El corazón del hombre y el corazón de Jesús



La devoción y las devociones

Conviene distinguir entre “la” devoción y “las” devociones. En singular “devoción” significa una movilización de toda la personalidad del hombre para orientarla hacia Dios. “Las” devociones, en cambio, son los diferentes instrumentos, medios, objetos, prácticas, que se utilizan para avivar en el hombre “la” devoción, es decir, el encuentro con Dios. Aquí entran, por ejemplo, medios como el santo rosario, la práctica de los nueve primeros viernes de mes, el rezo de la coronilla o del rosario de la divina misericordia, el vía crucis y cualquier práctica de piedad.

Cada devoción cumple su función movilizando unos determinados resortes psíquicos del ser humano, y por ello es perfectamente comprensible que a unos hombres, por su manera de ser, les “vayan” más unos determinados “soportes exteriores” de la devoción que otros. pero suele ocurrir que quienes experimentan el influjo benéfico de una devoción tiendan a pensar que quienes no practican esa devoción, habiéndola conocido, no son buenos cristianos. De ahí que las devociones suelan ser fuente de malentendidos dentro de la Iglesia.

No fue, por lo tanto, casual, que en el mensaje de san Juan Pablo II en Paray-le-Monial, en 1987, el papa no hablara prácticamente del Sagrado Corazón, sino del Corazón de Cristo, optando así por remontarse a lo esencial del mensaje que santa Margarita María transmitió y dejando de lado las formas peculiares que utilizó y que, obviamente, correspondían a la sensibilidad espiritual de aquel momento.

Y digo esto porque voy a sostener la tesis de que la devoción al Corazón de Jesús es más una espiritualidad que una “devoción”, porque es una vía que conduce al centro de la revelación cristiana, conectando el centro del hombre con el centro de Dios. La palabra “corazón” expresa precisamente el centro de aquello a lo que se refiere (como cuando decimos, por ejemplo, “y así llegamos al corazón de la cuestión”). Por eso vamos a empezar reflexionando cobre lo que significa el corazón.

El corazón

El corazón indica siempre lo esencial. El gran mandamiento de Dios, en todas las traducciones de la Biblia, nombra en primer lugar el corazón: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…” (Dt 6,5; Mt 22,37). Las palabras que siguen pueden variar (“alma”, “espíritu”, “fuerzas”), son más o menos intercambiables. Pero el corazón es siempre el primero porque el “corazón” designa el centro más íntimo de la persona, el centro en el que toda la multiplicidad personal es todavía unidad. En efecto, la concepción bíblica del corazón se puede resumir en una frase: el corazón es el centro del hombre, el centro de la persona humana. 

El corazón es el lugar de donde saca el hombre todo lo que es bueno o malo en sus palabras, en sus pensamientos y en sus obras: “El hombre bueno saca el bien de la bondad que atesora en su corazón, y el malo saca el mal de la maldad que tiene, porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Lc 6,45). Por eso el corazón es el lugar donde Dios ha escrito la ley moral natural (Rm 2,15) y donde quiere escribir la ley de la gracia en la nueva alianza (Jr 31,33).

El carácter insondable del corazón humano

El carácter insondable del corazón significa que el hombre es más grande y más profundo que las cosas que puede controlar con su voluntad libre; que su ser alcanza profundidades misteriosas que van mucho más allá de lo que él puede conocer y que, por lo tanto, yo soy un misterio y un enigma para mí mismo, porque el hontanar de donde brotan todas las manifestaciones de mi ser, se me escapa de las manos. 

