Reconciliarse con la propia historia

(El libro es una meditación que hace sobre su propia vida un hombre de setenta y un años, un judío ateo. Este hombre tiene un hermano encantador –Howie- que lleva cincuenta años de matrimonio feliz y estable con su mujer y sus cuatro hijos- mientras que él se ha casado y divorciado tres veces. De su primera esposa tuvo dos hijos –Randy y Lonny- que no le perdonan en modo alguno el que les abandonara a ellos y a su madre para casarse con otra mujer. De su segunda esposa –Phoebe, mujer abnegada y servicial en extremo- tuvo una hija –Nancy-, que es dulce, paciente y entregada, y que es la única que se preocupa un poco por la salud de su padre, salud que está cada vez más deteriorada. Nuestro personaje vive en una buena urbanización de jubilados y, para no divorciarse del todo de la vida, ha organizado unas clases de pintura en su propio taller, pues desde su jubilación laboral se ha dedicado a su hobby de toda la vida, la pintura)

Cuando ella (=Nancy, la hija de Phoebe, su segunda esposa) se sentó en la cama del hospital de su padre y lloró en sus brazos, lo hizo por muchas razones, la menor de las cuales no era el hecho de que él la hubiera abandonado cuando tenía trece años. Había ido a la costa para ayudarle, y todo lo que aquella hija serena y juiciosa pudo hacer era revivir las dificultades causadas por el divorcio y confesar la imperecedera fantasía de una reconciliación entre sus padres que había esperado durante más de la mitad de su vida.

-Pero es imposible cambiar la realidad –le dijo él en voz baja, mientras le frotaba la espalda, le acariciaba el pelo y la mecía suavemente en sus brazos-. Tómala tal como viene. Mantente firme y tómala como viene. No hay otra manera. 

Aparte de su hija, no había ninguna mujer en su vida. Ella nunca dejaba de llamarle antes de salir por la mañana hacia el trabajo, pero, por lo demás, el teléfono casi nunca sonaba. Ya no buscaba el afecto de los hijos habidos de su primer matrimonio; tanto ellos como su madre sostenían que nunca había hecho lo correcto, y ofrecer resistencia a la constante reiteración de esas acusaciones y a la versión que daban sus hijos de la historia familiar requería un grado de combatividad que había desaparecido de su arsenal. La combatividad había sido sustituida por una enorme tristeza. Si, en la soledad de sus largas noches, cedía a la tentación de llamar a uno u otro de ellos, luego siempre se sentía entristecido, entristecido y derrotado.

Randy y Lonny eran los que le hacían sentir más culpable, pero no podía seguir dándoles explicaciones acerca de su comportamiento. Lo había intentado a menudo cuando eran jóvenes, pero entonces eran demasiado jóvenes y estaban demasiado furiosos para comprender. ¿Y qué era lo que debían comprender? A él le resultaba inexplicable la emoción con que seguían insistiendo gravemente en condenarlo. 

Él le preguntó (a su hija Nancy) por los gemelos (hijos de Nancy), pensando en que ojalá siguiera aún junto a Phoebe, ojalá Phoebe estuviera con él ahora, ojalá Nancy no tuviera que trabajar tanto y pudiera cuidar de él en ausencia de una esposa abnegada, ojalá no hubiera herido a Phoebe como lo hizo, ojalá no hubiera sido injusto con ella, ¡ojalá no le hubiera mentido! Ojalá ella no le hubiera dicho: “Jamás podré confiar en que vuelvas a serme fiel”. 

En conjunto, se enteraba un poco tardíamente de que toda la audacia de Merete (= su tercera esposa, joven de veinte años, cuando él ya tenía cincuenta) estaba englobada en su erotismo y de que llevar al límite todo lo erótico entre ellos era su única finalidad subyugadora. Había sustituido a la esposa más servicial que podía imaginar por una esposa que se desmoronaba a la menor presión. Pero en el período que siguió a la ruptura, casarse con ella le había parecido la manera más sencilla de disimular el delito. 

Ya nada despertaba su curiosidad ni respondía a sus necesidades, ni la pintura ni su familia ni sus vecinos, nada excepto las mujeres jóvenes que por la mañana hacían footing y pasaban por su lado en el paseo entarimado. Dios mío, pensaba, ¡el hombre que fui! ¡La vida que me rodeaba! ¡La fuerza que tenía! ¡Sin la menor sensación de “otredad”! Hubo un tiempo en que fui un ser humano completo. 

Todos sus matrimonios habían sido un desastre, pero a lo largo de sus vidas adultas él y su hermano se habían mantenido verdaderamente fieles. A Howie nunca era necesario pedirle nada. Y ahora lo había perdido, y de la misma manera había perdido a Phoebe… y el único culpable era él. Como si no hubiera ya cada vez menos personas que significaran algo para él, había completado la descomposición de la familia original. Pero descomponer familias era su especialidad. ¿No había despojado a tres hijos de una infancia coherente y de la protección amorosa y constante de un padre como aquel a quién él mismo había idolatrado, que había pertenecido exclusivamente a él y a Howie, un padre que no había sido de nadie más?

