La esencia de lo demoniaco

La esencia del pecado no es la ignorancia ni la carne

Por decirlo todo, el verdadero problema es el siguiente: Satán es muy espiritual. Su naturaleza es, incluso la de un espíritu puro. No hay ni un gramo de materia en él. Ninguna inclinación personal hacia el materialismo. Así que, créanlo, la espiritualidad es su truco. De tal forma es su truco que, evidentemente, el Espíritu de la Verdad nos empuja más hacia lo carnal que hacia esa espiritualidad. El espíritu malo es siempre favorable a los ejercicios espirituales, siempre que no se trate de una espiritualidad de la Encarnación. 

La afirmación de la fe de los demonios cambia necesariamente nuestro enfoque acerca del mal moral, es decir, del pecado. A partir de ahora queda prohibida toda concepción gnóstica de la redención, así como toda reducción carnal del pecado. Por concepción gnóstica de la redención entiendo la idea de que el conocimiento especulativo o una técnica de autodominio serían suficientes para salvarse, lo que conduciría a reducir siempre el pecado a la ignorancia o a la debilidad, o dicho de otra forma, a nuestra condición carnal, siendo la carne a la vez el velo y el obstáculo. 

Esta visión de las cosas contaminó el pensamiento cristiano a través del estoicismo. Ser dueño de uno mismo, no dejarse sofocar por las pasiones de la carne y las representaciones erróneas del espíritu, ésa sería la única vía de salvación. Ahora bien, el demonio no tiene pasiones que desvíen su voluntad ni representaciones que falseen su inteligencia. Es perfectamente dueño de sí mismo. 


Quien hace a la carne responsable de todos los desórdenes “justifica al demonio”: éste estima que domar sus deseos carnales sería suficiente para hacerse bueno y olvida, por tanto, el mayor desorden, que es el orgullo. Quien hace del dominio de sí el non plus ultra de la moral cae en “el mayor de los vicios”: desconoce ese amor que nos arranca de nosotros mismos y nos hace llorar “a pesar nuestro” y rechaza, por tanto, la moral de la misericordia. Porque la verdadera moral no es una moral de éxitos. Es una moral de fracasos, de fallos, de esa miseria que la misericordia viene a aprovechar, de esa concupiscencia que nos hinca en tierra para que con  nosotros, pero también a pesar nuestro, la gracia venga a levantarnos. 

Conocimiento sin reconocimiento

El conocimiento que da Dios, que produce el Espíritu Santo, nunca se queda en un simple conocimiento, sino que conduce al reconocimiento, a la gratitud. Exige que se pase del conocimiento al reconocimiento, es decir, a lo que se sustenta en los reencuentros y en la acción de gracias. Porque la razón última de las cosas no es una razón, sino un amor. Los seres sustentan su existencia y su comunión en un don absolutamente gratuito, sin otro motivo que él mismo.

Por eso ataca el diablo esa relación. La encuentra insoportable. Le sugiere que todo es gracia, tanto en el orden natural como en el orden sobrenatural (gracia en sentido estricto). Lo convoca a una infinita gratitud. Ahora bien, según su propia lógica demoníaca, hace falta que todo sea una conquista. 

La caricatura demoníaca de la gracia

“Proclama mi alma su propia grandeza. Se alegra mi espíritu en mí, su propio salvador. Porque me he erigido como mi propio dueño. Desde ahora me dirán autónomo todas las generaciones”. Así dice el Magnificat de Satán. Todo está ahí: no quiere acoger la misericordia de Aquel que es; por eso se satisface con la misericordia de la nada. Dios lo creó gratuitamente. Que se atenga a ello: él obrará gratuitamente. Porque también tiene él su gracia. Pero no es la gracia del amor. Es la gratuidad de lo absurdo. Y ambas se parecen en que brotan ex nihilo, como el relámpago. Peor, para la primera, se trata de una creación ex nihilo, para la segunda de una nada ex nihilo. 

