Conversación con Georges Steiner (I)

Sufrimiento y límites

Laure Adler Hay algo, señor Steiner, que evoca su amigo Alexis Philonenko en los Cahiers de l’Herne: ese brazo, esa deformidad, ese defecto físico; se refiere a ello diciendo que tal vez le haya hecho sufrir en la vida. Y a pesar de todo usted nunca habla de ello.

Georges Steiner Obviamente me resulta muy difícil tener un juicio objetivo al respecto. La clave en mi vida fue el genio de mi madre, una gran dama vienesa. Era multilingüe, claro, y hablaba francés, húngaro, italiano e inglés; era sumamente orgullosa en su fuero interno, pero no lo manifestaba; y tenía una increíble confianza en sí misma.

Yo tendría tres o cuatro años; no estoy seguro de la fecha precisa, pero fue un episodio decisivo en mi vida. Mis primeros años fueron muy difíciles porque mi brazo estaba prácticamente pegado a mi cuerpo; los tratamientos eran muy dolorosos, iba de un sanatorio a otro. Y ella me dijo: “¡Tienes una suerte increíble! Te librarás del servicio militar”. Esa conversación cambió mi vida. “¡Qué suerte tienes!”. Era extraordinario que se le hubiera ocurrido algo así. Y era verdad. Pude empezar mis estudios superiores dos o tres años antes que mis coetáneos, que estaban haciendo el servicio militar.

También eso fue, me parece, lo que me ha permitido comprender ciertos estados, ciertas angustias de los enfermos que no alcanzan a concebir los apolos, los que tienen la suerte de tener un cuerpo magnífico y una salud estupenda. ¿Cuál es la relación entre el sufrimiento físico y mental y ciertos esfuerzos intelectuales? No cabe duda de que todavía no la comprendemos del todo. No debemos olvidar que Beethoven era sordo, Nietzsche tenía migrañas terribles y Sócrates era feísimo. Es muy interesante tratar de descubrir en los demás lo que han podido superar. Cuando estoy cara a cara con alguien siempre me pregunto: ¿qué vivencias ha tenido esa persona? ¿Cuál ha sido su victoria o su gran derrota?

La lectura

La lectura requiere ciertas condiciones bastante especiales. La gente no suele darse cuenta. Para empezar, presupone mucho silencio. El silencio se ha convertido en lo más caro y lujoso del mundo. En nuestras ciudades (que en la actualidad funcionan veinticuatro horas al día: Nueva York, Chicago o Londres viven tanto de día como de noche), el silencio cuesta más que el oro.

Segunda condición: un espacio privado. En casa, un cuarto, incluso pequeño, donde uno pueda estar con un libro, donde podamos entablar ese diálogo sin la presencia de otros en el mismo cuarto. Se trata de una idea que no siempre se comprende. La maravilla de la música es que se puede compartir con muchos. Se puede escuchar en grupo, se puede escuchar con la gente que queremos, se puede escuchar con los amigos. La música es el lenguaje de la participación, no la lectura.

Y en tercer lugar, una idea terriblemente elitista: tener libros. Las grandes bibliotecas públicas han sido la base de la educación y de la cultura del siglo XX. Pero tener una colección de libros propios, que te pertenecen, que no se tienen en préstamos, es crucial. ¿Por qué? Porque es esencial leer lápiz en mano. Casi es posible definir al judío como aquel que siempre lee lápiz en mano porque está convencido de ser capaz de escribir un libro mejor que el libro que está leyendo. Es una de las grandes arrogancias culturales de mi pequeño y trágico pueblo. Hay que tomar notas, hay que subrayar, hay que luchar contra el texto, escribiendo al margen. Erasmo dijo: “El que no tiene libros destrozados es que no los ha leído”.

Ciencias y humanidades

No se puede ir de farol en matemáticas ni en la gran ciencia: o funciona o no funciona. No se puede hacer trampa. Alguien que se atreve a engañar sobre un experimento, un resultado o un teorema está acabado. De un día a otro, prácticamente, queda excluido de la comunidad de sus pares. Hay un rigor moral extremo. Se trata de una moralidad muy especial, una moral de la verdad.