Al darse cuenta de todo lo que había aniquilado, por sí solo y sin ninguna buena razón aparente, y, lo que era todavía peor, contra su misma intención, contra su voluntad, al pensar en su dureza hacia un hermano que nunca había sido duro con él, que jamás había dejado de sosegarle y acudir en su ayuda, en el efecto que había tenido en sus hijos su abandono de hogares… ante el humillante reconocimiento de que ahora estaba disminuido no solo físicamente sino convertido en alguien que no quería ser, empezó a golpearse el pecho con el puño, de forma cadenciosa a modo de autoinculpación, y solo por unos pocos centímetros no lo hizo sobre el desfibrilador. En aquel momento, sabía mucho mejor de lo que Randy o Lonny sabrían jamás dónde radicaba su insuficiencia. Aquel hombre, de ordinario ecuánime, se golpeaba enfurecido el corazón como un fanático al orar, y bajo los embates del remordimiento, no solo por aquel error sino por todos sus errores, todos los imborrables, estúpidos e inevitables errores, arrebatado por la desgracia de sus limitaciones pero actuando como si cada incomprensible contingencia de la vida fuese obra suya, dijo en voz alta: “¡Sin Howie siquiera! ¡Acabar así, y ni siquiera con él!” 

Muy bien, se había divorciado tres veces, había sido un marido en serie distinguido no menos por su entrega que por sus felonías y errores, y debería seguir arreglándoselas solo. A partir de entonces debería arreglárselas siempre solo. Incluso cuando era veinteañero, cuando él mismo se consideraba convencional, y hasta bien entrada la cincuentena, había recibido por parte de las mujeres toda la atención que podía desear; desde que ingresó en la escuela de arte, esa atención nunca había cesado. Era como si no estuviera destinado a otra cosa. Pero entonces sucedió algo imprevisto, imprevisto e impredecible: había vivido cerca de tres cuartos de siglo, y el estilo de vida productivo y activo había quedado atrás. Ya no poseía el atractivo viril del hombre productivo ni podían germinar en él los goces masculinos, y procuraba no echarlos mucho de menos. Durante cierto tiempo, y sin ayuda de nadie, había tenido la sensación de que el componente que le faltaba de algún modo regresaría para hacerle de nuevo inexpugnable y reafirmar su autoridad, que el derecho cancelado por error sería restaurado y que podría reanudar el camino allí donde lo había interrumpido solo unos años atrás. Pero ahora parecía que, como les sucede a todos los ancianos, se encontraba en un proceso de creciente disminución y tendría que pasar sus días sin sentido hasta el final tan solo como lo que era… los días y las noches inciertas y la obligación de soportar impotente el deterioro físico y la tristeza terminal y la espera, la interminable espera de nada. Así son las cosas, se decía, esto es lo que no podías saber.

El hombre que cruzó a nado la bahía con la madre de Nancy había llegado a donde jamás había soñado estar. Era el momento de preocuparse por la desaparición. Había alcanzado el remoto futuro. 

(Entonces se va a visitar la tumba de sus padres en el viejo cementerio judío)

No eran más que huesos, huesos en una caja, pero los huesos de ellos también eran los suyos, y se acercó tanto como pudo a los huesos, como si la proximidad pudiera unirle a ellos y mitigar el aislamiento surgido de la pérdida de su futuro y enlazarlo de nuevo con todo cuanto había desaparecido. Durante una hora y media, aquellos huesos fueron los objetos que más le importaban. Eran lo único que importaba, pese a la intrusión del deteriorado ambiente de aquel cementerio sumido en el abandono. Una vez que estuvo con aquellos huesos no podía dejarlos, no podía sino hablar con ellos, no podía sino escucharlos cuando le hablaban. Entre él y aquellos huesos había mucha comunicación, mucha más de la que existía ahora entre él y los que aún estaban revestidos de carne. La carne se disuelve, pero los huesos aguantan. Los huesos eran el único consuelo que existía para alguien que no daba ningún crédito a la vida ultraterrena y sabía sin la menor duda que Dios es una ficción y que esta es la única vida que tenemos.

No tenía la sensación de estar jugando a algo. No se sentía como si tratara de hacer que algo se convirtiera en realidad. Aquello era lo real, la intensidad de su relación con los huesos allí enterrados.

Su madre había muerto a los ochenta años, su padre a los noventa.

-Tengo setenta y un años –les dijo en voz alta-. Vuestro chico tiene setenta y un años.

-Muy bien –replicó su madre-. Has vivido.

-Mira atrás y repara lo que puedas reparar –le dijo su padre-, y saca el máximo provecho del tiempo que te queda.

No podía marcharse. La ternura estaba descontrolada. También el deseo vehemente de que todo el mundo viviera. Y de que todo comenzara de nuevo. 



Autor: Philip ROTH
Título: Elegía
Editorial: Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2006 (PP. 70, 81-82, 92, 104-105, 109, 130-133, 140-141)