Y sin embargo es muy importante que el hombre conozca su propio corazón, porque sólo desde ahí, es desde donde puede entablar una relación auténtica con Dios, un culto “en espíritu y en verdad” (Jn 4,24), tal como el Señor le dijo a la samaritana (a la que, por cierto, ayudó a caminar hacia su propio corazón en un diálogo “duro”, en el que ella pretendía siempre evadirse). Las diferentes circunstancias de la vida y, de un modo especial, las dificultades y los sufrimientos, sirven para que cada uno vaya conociendo, poco a poco, lo que hay en su corazón y de este modo se vaya haciendo humilde, al conocer la verdad de lo que hay en él. Es lo que hizo el Señor con el pueblo de Israel, al que tuvo dando vueltas durante cuarenta años por el desierto, precisamente para que, en las dificultades del desierto, fuera conociendo lo que había dentro de su corazón y comprendiera que la tierra que iba a recibir era una pura gracia, tal como nos revela el libro del Deuteronomio: “Acuérdate del camino que el Señor te ha hecho andar durante cuarenta años a través del desierto con el fin de humillarte, probarte y conocer los sentimientos de tu corazón” (8,2); “No digas en tu corazón: por mi justicia me ha dado el Señor la posesión de esta tierra (…) Reconoce que el Señor, tu Dios, no te da posesión de esa buena tierra debido a tu justicia, pues no eres más que un pueblo de cabeza dura” (9,4.6).

Pues aunque yo no puedo conocer lo que hay en mi corazón directamente, sí puedo estar seguro de que cualquier cosa que yo vea que sale del corazón de otro hombre, también puede salir del mío. Los campos de exterminio nazis y los gulag soviéticos son, antes que nada, una posibilidad de mi corazón. Cualquier adulterio, robo, homicidio etc. que yo vea perpetrar a un hombre, debo saber que también puede ser mío, que también puede surgir de mi corazón. Y dígase lo mismo de la bondad, de la compasión, de la solidaridad, de la ternura, de la santidad. En la oración que los fieles dirigen en Jasna Gora a la Sma. Virgen María, se pide: “despierta en nosotros los corazones de los santos”. Es una bella petición; porque si dentro de cada uno de nosotros están Hitler y Stalin, también dentro de cada uno de nosotros está Francisco de Asís, Maximiliano Kolbe, Teresita del Niño Jesús o Catalina de Siena. El santo cura de Ars le pidió en una ocasión al Señor que le permitiera verse a sí mismo tal como era, asomarse a su propio corazón; el Señor se lo concedió en unos breves instantes y por poco se desespera. Seguramente el Señor le permitió ver los abismos tenebrosos que había en su corazón, como los hay en el corazón de todos los hombres, y San Juan María Vianney quedó horrorizado. Y sin embargo fue santo: dejó que la luz de Dios fuera disipando sus tinieblas interiores e inundando todo su ser. 

A causa de esos abismos interiores que hay en nuestro corazón y que todos llevamos dentro sin poderlos percibir claramente, el salmista ora diciendo: “Absuélveme de lo que se me oculta” (Sal 18,14). El salmo 138 expresa la confianza de que Dios –Él sí- conoce mi corazón y, Él sí, puede actuar eficazmente en él, sanarlo, enderezarlo (cosa que yo, desde luego, no puedo, porque a mí, mi corazón, con ser mío, se me escapa de las manos): “Señor, tú me sondeas y me conoces, me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos, distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares (…) conocías hasta el fondo de mi alma (…) Señor, sondéame y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos, mira si mi camino se desvía, guíame por el camino eterno”. Y también el salmo 25 suplica: “Escrútame, Señor, ponme a prueba, sondea mis entrañas y mi corazón” (25,2).

La salvación del hombre: un “trasplante” de corazón

Si tal es el papel del corazón en la vida del hombre, se comprende perfectamente que la obra de la salvación tenga que consistir en un cambio profundo del corazón del hombre, pues mientras no ocurra esto el ser humano seguirá traicionando al Señor, volviéndole de cuando en cuando la espalda. De ahí que ya el Deuteronomio anuncie: “El Señor tu Dios te circuncidará el corazón, a ti ya tu descendencia, de manera que tú ames al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma” (Dt 30, 6). Más tarde, el profeta Jeremías anunciará la realización perfecta y definitiva de la salvación en estos términos: “He aquí que vienen días –oráculo del Señor- en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano, para sacarles de Egipto; que ellos rompieron mi alianza, y yo hice estrago en ellos -oráculo de Yahveh-. Sino que ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días –oráculo de Yahveh-: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: ‘Conoced a Yahveh’, pues todos ellos me conocerán del más chico al más grande –oráculo de Yahveh- cuando perdone su culpa, y de su pecado no vuelva a acordarme” (Jr 31,31-34). Esta promesa significa una auténtica maravilla, porque cuando se realice ya no habrá necesidad de “aprender” la Ley del Señor, ni de mantener un duro combate interior para ser fieles a ella, sino que esa Ley estará escrita en el propio corazón y bastará “dejarse conducir” por él para actuar según la voluntad de Dios. 

