Esperar contra toda esperanza


“ESPERAR CONTRA TODA ESPERANZA” (Rm 4,18): LOS PECADOS Y LAS PRUEBAS DE LA ESPERANZA

El hombre está dividido hasta en sus profundidades, pues está atravesado por dos tendencias contrarias, constitutivas de su ser. Una que viene de Dios y que consiste en una afirmación del ser, en un tender hacia la plenitud del ser (y en esta tendencia se inserta la esperanza). La otra tendencia que viene de abajo, de la nada, y que tiende a engullir al hombre en el abismo de la nada del que lo ha sacado el acto creador de Dios; esta tendencia al no ser se manifiesta en el hombre por medio de una sutil y traidora nostalgia. “Dios, escribe Santo Tomás, no puede ser el origen de esta tendencia al no ser; es la propia criatura la causa de esta tendencia porque ella procede del no ser”.

La manifestación más evidente de esta tendencia al no ser es la desesperanza, que puede llegar hasta la desesperación. Se suele manifestar en forma de negación no de la omnipotencia divina en sí misma, sino de la posibilidad de ser perdonado en una determinada situación, en un determinado caso particular en el que se encuentra el sujeto. Hay una cierta tristeza insidiosa, que los antiguos llamaron acedía, que deprime el alma y que predispone de lejos a la desesperación. Hace falta, como observa Santo Tomás, un gran esfuerzo para que quien vive sumergido en la tristeza, sea sacudido y elevado hasta la consideración de las cosas “grandes y bellas. Por eso es muy importante “servir al Señor con alegría”. También la lujuria es causa remota de la desesperación; pues el hombre que vive entregado a ella pierde la libertad para desear las cosas espirituales, que se le convierten en extrañas, en fastidiosas, y acaban por desaparecer de su horizonte como ocurre tristemente hoy en día con algunos ancianos, cuya esperanza vital está definida por la lujuria).

Al pecado de desesperanza corresponde, en sentido contrario, el pecado de presunción que consiste en apelar a la misericordia divina para continuar pecando, rechazando las continuas invitaciones divinas al arrepentimiento. La presunción es un pecado contra el Espíritu Santo, puesto que es Él, de manera especial, quien desde dentro de nuestro corazón nos llama constantemente a la conversión. El “juego” de la presunción puede ir muy lejos; pero es un juego muy peligroso: “No os engañéis: de Dios nadie se burla. Pues lo que uno siembre, eso cosechará: el que siembre para su carne, de la carne cosechará corrupción; el que siempre para el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna” (Ga 6,7-8).

Y sin embargo, afirma Santo Tomás, que, en igualdad de condiciones, la presunción es un pecado menor que la desesperación. Porque la presunción ofende a Dios en su Justicia mientras que la desesperación lo ofende en su Bondad infinita, por la que Él se inclina esencialmente a la misericordia y al perdón. También Santa Catalina de Siena sostiene esta opinión: “Utilizan ciertamente mal mi Bondad aquellos que, apoyándose en ella, siguen pecando. Pero yo no les quito la esperanza en la misericordia, para que en el último momento tengan a qué agarrarse y ello les impida caer en la desesperación bajo el peso de los remordimientos. Pues el pecado de desesperación me ofende más y es el más mortal de todos los pecados que hayan cometido a lo largo de su existencia” (Diálogo, cap. 132).


Relacionado con todo esto está el tema del suicidio. Al hombre que se siente tentado por el suicidio conviene recordarle que es siempre un error extrapolar la percepción de su situación vital, proyectándola sobre el futuro, y creyendo que “siempre será así”. Porque Dios existe y los milagros también existen y, sin llegar a los milagros, existen los acontecimientos, es decir, suceden cosas que no eran de ningún modo previsibles y que, sin embargo, ocurren (como el paso del mar rojo o la resurrección de Jesucristo). A veces nos podemos encontrar con el caso de alguna persona que, siendo cristiana devota, termine su vida con el suicidio. La vida de la gracia, aunque previene ciertamente de muchas neurosis, no las elimina todas, sino que ayuda a llevarlas santamente. Y se pueden dar situaciones humanas en las que la intensidad de la prueba por la que está pasando el sujeto sea tan fuerte que pueda hacer que, a los ojos de Dios, ese suicidio no sea pecado. Es un misterio que queda reservado al Dios de misericordia que es el único que juzga con justicia. 

