,13)- y alimentada en la eucaristía: La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aún siendo muchos un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan (1 Co 10, 16-17). La participación común del cuerpo de Cristo, muerto y resucitado, hace que la unión de los cristianos entre sí y con Cristo, sea la unión propia de “un solo cuerpo”, del cual Cristo es la Cabeza: Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia (Col 1, 18).

Una primera consecuencia de este hecho es que cada vez que Cristo se hace presente en la eucaristía de la Iglesia local, se hacen también presentes con Él todos los miembros de su Cuerpo. De ahí que recibir y unirse a Cristo en la eucaristía comporte el recibir y unirse también a todos sus miembros, es decir, a todos los cristianos. Y por eso en cada eucaristía, de un modo invisible pero real, está presente toda la Iglesia. Incluso hay más: al hacerse presente Cristo como Cabeza del Cuerpo, se hacen presentes todos los que “están con Él”: su Santa Madre, los ángeles y los santos y justos de todos los tiempos. La eucaristía es, así, no sólo memorial de la muerte y resurrección del Señor, sino también anticipación escatológica, “memorial” del tiempo futuro, -“nos acordamos da lo que vendrá”-, participación en la liturgia celestial, de la que cantamos el Santo que entonan los serafines según Isaías 6, 2-3.

Una segunda consecuencia de este hecho es la ética que de él se desprende y que configura el obrar cristiano en un doble sentido: como solidaridad ineludible entre todos los miembros del Cuerpo y como necesaria conciencia de ser tan sólo “un miembro” de la totalidad del Cuerpo. Muchos son los miembros, mas uno el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: “No te necesito!”. Ni la cabeza a los pies: “¡No os necesito!” (...) Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo (1 Co 12, 21 y 26). De ahí que la caridad sea la ley suprema que gobierna la vida de este Cuerpo, tanto en el sentido de que ella nos obliga a la solidaridad, como en el sentido de que ella relativiza todos los carismas que el Espíritu concede a los diferentes miembros del Cuerpo, obligándoles a ser ejercidos de tal manera que todo sea para la edificación del único cuerpo (1 Co 14, 26).

4. Templo del Espíritu Santo.

Las tres imágenes trinitarias no sólo se complementan sino que se interpenetran, de tal manera que hay que afirmar que porque el pueblo de Dios es obra del Espíritu Santo constituye un cuerpo. En la tercera plegaria eucarística pedimos que llenos del Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Es, en efecto, el Espíritu Santo quien nos incorpora al cuerpo de Cristo, pues todos hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para no formar más que un cuerpo (1 Co 12,13), hasta el punto de que el que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece (Rm 8,9). Es tal la vinculación entre el Espíritu Santo y la Iglesia que los Padres de la Iglesia no temen afirmar que allí donde está la Iglesia, está el Espíritu de Dios, y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia (San Ireneo) o que en la misma medida en que se ama a la Iglesia de Cristo, se posee también el Espíritu Santo (San Agustín).

“Templo” significa el lugar de la presencia activa de Dios en el mundo. Describir la Iglesia como “templo de Dios” significa, pues, definirla como el lugar donde Dios actúa en la historia, donde Dios se hace presente en medio de nosotros: Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 20). La Iglesia es así “morada de Dios”, lugar donde Dios se hace presente en medio de los hombres, donde Jesucristo alcanza de manera concreta la existencia de cada hombre que viene a este mundo: Maestro, ¿dónde vives?. Les respondió: Venid y lo veréis. Fueron, pues, vieron donde vivía y quedaron con él aquel día (Jn 1, 38-39). La Iglesia es el lugar donde vive Jesucristo, donde se puede encontrar a Jesucristo como alguien vivo -y no como un simple recuerdo, o una referencia meramente ideal para construir un mundo nuevo-.

El Espíritu Santo es el que unifica a todos los miembros de la Iglesia creando entre ellos una unidad tan fuerte como la de “un solo cuerpo”, siendo Él mismo el principio de la unidad de la Iglesia (Unitatis Redintegratio 2). Pero lo hace diferenciando a cada miembro con un don o unos dones distintos: admirable constructor de la unidad por la abundancia de sus dones como proclama la liturgia (Prefacio de la misa por la unidad de los cristianos).

De ahí la súplica constante, invocando el don del Espíritu, que la Iglesia realiza en cada plegaria eucarística. El símbolo de los apóstoles atribuye la creación al Padre, la salvación al Hijo y la Iglesia al Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el “alma de la Iglesia” (San Agustín) porque es su principio de vida y su principio de unidad. “Sin Él la Iglesia sería una simple organización, el ejercicio de la autoridad una forma de dominio, la misión una propaganda, el culto una simple evocación y el obrar cristiano una moral de esclavos. Con Él, en cambio, la Iglesia es expresión de la vida trinitaria, el ejercicio de la autoridad se hace en ella servicio liberador, la misión se convierte en un Pentecostés, la liturgia en memorial y anticipación y el obrar cristiano en una deificación del obrar humano” (I. Hazim).