La belleza traicionada

El hombre que no se asombra ya no es hombre. Pero para asombrarse, el hombre necesita de una belleza delante de sí, de una belleza que no produce él, que no posee, es decir, una belleza donada. El verdadero misterio de la belleza que identifica el hombre desde el origen es su gratuidad. El hombre está hecho para percibir y acoger la belleza como don, para reflejar y por tanto manifestar la belleza como gratuidad dada, como gratuidad de Otro.

El relato del Génesis no ha olvidado esto cuando describe la dinámica del pecado. Hasta ese momento toda la creación llenaba de asombro a Adán y a Eva. Incluso entre ellos, sobre todo entre ellos, no se miraban con concupiscencia, es decir, con deseo de poseer y de construir la belleza del otro, sino con asombro, es decir, poseyéndose mutuamente como belleza donada, como don de Otro. La posesión entre ellos no agotaba el asombro, y por tanto el goce, porque no agotaba la naturaleza de don que tiene toda criatura, la belleza inagotable de lo que es dado por Otro.

La primera rendición de Eva a la tentación, y quizá el verdadero pecado original, no fue tanto consumir el fruto prohibido, sino la mirada en la que el asombro original se corrompió reduciéndose a concupiscencia, y la belleza que había donado el Misterio se desnaturalizó convirtiéndose en belleza juzgada y calculada por el hombre: “Entonces la mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia; así que tomó de su fruto y comió. Luego se lo dio a su marido, que también comió. Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron” (Gn 3,6-7).

La mirada de los primeros padres que reducía la belleza del fruto prohibido a una valoración calculada por ellos mismos y no por el Dios infinito que lo creaba y lo donaba, esta mirada concupiscente, carente ya de asombro, hirió toda la belleza de la creación. La hirió allí donde toda belleza tiene sentido y se cumple, es decir, en el corazón del hombre hecho para asombrarse de todo aquello que es donado por Dios. Porque incluso el fruto prohibido había sido donado, y la prohibición de comer no quitaba nada a su belleza donada al hombre, es más, la exaltaba, acentuaba su misterio. Creaba un espacio de deseo más grande, una duración sin medida del asombro, una educación, un entrenamiento para hacer el asombro más intenso.

¿En qué se convierte el asombro cuando es traicionado, cuando la concupiscencia posesiva lo hiere? ¿Qué reemplaza al asombro en el corazón humano cuando la avidez lo aplasta y lo destruye?

En el relato del Génesis, el primer sentimiento que aflora en el corazón del hombre pecador después de la traición del asombro es el miedo. «Cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, Adán y su mujer se escondieron de la vista del Señor Dios entre los árboles del jardín. El Señor Dios llamó a Adán y le dijo: “¿Dónde estás?”. Él contestó: “Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo y me escondí”» (Gn 3,8-10).

No dice: “me dio vergüenza porque estaba desnudo”, sino “me dio miedo”. La realidad, que antes era solo bella y buena, que antes te hacía contener la respiración por el asombro como a los niños, ahora quita el aliento y agita el corazón que antes ensanchaba de alegría. Ahora la realidad da miedo, es enemiga. Ya no es misterio: es incógnita. Ya no es cielo abierto lleno de estrellas, o de sol, sino “selva oscura”, como diría Dante, de la que solo se espera peligro, amenaza y muerte. La belleza ha sido traicionada y en vez del asombro tenemos el miedo.

“Oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de brisa” (Gn 3,8). Solo es una imagen, una concepción casi infantil de Dios, tal y como un niño podría dibujarla. Pero esta imagen lo dice todo sobre la belleza que Dios ofrece al hombre. Un Dios que entra en la creación, que visita al hombre y a la mujer –se diría que se invita a cenar- que viene a gozar de la belleza de la creación junto con el hombre. Y que, de esta forma, permite a la criatura humana poder gozar de la belleza de Dios, mientras Dios goza de la belleza de Adán y Eva, en la alegría serena de una velada con amigos, en la alegría de estar juntos, de gozar juntos de la brisa de la tarde, de la fragancia de las plantas y las flores, del canto de los pájaros, de los colores, de la luz del atardecer. 

¡No hay nada más bello que una experiencia de belleza total compartida en la belleza de la amistad, es decir, en esa relación en la cual el otro es bello y bueno para mí, es un bien, una belleza para mí, y yo para el otro! ¡Y el hombre tiene miedo de esto! ¡Tiene miedo de la belleza de Dios con el hombre! Podemos comprender que cuando se tiene miedo de esto, cuando se pierde la relación de asombro confiado delante de esta realidad, que es la realidad de las realidades, entonces todo se corrompe, todo empeora, todo se desnaturaliza, todo enloquece. Si se tiene miedo de esta realidad de un Dios amigo del hombre, se tiene miedo de todo, se pierde la relación razonable con toda la realidad, con uno mismo y con todo.



Autor: P. Mauro-Giuseppe Lepori OCist.
Título: "Heridos por la belleza"
Ponencia desarrollada en el Encuentro Madrid.
22 abril 2017

http://www.encuentromadrid.com/em/heridos-la-belleza-p-mauro-giuseppe-lepori-ocist