Sin llegar a la tentación del suicidio, es evidente que la esperanza tiene que ser probada en la vida de todo cristiano. Pues el verdadero discípulo tiene que beber el mismo cáliz del Señor (cf. Mt 20,22), es decir, tiene que compartir con él su mismo destino, un destino que pasa por la Cruz. Las palabras del Señor: “Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc 14,26), se tienen que verificar en la vida de todo cristiano, y ciertamente no podrán hacerlo sin dolor, sin una contraposición entre las esperanzas humanas que nos forjamos cada uno de nosotros y las exigencias concretas del seguimiento de Cristo, que vamos descubriendo día a día. Porque este seguimiento no nos exige sólo renunciar la pecado, sino también renunciar a cosas que no son pecado pero que, en la historia personal e irremplazable de cada uno de nosotros, el Señor nos pide.

La regla a seguir en las grandes pruebas de la esperanza es la de mantener los ojos fijos en el Señor, sin permitir que se separen de él ni un instante. Mientras Pedro miró a Jesús pudo caminar sobre las aguas, bastó un instante en el que, en vez de mirar a Jesús consideró el furor del viento y la fuerza de las olas, para que empezara a ahogarse. En la hora de nuestra agonía y de nuestra muerte, que la visión de nuestras infidelidades y de las innumerables llamadas de la gracia que hemos recibido a lo largo de nuestra vida, no lancen nuestra alma a la desesperación. “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” El tiempo perdido durante toda una vida puede ser rescatado en un instante por un solo acto de amor crucificado. La posibilidad de un perdón tan inaudito, tan pronto, tan total, ha caído de lo alto de la Cruz como una inmensa dulzura sobre la humanidad desamparada, para que no sea nunca olvidada.

LA ESPERANZA Y LA ORACIÓN

Afirma Benedicto XVI: “Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme –cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar-, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad…; el que reza nunca está totalmente solo. De sus trece años de prisión, el Cardenal Nguyen Van Thuan nos ha dejado un precioso opúsculo: Oraciones de esperanza. Durante trece años en la cárcel, en una situación de desesperación aparentemente total, la escucha de Dios, el poder hablarle, fue para él una fuerza creciente de esperanza, que después de su liberación le permitió ser para los hombres de todo el mundo un testigo de la esperanza, esa gran esperanza que no se apaga ni siquiera en las noches de la soledad” (nº 32).

“Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. “Dios, retardando (su don), ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz (de su don)” (…) Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. “Imagínate que Dios quiere llenarte de miel (símbolo de la ternura y de la bondad de Dios); si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel?”. El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados (…) El modo apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás. En la oración, el hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña esperanza equivocada que lo aleja de Dios. Ha de purificar sus deseos y sus esperanzas. Debe liberarse de las mentiras ocultas con que se engaña a sí mismo: Dios las escruta, y la confrontación con Dios obliga al hombre a reconocerlas también” (nº 33).

“El Cardenal Van Thuan cuenta en su libro de Ejercicios Espirituales cómo en su vida hubo largos períodos de incapacidad de rezar y cómo él se aferró a las palabras de la oración de la Iglesia: El Padrenuestro, el Ave María y las oraciones de la Liturgia. En la oración tiene que haber siempre esta interrelación entre oración pública y oración personal. Así podemos hablar a Dios, y así Dios nos habla a nosotros. De este modo se realizan en nosotros las purificaciones, a través de las cuales llegamos a ser capaces de Dios e idóneos para servir a los hombres. Así nos hacemos capaces de la gran esperanza y nos convertimos en ministros de la esperanza para los demás: la esperanza en sentido cristiano es siempre esperanza para los demás. Y es esperanza activa, con la cual luchamos para que las cosas no acaben en un “final perverso”. Es también esperanza activa en el sentido de que mantenemos el mundo abierto a Dios. Solo así permanece también como esperanza verdaderamente humana” (nº 34).

LA ESPERANZA Y LA JUSTICIA

Una de las constataciones más impresionantes que hacemos a lo largo de nuestra vida concierna a la cantidad inmensa de injusticias que cometemos los hombres, los unos contra los otros. Y todos comprendemos que no podremos nunca ser totalmente felices si esas injusticias no son debidamente reparadas, si esos derechos, tan salvajemente conculcados, no son restablecidos, y si las personas tan horriblemente humilladas no son reconocidas en su dignidad y en su valor. 

