Los hijos nos instruyen

En cuanto el espíritu empieza a desplegarse en el hijo, recibimos de él interrogaciones dignas de la metafísica más elevada: “¿Por qué hay tantos días? ¿Dónde van las noches? ¿Por qué siempre hay cosas? ¿Por qué yo soy yo y no soy él? ¿Por qué Dios es Dios?

Lo que yo había buscado en vano en algunos grupos artísticos: la energía, la gratuidad, al abandono a la Providencia, la alegría sin reserva y las penas sin medida, lo encuentro ahora ahí, entre el parque y el caballito balancín, gracias a mi hijo. Por gracia, la cuestión de la paternidad apenas preocupa a quien nos la otorga: “Para un niño, su padre será siempre infinitamente menos interesante que un caballo. Lo mejor que el pater puede hacer es dar precisamente la ilusión de ser un cuatro patas. A veces se da cuenta de ello, y entonces hace dócilmente el caballito” .

El monje que fue mi guía me animó en el sentido de esta ligereza. Cuando le presenté a nuestra primera hija al hermano Michel, en la abadía de Solesmes, me dijo simplemente: “Tiene usted en brazos ahora a su director espiritual”. Era excesivo. Pero hablaba como el Mesías. En lugar de decir: “Sed grandes como yo”, Jesús llama a un niño pequeño, lo pone en medio de los discípulos y declara: Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos (Mt 18, 2-3). Porque las chiquilladas son la seriedad suprema.

El niño nos atrae a una isla virgen fuera del continente civilizado. Nos ‘descondiciona’. Afloja las cadenas que nos someten a las reglas de una época y de un país, nos retira de las preocupaciones mundanas, de las complicaciones del decoro, de la angustia sexual. Nos permite así tomar cierta distancia respecto de las leyes ambientes, cuya pertinencia se ve así cuestionada, desacreditada o verificada. El niño prohibe al mundo cerrarse tanto en sus satisfacciones chatas como en sus engreídas ansiedades: “¿Qué habéis hecho con vuestra primera apertura contemplativa?”, pregunta con su sola presencia. “¿Son vuestros progresos verdaderos progresos si habéis matado ese impulso primero?” ¿Vale la pena que yo crezca?”

El hijo nos instruye, sin decir una palabra, sobre nuestra propia filiación: “La llegada de un hijo llama al amor de los padres a hacer memoria de la totalidad de su ser. Nunca se van a despertar en ellos con más profundidad, en tanto que adultos, su filiación y su origen, que tiene su fuente en sus propios padres” .

Con la adolescencia, las cosas se estropean.


Autor: Fabrice HADJADJ
Título: La profundidad de los sexos (Por una mística de la carne)
Editorial Nuevo Inicio, Granada, 2010, (pp. 180-183)