En lugar de una libertad que recibo al dar mi consentimiento a una alianza, una libertad que yo me otorgo cortando los puentes, porque la ruptura también puede ser indisoluble y la nada, en cierta manera, puede aparecer como un absoluto, más allá de las cosas, inmutable, impasible, inaccesible. Dios me ha creado sin que yo lo quiera. Pues bien, yo haré, en revancha, algo que él no quiera. Con una gratuidad análoga, con una invención también desprovista de motivos, aun cuando mi hace sólo consista en deshacer, aun cuando mi mejor placer me sumerja en una mala tristeza. La ‘descreación’ posee, en negativo, una gratuidad semejante a la de la creación. La “misericordia” que aniquila la miseria por medio de una negación inmediata puede fascinar más, incluso, que la misericordia que transfigura la miseria mediante una gracia laboriosa. 

Orgullo frente a Misericordia

De la misma forma que para estar en el séquito del Mesías, basta que el propio corazón, aunque sólo fuera en el último momento, no rechace el pequeño resplandor de verdad que se entrevé y que contiene implícitamente a la Verdad completa, para precipitarse tras Satán hace falta que el propio espíritu se enorgullezca contra lo que se ve de la Misericordia y que se recele de la Misericordia completa. El supremo interés del demonio es que yo me glorifique en mí mismo. Para él no se trata de impedir todo conocimiento de Dios, sino todo reconocimiento; no se trata de minar toda fe, sino la fe ‘enérgumena’ por caridad (Ga 5, 6). El ateísmo especulativo es para él un bien relativo, útil todo lo más. Es mucho mejor el ateísmo práctico: una gnosis que hincha, contra el ágape que edifica (1Co 8, 1). 

¿Qué es lo que en nosotros más alegra al diablo? Dicho de otra manera: ¿en qué consiste el pecado irremisible que se llama también blasfemia contra el Espíritu Santo? Pedro Lombardo distingue seis clases que serán retomadas por la Tradición: la desesperación, la presunción, la lucha contra la verdad conocida, la envidia por las gracias otorgadas a nuestros hermanos, la resolución de no hacer penitencia y la obstinación complaciente en los bienes mediocres. No hay, pues, necesidad alguna de cuernos y azufre: basta aprobar en una de esas seis asignaturas para obtener el diploma en satanismo agudo. Las seis tienen en común que designan la culpa de resistirse a la misericordia y que no manifiestan ni ignorancia ni debilidad, sino malicia en estado puro: se conoce la verdad, pero para no reconocerla en absoluto; se controlan las pasiones, pero para ser su único dueño. 

La verdad y el bien sin la misericordia

El genio diabólico no consiste tanto en rechazar el bien como en acapararlo para provecho propio (rezar sin respetar el orden divino, decía santo Tomás de Aquino). De esa forma extravía incluso nuestro deseo de hacer el bien aislando las bondades que la verdad vincula: la justicia sin misericordia, que se vuelve crueldad; la misericordia sin justicia, que se vuelve laxismo; la humildad sin magnanimidad, que se vuelve modestia perezosa; la magnanimidad sin humildad, que se vuelve activismo vanidoso… y, finalmente, la verdad sin amor, que es la fe de los demonios y el amor sin verdad, que es la filantropía del diablo. Corremos tras esas virtudes parciales que son vicios completos. Como decía Chesterton, las virtudes se han vuelto locas por haber sido aisladas unas de otras, obligadas a vagar cada una en soledad. Y así vemos a sabios apasionados por la verdad, pero su verdad es despiadada; a humanistas preocupados únicamente por la piedad, pero su piedad es, con frecuencia, mentirosa.

El anuncio de la verdad se tiene que realizar en el amor divino al prójimo, especialmente al pecador, no para tener razón, sino para estar con él –comulgando. Se trata menos de dar una lección que de acoger a un hermano. Eliminado ese impulso de comunión, por muy ortodoxa que sea nuestra palabra, procederá de un hálito impuro, poseerá un fondo demoníaco. Así es a menudo el “supercatólico”, que cae sobre el desdichado para desembucharle su catecismo. 




Autor: Fabrice HADJADJ
Título: La fe de los demonios (o el ateísmo superado)
Editorial: Nuevo Inicio, Granada, 2009