Pero para que eso suceda nos encontramos con dificultades insuperables. Pues muchas veces el mal cometido escapa al control de quien lo ha perpetrado, que ni siquiera conoce el alcance su mal (como el piloto que ha bombardeado una ciudad). Otras veces el culpable no puede ni sabe cómo reparar el mal que ha hecho, sobre todo si ese mal ha causado la muerte o la mutilación física o ha dejado profundamente perturbado el psiquismo de la víctima (como en el caso de abusos sexuales a menores). Y siempre tropezamos con el gran obstáculo de la muerte, que interrumpe la vida de los hombres arrebatándoles la posibilidad de reparar el daño cometido. 

Sólo si existe la resurrección de los muertos y el Juicio final de Dios sobre toda vida humana, será posible el restablecimiento de la justicia y del derecho, como ha recordado con fuerza Benedicto XVI: “La fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza” (nº 43). “La protesta contra Dios en nombre de la justicia no vale. Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza (cf. Ef 2,12). Solo Dios puede crear justicia. Y la fe nos da esta certeza. Él lo hace. La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza. ¿Pero no es también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige la responsabilidad. Una imagen, por lo tanto, de ese pavor al que se refiere san Hilario cuando dice que todo nuestro miedo está relacionado con el amor. Dios es justicia y crea justicia. Este es nuestro consuelo y nuestra esperanza. Pero en su justicia está también la gracia. Esto lo descubrimos dirigiendo la mirada hacia el Cristo crucificado y resucitado. Ambas -justicia y gracia- han de ser vistas en su justa relación interior. La gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe por tener siempre igual valor. Contra este tipo de cielo y de gracia ha protestado con razón, por ejemplo, Dostoëvskij en su novela Los hermanos Karamazov. Al final los malvados, en el banquete eterno, no se sentarán indistintamente a la mesa junto a las víctimas, como si no hubiera pasado nada” (nº 44).

La justicia divina no es sino una modalidad de su misericordia, porque acontece dentro del gran don de la misericordia divina que es la creación. El que Dios “dé a cada uno lo que le corresponde” (justicia), es algo que sucede dentro de ese ámbito de pura gratuidad que es la creación, el mero hecho de existir: porque ninguno de nosotros “tenía derecho” a existir, a ninguno de nosotros “se le debía el ser”, sino que el hecho de existir es un puro fruto de la misericordia divina, de su amor completamente gratuito hacia el hombre. 

“El Juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia. Si fuera solamente gracia que convierte en irrelevante todo lo que es terrenal, Dios seguiría debiéndonos aún la respuesta a la pregunta sobre la justicia, una pregunta decisiva para nosotros ante la historia y ante Dios mismo. Si fuera pura justicia, podría ser al final sólo un motivo de temor para todos nosotros. La encarnación de Dios en Cristo ha unido uno con otra -juicio y gracia- de tal modo que la justicia se establece con firmeza: todos nosotros esperamos nuestra salvación con “temor y temblor” (Flp 2,12). No obstante, la gracia nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de confianza con el Juez, que conocemos como nuestro “abogado”, parakletos (cf. 1Jn 2,1)” (nº 47).

LA PURIFICACIÓN DE LA MEMORIA Y LA “IMPOSIBLE SERENIDAD”

Los antiguos distinguían tres facultades en el hombre: la memoria, el entendimiento y la voluntad. La fe purifica la inteligencia porque la somete a la Verdad que es Cristo; la caridad purifica la voluntad porque la hace adherir siempre al Bien que es Dios; y la esperanza purifica la memoria. Los pensadores antiguos consideraban a la memoria como una facultad sensible, destinada a conservar los recuerdos felices o desgraciados del pasado y, por ello mismo, susceptible de conmover nuestras pasiones y orientarlas hacia la acción en un determinado sentido. La experiencia de cada uno de nosotros confirma esta visión del papel de la memoria en nuestra vida, pues todos nosotros constatamos cotidianamente la influencia tan grande que nuestros recuerdos tienen en nuestro obrar.