Aborrezco el bluff, aborrezco el engaño de las humanidades. Para empezar nos enfrentamos a un problema filosófico fundamental. Un juicio crítico sobre música, sobre arte o sobre literatura no se puede probar. Si declaro que Mozart es incapaz de componer una melodía (hay gente que lo piensa), puede decir que soy un tontorrón, pero no puede refutarlo. Cuando Tolstói dice que “Lear es un melodrama totalmente malogrado escrito por alguien que no tiene ni idea de lo que es la tragedia” (es una cita exacta), uno puede decir: “Lo siento, señor Tolstói, está usted completamente equivocado”. Pero no podemos refutarlo. En el fondo es algo horrible: los juicios no pueden refutarse. Se dice que a la larga se forma un consenso, es verdad. Pero eso no prueba nada: el consenso también puede estar equivocado. Así que en los juicios estéticos siempre hay algo efímero, profundamente efímero. Y si nombrara los cinco o seis nombres más importantes para mí, digamos, de la literatura actual, cuatro o cinco serían hoy completamente desconocidos para personas muy cultivadas, buenos lectores, el público supuestamente “ilustrado”.

Además no hay que olvidar, por supuesto, que, por razones que no alcanzamos a comprender, la gran experiencia artística, literaria y estética está más allá del bien y del mal. A medida que se acerca el final de mi vida, trabajo más y más en los siguientes problemas: “¿Por qué la música no puede mentir?” y “¿Por qué las matemáticas no pueden mentir?”. Pueden equivocarse, qué duda cabe. Pero es algo distinto. La música puede presentar un personaje que miente, un Yago en Verdi, por ejemplo. No creo que la música sea capaz de mentir. Y eso le da, a mi modo de ver, un peso realmente importante si se la compara con la palabra. Porque el lenguaje lo permite todo. Es algo espantoso en lo que no solemos reparar. Se puede decir de todo, nada nos ahoga, nada corta nuestra respiración cuando decimos algo monstruoso. El lenguaje es infinitamente servil y no tiene –a eso se debe el misterio- límites éticos.

La ambigüedad moral de las humanidades

¿Es posible (formulo esta hipótesis después de sesenta años de magisterio y de amor por las letras) que, tal vez, las humanidades puedan volverle a uno inhumano? ¿Qué, lejos de hacernos mejores (por decirlo con total ingenuidad), lejos de aguzar nuestra sensibilidad moral, la atenúen? Nos alejan de la vida, nos dan tal intensidad con la ficción que a su lado la realidad pierde color. Y si eso es verdad, entonces ya no sé qué hacer, ¿Cómo hallar un método para vivir los grandes textos, los grandes cuadros, la gran música, el gran teatro, y al salir de esa experiencia ser más sensible, si se puede, a la experiencia humana? Tiene que haber un método, tiene que haber personas capaces de conseguir algo así. Pero prácticamente no he conocido a ninguna.

A veces vamos a ver una película a mediodía –lo he hecho a veces estando de viaje, para pasar dos o tres horas-, y cuando salimos del cine, a plena luz del día, hay momentos de náusea de irrealidad. Es difícil describirlo. Y me pregunto si, saliendo de la gran experiencia del arte, no hay momentos parecidos de náusea de irrealidad que nos impiden comportarnos como seres humanos más eficaces.

Sólo sé una cosa: los campos de exterminio, los campos de Stalin y las grandes masacres no han venido del desierto de Gobi, se deben a la alta civilización rusa y europea, se deben al centro mismo de nuestros mayores logros artísticos y filosóficos; y las humanidades no han ofrecido resistencia. Al contrario, hay muchos casos de grandes artistas que han colaborado, alegremente, con lo inhumano.

Hay una gran ocurrencia de Picasso. Se acuerda usted del oficial alemán que visita su estudio, durante la ocupación, ve el Guernica y le dice: “¿Eso lo ha hecho usted? – No, ¡lo hicieron ustedes!”. Es una salida estupenda. Pero se trata del mismo Picasso que defiende a Stalin en un momento en que el horror del Gulag y de las masacres estalinistas era innegable.

Así pues, para la gente sencilla como yo, es mejor tratar de escuchar, de aclarar las cosas, sin tener la arrogancia de declarar: “¡He aquí la respuesta! ¡Lo tengo!”. Al final de mi vida solo puedo decir: “No, no lo he comprendido”.

L. A. ¿Qué podemos hacer frente a esa inhumanidad?

G. S. ¡Oh! Un millón de cosas. Podríamos decir al pequeño déspota fascista de Birmania: “Le vamos a aplastar si no acaba con eso y si no permite, tras unas elecciones, que se establezca un gobierno representativo”. Podríamos decir a Sudán: “Como lance usted sus bandas asesinas sobre seres que ya están muriendo de hambre y de sed en el desierto, le derrocamos…”. El poder de las grandes potencias es infinito, comparado con el de ciertos regímenes increíblemente sádicos, increíblemente primitivos. Podrían hacerse tantas cosas.



Autor: Georges STEINER
Título: Un largo sábado. Entrevistas con Laure Adler
Editorial: Siruela, 2016 (pp. 11-16; 22-24; 83-85; 99-101)