El profeta Ezequiel profundizará todavía más en esta perspectiva y pondrá de relieve que esto sólo va a ser posible mediante un cambio de corazón, mediante lo que hoy llamaríamos un “trasplante de corazón”: “Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis mandatos” (Ez 36,26-27). El corazón del hombre está tan tarado por la inveterada costumbre del pecado, que el único modo de inscribir en él la Ley del Señor y conseguir así que la “espontaneidad” del hombre coincida con la voluntad de Dios, es arrancarle el corazón y poner en su lugar un corazón nuevo.

Pues bien, la fe cristiana proclama que esta maravilla ya se ha producido en Jesús, que el corazón de Jesús es ya un corazón verdaderamente nuevo, en el cual está inscrita la Ley de Dios, un corazón que une la libertad más alta con la obediencia más fiel a la Torah divina: el corazón de Jesús es la primera y más perfecta realización de la promesa divina anunciada por Jeremías. Jesús recorría el país anunciando, con palabras sencillas, lo que experimentaba en el fondo de sí mismo: “El reino de Dios esta ahí”. ¿Dónde? En cualquier caso en el corazón del hombre que hace este anuncio, donde es imposible encontrar la más mínima contradicción con la voluntad de Dios. Por ello en presencia de Jesús todo se vuelve diferente. Las almas se vuelven hacia él, los cuerpos se curan, incluso el mar y el viento le obedecen. La libertad que se une totalmente a la voluntad de Dios transforma el mundo. He ahí por fin un corazón humano en el que la Torah divina está tan profundamente grabada que no hace falta que nadie le instruya sobre ella. La palabra de la nueva alianza se cumple en Jesús. 

De modo que ahora ya sabemos en qué va a consistir la obra de la salvación del hombre: en un “trasplante” de corazón por el cual al hombre se le va a arrancar su viejo corazón, lastrado por el pecado, y se le va a implantar el corazón de Cristo. De tal manera que, a medida que avance la obra de la salvación en cada bautizado, éste irá teniendo “los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2,5), la misma “mente de Cristo” (1ª Co 2,16), hasta que llegue a poder decir “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). El “cirujano” que realiza esta operación es el Espíritu Santo.

El Corazón de Jesús es un corazón quebrantado

“Al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn 19,33-34). El corazón de Cristo fue atravesado por una lanza y desde entonces es un corazón permanentemente abierto, en el que siempre se puede entrar y salir con total libertad, porque en él no hay ninguna voluntad de posesión sino tan sólo hay Amor, el Amor del que se dice “Dios es Amor” (1 Jn 4,8). Para expresar esto fue atravesado el corazón físico de Cristo, y todo el que reciba el corazón de Cristo tiene que saber que recibe un corazón quebrantado, un corazón permanentemente abierto, jamás endurecido y cerrado. La obra de la salvación en nosotros exige de cada uno de nosotros la aceptación de vivir con un corazón así, con el corazón de Jesús.

“Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37) contiene una llamada a contemplar el Corazón de Jesús atravesado en la Cruz. Es un detalle que el evangelista narra con minuciosidad, con morosidad, porque quiere fijar la atención sobre él. Es curioso comprobar que Juan omite muchos hechos importantes de la Pasión (terremoto, rasgadura del velo del templo, resurrección de muertos, confesión del centurión) para hacer lugar a este episodio. Se comprenden las afirmaciones repetidas por la liturgia bizantina y por numerosos Padres y místicos, que consideran la apertura del Costado de Cristo como algo voluntario de parte suya. "Su Costado fue golpeado por la lanza porque Él lo quiso".

