Cómo se pasa de ángel a demonio

La fe de los demonios

¿Tú crees que hay un solo Dios? También los demonios lo creen y tiemblan (St 2, 19). La fe de los demonios consiste en una certeza especulativa, en un creer que esto es verdad, sin que esté en juego ningún abandono a la palabra del otro. Una fe sin confianza. Beda el Venerable explica esta distinción diciendo que una cosa es creer algo y otra cosa es creer en algo: “Creer que Dios es, creer que lo que él dice es verdad, eso pueden hacerlo los demonios. Pero creer en Dios, eso sólo se alcanza a los que aman a Dios, es decir, a los que no son cristianos sólo por el nombre, sino también por la vida y por los actos”. San Agustín subraya que la diferencia se encuentra bajo afirmaciones idénticas: “Pedro dice: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Los demonios dicen también: Sabemos quién eres, el Hijo de Dios, el Santo de Dios. Lo que dice Pedro lo dicen los demonios también: las mismas palabras, pero no el mismo espíritu. ¿Y dónde está la prueba de que Pedro decía de otra forma las mismas palabras? En que la fe del cristiano va acompañada de la dilección, la del demonio no. Los demonios hablaban de esa forma para que Cristo se alejara de ellos. Porque antes de decir: Sabemos quién eres, etc., habían dicho: ¿Qué tenemos nosotros contigo? ¿Has venido a destruirnos antes del tiempo señalado? Así pues, una cosa es confesar a Cristo para atarse a Cristo y otra es confesar a Cristo para arrojarlo lejos de ti”.

Santo Tomás de Aquino añade que el motivo por el que creen los demonios es distinto del motivo por el que creen los cristianos. El cristiano cree a partir de Dios que se revela: el Eterno mismo ilumina la inteligencia y la lleva a acoger una Revelación que supera sus fuerzas naturales. Ahora bien, los demonios, ante todo, no quieren nada que los sobrepase, tanto del lado de la voluntad como del de la inteligencia. Creen, y se enorgullecen de ello, a partir de su propia penetración de espíritu: más que de fe habría que hablar de “saber”. En lo demonios, la fe no es un don de la gracia, sino que se ven constreñidos más bien a creer por la perspicacia de su inteligencia natural. Bajo esta constricción, tiemblan, sin duda, como dice el apóstol Santiago, pero también experimentan esta gran satisfacción: poder descifrar un jeroglífico con el que la razón humana, por sus propias fuerzas, sólo puede romperse la cabeza. Es el placer de saberlo todo por adquisición, de conocerlo todo por posesión, de ser iluminado sin hacerse vulnerable a una luz más elevada que deslumbra y traspasa. 

Cómo se pasa de ángel a demonio: la soberbia y la envidia

El demonio sabe lo que hace mucho mejor que nosotros. Considerando únicamente el plano especulativo, es mejor teólogo que nosotros. No hay en él ninguna debilidad de la carne: no conoce la fatiga, no es aficionado al alcohol, no se complace en las obscenidades genitales, no tiene apetito desordenado pro los bienes materiales. Es casto y pobre sin votos, es decir, por naturaleza. Tampoco hay en él ignorancia alguna del lado de su inteligencia natural: no tiene necesidad de aprender a hablar, no va a la escuela, no ha de formular como nosotros arriesgados razonamientos. Por naturaleza, igualmente, es sabio sin esfuerzo, maestro sin rabí –lleva integrado en su sustancia misma el más potente motor de búsqueda. ¿Cuál es su mal, entonces? Exclusivamente espiritual. Lo expone san Agustín: “Es infinitamente soberbio y envidioso”.

Pero, de esos dos vicios, ¿cuál es el primero? Algunos Padres de la Iglesia, y no de los menores, insisten en la envidia. Estaría en el principio del pecado angélico. Algunos ángeles habrían cobrado celos de los arcillosos Adán y Eva, de que estuvieran también, como ellos, llamados a la bienaventuranza divina. San Bernardo tiene una página admirable acerca de este particular: “Lucifer, ‘lleno de sabiduría y perfecto en belleza’, pudo saber de antemano que un día habría hombres y que alcanzarían también una gloria igual a la suya. Pero además de saberlo de antemano, sin duda alguna lo vio en el Verbo de Dios y, en su rabia, concibo la envidia. Así es como proyectó tener súbditos rechazando con desdén tener compañeros. Los hombres, dijo, son débiles e inferiores por naturaleza: no les conviene ser mis conciudadanos ni mis iguales en la gloria”. Lo apreciable de esta tesis es que, en ella, el diablo se muestra puritano. Y nada lo motiva más que su puritanismo a empujar a los hombres a la lujuria, para revolcarlos mejor en ese vergonzoso fango y pavonearse en su superioridad incorpórea.

Aquí lo tenemos, por tanto, protestando: -¿Cómo? ¿Tenemos que soportar a esas paletadas de tierra en el Cielo? ¡Jamás! ¡Os lo juro! Mean y cagan, ¿y van a ser llamados a la misma gloria que los espíritus puros? Y no os digo lo peor: ¡Copulan! ¡Uf! ¡Entre los dos forman la bestia de las dos espaldas y vamos a tener que decir nosotros amén a esa monstruosidad como a no sé qué viscosa imagen de la Trinidad!... ¡Impidamos este absurdo! ¡Hagamos pensar que la carne es mala por sí misma o, al menos, que no tiene nada que ver con el espíritu!

San Agustín observa: “Algunos dicen que el demonio cayó de las moradas celestes porque envidió al hombre hecho a imagen de Dios. Pero la envidia sigue a la soberbia y no la precede: la envidia, en efecto, no es causa de orgullo, pero la soberbia sí da razones para envidiar”. La envidia de la que se trata supone el previo rechazo al designio generoso de Dios. Cuando los obreros de la primera hora se irritan porque los de la última hora reciban el mismo salario, rechazan primeramente la voluntad del dueño. Ese rechazo manifiesta la soberbia: quiero definir por mí mismo lo que debe ser el bien para mí. 



Autor: Fabrice HADJADJ
Título: La fe de los demonios (o el ateísmo superado)
Editorial: Nuevo Inicio, Granada, 2009 (pp. 68-71; 73-75)