El corazón del monje


Yo debía tener nueve o diez años. La familia estaba reunida alrededor de la mesa y nosotros comentábamos los sucesos de la jornada. Mi padre, un veterinario rural en el sur de Noruega, nos contó un encuentro turbador que había tenido ese día. Al llegar a una granja, había encontrado a su propietario trabajando el heno. Como hacía calor, el granjero, que no era precisamente joven, trabajaba con el torso desnudo. Su espalda, dio mi padre, estaba marcada por profundas cicatrices, señales inequívocas de flagelación. El hombre había sido prisionero de los alemanes durante la guerra, y había sufrido terribles torturas. Las marcas de este encarcelamiento, que normalmente permanecían escondidas, se mostraban ahora, como un testimonio involuntario, como una especie de confesión.

Nadie comentó este suceso, y la conversación tomó otros derroteros. Pero la imagen de esas heridas quedó grabada en mi espíritu e hicieron que, en una edad tan temprana, yo empezara ya a comprender que llegar a ser un hombre, suponía asumir una pesada carga; y que esa carga tenía que ser llevada con una fuerza que venía del interior; que se me había asignado una misión particular, que yo todavía no había identificado, y que me debía preparar para ser digno de ella.

El látigo, cuya imagen marcó mi infancia, continua siendo lo que siempre fue: sigue infligiendo verdaderas heridas que piden ser contempladas y sobre las cuales hay que llorar. Pero que pueden también ser curadas si son iluminadas por el resplandor del fuego que destruye las tinieblas, venido a este mundo bajo forma de amor, y que tan solo necesita un pequeño madero para inflamarse. Una vez que yo comprendí que hacerse monje era ofrecer su vida como un pequeño trozo de madera seca para que este fuego ardiera, adquirí una certeza: que era la única cosa que yo deseaba. Porque ese modo de vida me permitiría asumir, con total libertad, la tarea que me fue dada desde mi infancia, por una extraña anticipación.

Es una tarea que me solicita en todas las direcciones. Ser monje es habitar un universo sin límites, desgarrado entre alturas y profundidades, longitudes y anchuras que rozan el infinito. Vivida con sinceridad, la vida monástica es un hábitat de transformación. Los Padres describen como el corazón del monje es machacado, abierto y curado. Y como empieza a dilatarse hasta contener el mundo entero, interpelando a Dios por la angustia de los hombres y recordando a los hombres la indulgencia de Dios. El corazón del monje, como el de Cristo, es un tabernáculo. El corazón del monje se eleva en una alegría llena de confianza, precisamente porque ha sido puesta a prueba. La alegría que me faltó a menudo en mi juventud, me ha sido dada ahora, a la vez nueva y familiar. Sigo viendo las tinieblas, ¿cómo podría impedirlo? Pero han perdido ya su maleficio, porque sé que han sido traspasadas pro la luz: “Ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día” (Sal 138, 12). Esto, por encima de todo, no debe jamás ser olvidado.

(Erik VARDEN, Quand craque la solitude. La Mémoire et la Vie, Les Éditions du Cerf, Paris, 2018, pp. 9 ; 12 ; 17-18)