Lo demoníaco y la filiación

A diferencia de los espíritus puros, el hombre, antes de ser maduro, conoce el “verde paraíso de los amores infantiles”. Los ángeles nacen adultos, libres y perfectos en el acto. Nosotros pasamos por esa edad de vulnerabilidad y de dependencia extremas y, por esa misma razón, de despreocupación también y de gozoso abandono. El Altísimo no podía haber encontrado nada mejor que ese paso por la infancia, que marca para siempre el fondo de nuestro ser, para preservarnos en lo posible del mal definitivo. Bernanos es de los que mejor se dieron cuenta de ello y por eso toda su obra gravita entre esas dos posibilidades contrarias de la infancia y de lo demoníaco. 

Desarraigar de uno mismo al niño pequeño que uno fue es intentar hacerse el ángel y, por ende, llegar a ser un demonio. Uno se contempla a sí mismo como especie de pleno derecho, sin vínculo alguno de dependencia con las demás criaturas, sin un origen que reconocer, salvo el que fabriquen las opciones tomadas como demiurgo de la propia vida. La frase de Bernanos sobre Hitler es significativa: “El señor Hitler no ha hecho más que realizar los sueños de su edad madura”. Los sueños de la edad madura son los de la dominación. Los recuerdos de la infancia son los de la admiración. Mientras que aquellos lo esperan todo de un acrecentamiento del propio poder, éstos aguardan un don que nos fascina y que nos lleva más allá. La memoria de esta edad primera se mantiene desde entonces como principio de las conversiones más elevadas: la infancia es en nosotros como una reserva, el recuerdo de lo posible, de cierta inocencia y, por tanto, para el hombre viejo que se zambulle en ella, la vuelta de cierta frescura y la posibilidad de volver a empezar otra vez. Puesto que no tiene infancia, puesto que nace adulto, el ángel no puede volverse atrás: sus opciones son irrevocables, se entrega a ellas sin moderación, sin potencialidad ninguna, sin el anclaje en esos comienzos que nos da la soltura para recomenzar una y otra vez hasta el umbral de la muerte, de reabrir en uno mismo la disponibilidad al misterio. 

Así pues, la infancia es en nosotros la fuente de la renovación -esa provisión de aceite que permite a las vírgenes prudentes estar abiertas a la venida incalculable. Si bien el espíritu de infancia no es sólo docilidad a una providencia paterna, disposición a la gracia -cosas que el ángel bueno también detenta- sino punto de apoyo para el arrepentimiento, posibilidad de retorno aun cuando se haya caído. Porque las caídas, en el niño pequeño, no duelen. Y sabe también desarmar la cólera de su padre echándose en sus brazos. 

La filiación implica también esa piedad que funda la comunidad fraternal. La gran tentación moderna, demo(nio)crática, es intentar construir una fraternidad sin padre, es decir, una comunidad de individuos puros, sin carga histórica, sin ese vínculo de carne que escapa a la elección. Porque uno no elige su familia, su lengua materna, ni siquiera su propio cuerpo, y la utopía libertaria sería verse como espíritu puro, sin el deber de asumir y purificar una herencia, verse incluso como demonio, queriendo reconocer en la autoridad del padre sólo el poder y no la ternura, sólo al que se impone y no al que instruye. Al diablo no le importa reconocer en Dios al Creador, pero reconocer en él al Padre, ¡eso no! Sobre todo cuando, después de que el Hijo eterno se hiciera carne, Dios se haya convertido en el Padre de esos sucios animales poco racionales, y Padre suyo tanto en el sentido espiritual como en el carnal: ¿cómo admitir esa fraternidad no buscada, esa comunión, no con una elite, sino con toda esa canalla de barro y sangre? 

La fe teologal se enraíza en esa realidad carnal de la filiación. Ser creyente es ser hijo. Y ser hijo es asumir libremente una historia que pasa por el cuerpo y que Dios transita físicamente con su gracia, a pesar nuestro y a pesar de nuestros crímenes, como revela en Mateo la genealogía de Cristo. Se dice en el último libro de la Torah: Por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres, por eso os ha sacado YHVH con mano fuerte (Dt 7, 8). No sólo por amor a nosotros, como pretenden el espiritualismo gnóstico y la amnesia fundamentalista, despreciando la carne y la tierra, la cultura y la historia, sino también por la fidelidad a la promesa hecha a nuestros padres, por medio de ese vínculo de las entrañas que nos obliga, contra toda tentación revolucionaria o demiúrgico, a alcanzar la novedad de los frutos a través de la veneración de las raíces (no sin la poda de las ramas). Sin ese arraigo filial, nuestra fe no puede hacer otra cosa que deslizarse hacia lo demoníaco. 

Esa fidelidad del Eterno al juramento hecho a nuestros padres nos recuerda que la fe, orientándonos hacia el Cielo, nos inscribe mejor en la historia. No es una sabiduría que se deduzca por sí misma, hace referencia, ante todo, a un acontecimiento (el del Mesías crucificado bajo Poncio Pilato y resucitado al tercer día según las Escrituras) y supone por tanto, el reconocimiento de un pasado común y de esa deuda infinita con la inmensa cadena de los testigos que se han ido sucediendo hasta llegar a mí.



Autor: Fabrice HADJADJ
Título: La fe de los demonios (o el ateísmo superado)
Editorial: Nuevo Inicio, Granada, 2009