La esperanza purifica todo ese depósito de la memoria haciendo que, cuando se agite en nosotros todo ese mundo de imágenes, de sentimientos y de pasiones, sean situados en la perspectiva del gran deseo que conduce nuestras vidas hacia su fin supremo. Entonces todo aparece en su verdadera naturaleza: las cosas vanas para ser disipadas, las cosas malsanas para ser descartadas, las cosas puras para ser bendecidas, las realidades dolorosas, que reavivan en nosotros antiguas heridas, para ser lloradas, las que nos podrían conducir a la desesperación para ser llevadas bajo la Cruz sangrante de Jesús. Ni san Agustín cuando escribió las Confesiones, ni santa Teresa en el relato de su Vida o de sus Fundaciones, ni Newman en su Apología pro vita sua, ni el staretz Zósimo en los Hermanos Karamazov, ni el apóstol Pablo en los capítulos 11 y 12 de la segunda carta a los Corintios, están turbados o bloqueados por la visión de su pasado, sino que una gran paz ha caído sobre su vida y un solo pensamiento llena el silencio de su corazón: Todo lo que ocurre es adorable.

Ciertamente no todo lo que ocurre es adorable, puesto que ocurre el pecado, el cual es completamente contrario a la voluntad de Dios y no es, para nada, “adorable”. La esperanza purifica el recuerdo de nuestros pecados haciendo de él un elemento dinamizador de la vida espiritual. Pues no lo mantiene como conciencia de una culpabilidad angustiosa, sino como “memoria agradecida” de las veces que el Señor me ha perdonado, de la ternura con la que el Señor me ha dicho tantas veces (sin contar nunca las veces): “Tus pecados están perdonados, vete en paz". Entonces el recuerdo de nuestros pecados se hace “adorable”, porque es recuerdo de la misericordia divina, del amor incansable de Dios. Y eso es obra de la esperanza.

La espera del encuentro con Dios hace lúcida al alma humana y la eleva a su nivel más alto; la obliga también a vaciarse, a hacer en sí misma un inmenso hueco que sólo la presencia del Señor colmará. La esperanza teologal, hecha para arrojarnos de cabeza en lo increado, comunica, por sobreabundancia, algo de su propio impulso a nuestras actividades temporales. De tal manera que los trabajos, las pruebas, los sufrimientos, las preocupaciones no nos son quitadas, pero reciben un sentido, una dirección, una orientación nuevas y dejan de ahogarnos y de agobiar y torturar el alma. Entonces el alma se siente ayudada y resuenan en ella con una “connaturalidad” nueva las palabras del Señor: “No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis: porque la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido; fijaos en los cuervos: ni siembran, ni cosechan; no tienen bodega ni granero, pero Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves! Por lo demás, ¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un codo a la medida de su vida? Si, pues, no sois capaces ni de lo más pequeño, ¿por qué preocuparos de lo demás? Fijaos en los lirios, cómo ni hilan ni tejen. Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba que hoy están en el campo y mañana se echa en el horno, Dios así la viste, ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe! Así, pues, vosotros, no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis inquietos. Que por todas esas cosas se afanan los gentiles del mundo; y ya sabe vuestro Padre que tenéis la necesidad de eso. Buscad más bien su Reino y esas cosas se os darán por añadidura” (Lc 12,22-31).

De todo lo cual mana la alegría y la paz: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra clemencia sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera toda inteligencia custodiará vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo Jesús” (Flp 4,4-7).

Y también la capacidad de esperar con paciencia, de poseer una “imposible serenidad” con la que afrontamos la situación de estar esperando un bien inmenso, la realización del deseo de nuestro corazón que, humanamente hablando es imposible, pero que nosotros lo esperamos porque Dios nos lo ha prometido, y de vivir todo esto con una gran paz, sin impaciencias. La verdadera esperanza está ahí, en esta experiencia de una espera desmesurada, nunca cumplida y que, sin embargo, va siendo vivida en esta “imposible serenidad”. Esta experiencia es el inicio de la vida eterna, pues ella misma es el signo de que algo nuevo ha sido introducido en la historia humana, algo que hace posible que el hombre aspire al infinito sin despreciar el presente, sin volverse violento para conseguir el futuro y sin desesperarse o caer en el escepticismo.