Nosotros aguardamos “la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo” (Tt 2, 13). Nuestra esperanza es, pues, una esperanza de felicidad, como es plenamente feliz Cristo resucitado que, sin embargo, mantiene sus cinco llagas abiertas. Quien había devuelto a la vida, en toda su integridad, en lo relativo al bios, el cuerpo de Lázaro, habría podido resucitar sin herida alguna. Ha sido, pues, una libre decisión suya el resucitar con las cinco heridas abiertas para mostrar que el Resucitado sigue siendo el Crucificado y que se puede ser plenamente feliz, teniendo el corazón traspasado. 

Esto nos tiene que hacer pensar cobre cómo concebimos nuestra felicidad, que normalmente imaginamos como una plenitud sin herida alguna, cuando en realidad estamos llamados a una felicidad con el corazón traspasado y abierto, como lo está el corazón de Cristo resucitado, que es plenamente feliz.

Y efectivamente la primera obra que el Espíritu Santo, el Padre de los pobres de espíritu, a los que les pertenece el Reino de los cielos, realiza en nosotros, consiste en quebrantarnos el corazón –“un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias, Señor”, dice el salmo 50 (19)-. El “corazón quebrantado” se opone al “corazón endurecido”, y el Reino de Dios sólo puede entrar en nosotros mediante este “quebrantamiento del corazón”. A través de este quebrantamiento nos alcanza la gracia, el Amor, y se nos hace patente nuestro pecado, no para sepultarnos en el remordimiento sino para sumergirnos en una inmensa gratitud. Es lo que ocurrió el día de Pentecostés cuando la gente que escuchó el discurso de Pedro (“este Jesús a quien vosotros habéis crucificado”) “al oír esto dijeron con el corazón compungido (…) ¿Qué hemos de hacer, hermanos?” (Hch 2,37).

Mientras no tenemos el corazón quebrantado, nuestro celo por el Reino de Dios, por la construcción de la Iglesia, es un celo “amargo”, porque se produce desde la dureza de corazón, rechazando el que el plan de Dios tenga que pasar por la fragilidad y la pobreza nuestra y de los hermanos. Entonces el demonio consigue que nos escandalicemos de los defectos, de los límites, de los pecados de nuestros hermanos, para que desesperemos de la obra de Dios. El corazón quebrantado –traspasado- es el corazón que no se escandaliza del pecado de los hermanos y que por eso acepta el plan de Dios, sin pretender que el hermano que peca está de más, que es inútil y molesto, y que todo iría mejor sin él. El corazón quebrantado sabe que Dios puede mostrarnos en cualquier momento lo precioso que es a sus ojos este hermano que a nosotros nos molesta. El corazón quebrantado es el corazón que comprende que Dios es más grande que nuestro corazón, que el designio divino nos supera infinitamente. Es lo que les ocurrió a los oyentes de Pedro el día de Pentecostés: comprendieron que no habían comprendido nada del plan de Dios, que no habían captado para nada el sentido de los acontecimientos de los días precedentes.

El corazón quebrantado nos permite ver nuestro pecado y el pecado de nuestros hermanos en una misma mirada que es una mirada de amor, llena de compasión, de paciencia, de misericordia. Es una mirada que capta al mismo tiempo la pobreza, la miseria y el pecado –tanto el nuestro como el del hermano- y la promesa de salvación que se nos da, la esperanza que no defrauda. En esta mirada consiste la pobreza de espíritu, la infancia espiritual, la madurez espiritual; pues sólo desde la pobreza de corazón se atreve uno a esperar para los demás y para sí mismo; sólo desde ella uno se dice a sí mismo que no hay nada fatal, que todo puede empezar de nuevo.

El corazón quebrantado nos permite perder nuestras ilusiones y acoger la esperanza. Entonces salimos de la adolescencia espiritual y aceptamos que no seremos nunca gran cosa, que hemos puesto trabas de mil maneras al Reino de Dios y que tal vez las seguiremos poniendo todavía hasta el final de nuestros días y que, a pesar de todo ello, aceptamos continuar caminando, volver a intentarlo cada día.