Las claridades de la noche

“Loado seas mi Señor, por la hermana luna y las estrellas; en el cielo las has formado claras y preciosas y bellas” (San Francisco de Asís).

Valorizada religiosamente, soñada en profundidad, la noche se transforma en el símbolo de las profundidades inconscientes y nutricias del ser, en el símbolo femenino y maternal. Escribe Péguy: “Como el mar es la reserva de agua, la noche lo es del ser (…) ¡Oh Noche, madre de ojos negros, madre universal (…) Noche, hija mía la Noche, hija mía silenciosa, en el pozo de Rebeca, en el pozo de la Samaritana, eres tú quien sacas el agua más profunda del pozo más profundo”.

Es fácil ver, en efecto, que bajo el símbolo maternal y nutricio de la noche, el alma se confronta con sus propias profundidades nocturnas, las de su inconsciente y las de su misterio total. Las realidades de la noche son aquí el lenguaje de ciertas fuerzas ocultas del alma; y su esplendor “precioso” simboliza algún gran esplendor interior.

Nótese que, en el Cántico de las criaturas de san Francisco de Asís, “el hermano Sol” se valoriza en el sentido de la acción y del dinamismo –hace el día, irradia con gran esplendor-, mientras que “la hermana Luna y las Estrellas” son objeto de una valorización referida únicamente a su ser, a su sustancia. Ninguna función precisa, ninguna utilidad particular se les reconoce. Se celebran simplemente como “claras y preciosas y bellas” que son. Estas calificaciones sobrepasan el plano de la rentabilidad y traducen una apertura a una nueva dimensión, a un mundo interior de valores que no pertenecen al dominio del “hacer”, sino más bien al del “ser”.

Por entregado que esté al servicio de Dios, el varón no tiene acceso posible a la madurez espiritual, no sólo fuera de alguna influencia femenina que venga a sensibilizar su inteligencia y su voluntad y, de alguna manera, su alma, sino ni siquiera fuera de una acogida de la mujer como mujer, de un reconocimiento de su ser propio, de su vocación personal y de su dignidad espiritual, La mujer así acogida y amada por ella misma, allende el deseo, deja de ser un mito para convertirse en el símbolo de un misterio situado por encima de ella y cuya claridad, en sí inaccesible, pasa a través de ella.

Esta loa de la hermana Luna y las Estrellas sería, pues, el lenguaje inconsciente y simbólico de una de las experiencias más profundas de que el hombre es capaz: la espiritualización de las fuerzas oscuras, la transfiguración del Eros en Agape. La noche, la luna, la estrella han sido siempre símbolos femeninos. Este simbolismo rebasa la simple cuestión del género gramatical y se refiere a la resonancia de la imagen en las profundidades del alma, a su potencia onírica, a los grandes arquetipos, en una palabra, que despierta. La noche centelleante y sombría, la luna con sus fases creciente y menguante, la estrella destellante e inaccesible, han fascinado siempre a los hombres y les han hecho soñar.

Ahora bien, para el varón, el ser otro se manifiesta esencialmente en el rostro de la mujer. En realidad lo que estas imágenes femeninas de la noche, de la luna y de las estrellas simbolizan, no es tal persona, tal forma individualizada, sino el arquetipo femenino en su ‘sobrehumanidad’. Y también en su polivalencia y ambigüedad. El simbolismo femenino de la noche y de sus claridades puede figurar igualmente la vida y la muerte, el don y el deseo, el alma y la animalidad, la salvación y la perdición, el progreso espiritual y la regresión. Expresa siempre una confrontación del hombre con su “noche”, la noche de sus orígenes instintivos, la noche del deseo y del eros. Y esto puede ocurrir, ya pare encerrarse en ella, ya, por el contrario, para llevarle la luz del espíritu. En este último caso, la imagen de las claridades de la noche traduce la metamorfosis del alma que se abre a su misterio total, asumiendo y transfigurando sus potencias nocturnas.

La celebración de las claridades de la noche, que viene después de la celebración del esplendor del día, es el lenguaje de un alma que rehúsa monopolizar el sol, apropiárselo e instalarse en él “como en su casa”, y permanece abierto en su pobreza al misterio del ser en todo su espesor. Es el lenguaje de una apertura a las profundidades, a la parte nocturna de nuestro ser. Pero esta apertura es ya una metamorfosis del alma, una transfiguración que no puede expresarse sino en un gran símbolo cósmico femenino. En el varón, efectivamente, la evolución espiritual pasa por la experiencia vivida del Anima, del principio terrestre que encuentra en la mujer. La inteligencia objetiva del varón, su mundo racional de ideas, su actividad, están animados y son liberados por la mujer de su rigidez y de su parcialidad. Sólo cuando el hombre toma contacto con su Eros no racional, se transforma su Logos en Espíritu viviente. Para ello el hombre debe bajar del trono de su inteligencia y de su orgullo y reconocer en sí el principio femenino.



Autor: E. LECLERC
Título: El cántico de las criaturas
Editorial Franciscana, Aranzazu, Oñate, 1977 (pp. 102-112)