El pecado de los ángeles


ÁNGELES Y HOMBRES EN EL DESIGNIO DE LA GRACIA: LA INVERSIÓN DEL ORDEN NATURAL 

En el orden de la creación, el ángel es el primogénito según la perfección natural. Sin embargo, en el orden de la gracia, en el designio salvífico divino, el hombre es el heredero de Dios, el heredero del mundo futuro, y los ángeles entran en esta herencia como servidores del heredero, exactamente como servidores de la conducta providencial del hombre en camino hacia su felicidad en Dios. Aunque los ángeles son los hermanos mayores, Dios no los ha nombrado a ellos herederos, pues en la historia de la salvación ocurre, a menudo, que es el pequeño quien hereda, sin que ello signifique la supresión de la primogenitura del mayor. Pero Dios se complace en hacer que el mayor, precisamente porque es el más grande, el más fuerte, entre en la herencia a través del pequeño. Es un modo divino de recordarle que es el mayor por pura gracia y que su derecho de primogenitura no es un derecho que él pueda reivindicar frente a Dios. Dios se complace en retomar a contrapelo la jerarquía natural en su designio de gracia “para que ninguna criatura pueda gloriarse ante Él” (1 Co 1,29).

El ángel está por lo tanto referido al misterio de la filiación divina por gracia, misterio que alcanza en el hombre su punto culminante. ¿Por qué en el hombre? Probablemente porque para el hombre es más fácil, en razón de su misma pobreza, recibir más plenamente la gracia y dejarse atraer con más agradecimiento hacia la paternidad misericordiosa de Dios. El ángel, en cambio, dado que es el hermano mayor y que está siempre junto al Padre, posee hacia Él un temor reverencial tan grande, una veneración tan inmensa, que tal vez le dificulta llegar al corazón del Padre y se considera únicamente como servidor: la conciencia tan aguda de la transcendencia divina que posee, le dificulta ir más allá.

EL PECADO DE LOS ÁNGELES

La aceptación de este designio de gracia constituyó la prueba ante la cual tropezó Lucifer. Para que los ángeles tuvieran siempre muy presente que su perfección es un don de amor, una gracia, Dios quiso que su misterio trinitario se reflejara, no en las criaturas incorporales (los ángeles), sino en la criatura espiritual encarnada que es el hombre. No es por azar por lo que empleamos para la Trinidad términos como “Padre”, “Hijo” y “generación”; términos que, por muy imperfectos que sean para dar cumplida cuenta del misterio trinitario, constituyen sin embargo las palabras que Él ha inspirado y a través de las cuales Él se ha revelado en la Biblia. Pues estos términos expresan algo de ese misterio trinitario, reflejado en la única naturaleza humana que se comunica y existe en diversas personas. Aunque la imagen sea muy lejana, pues las personas divinas no son individuos, como lo son las personas humanas, sin embargo dice algo a propósito de un tipo de unidad que no conoce el mundo angélico: la unidad entre varios sujetos en una misma naturaleza.


El ángel conoce los atributos y las perfecciones de Dios todopoderoso y creador, pero no conoce por sí mismo el corazón del Dios trinitario. Para ello necesita hacer un acto de fe, de esperanza y de caridad, que constituye para él una prueba temible, porque tiene que hacerlo en un solo acto libre en el que se juega su destino eterno. Por lo que la Biblia deja intuir sobre la “envidia del diablo” (Sb 2,24), este acto de fe no se hizo sin referencia a la aceptación del designio de gracia divino, es decir, de su voluntad de hacer heredero al hombre y de constituir al ángel en servidor del hombre de cara a la realización de ese designio. Pues nunca es fácil para el mayor servir al menor. Es el mismo caso de una parte del pueblo de Israel en relación a los paganos, tal como la parábola del hijo pródigo pone de relieve.

La clave del pecado de los ángeles no reside en una oposición a la omnipotencia divina; al contrario, lo que Lucifer y sus ángeles quieren es que Dios sea Dios y manifieste el esplendor de su majestad; y lo que no aceptan es que Dios sea Padre en relación al hombre. Al no aceptarlo se excluyen ellos mismo del único designio de adopción filial. El fondo de la cuestión es el rechazo a aceptar que la omnipotencia divina, de la que los ángeles tienen un conocimiento directo, se ordene por completo a un designio de amor e incluso de misericordia por el que Dios quiere adoptar al hombre para hacer de él el rey de la creación. La fiesta de la Asunción de María y la aparición de la Mujer del Apocalipsis, que tiene la luna y las estrellas a sus pies (alusión a los ángeles que presiden el orden natural del cosmos), muestra que la humanidad –en la persona de María- desempeña un papel absolutamente central en el designio de adopción filial.

Así pues parece que el pecado del ángel ha consistido en un pecado de orgullo que se ha traducido en un pecado de envidia hacia el hombre. El orgullo del diablo no le empujaba a querer ser igual a Dios. De hecho el diablo, en la Biblia, es muy servil con Dios (cf. Jb 1), no es, de ningún modo, un Prometeo. Su orgullo ha consistido en el deseo se ser preferido por Dios, en razón de la perfección de su naturaleza espiritual. Lucifer se vuelve “homicida desde el principio” (Jn 8,44): al hacer pecar al hombre, intenta mostrarle a Dios que se ha equivocado en su preferencia de gracia hacia el hombre. Se vuelve también “acusador” (Ap 12,10), atrayendo la mirada divina sobre todo lo que el hombre hace mal. Y todo este esfuerzo diabólico tiene como finalidad hacer a los hombres indignos de la elección de Dios, para ver si consigue que Dios reconozca que se ha equivocado en esa elección y que debe preferir a quienes poseen una perfección puramente espiritual. Al obrar así olvida que esa perfección es también un don, una gracia: “¿Qué tienes tú que no hayas recibido?” (1Co 4,7).

a) La posibilidad de que los ángeles pequen

La posibilidad de que los ángeles pequen proviene de su condición de creatura: al haber sido sacados de la nada hay en ellos, como en toda criatura racional, una tendencia natural a regresar a la nada de la que han sido sacados; es decir, existe en ellos una potencialidad por la que la privación y el mal pueden introducirse. Santo Tomás, que ha examinado en numerosas ocasiones esta cuestión, explica que toda criatura racional, moral, es por naturaleza capaz de pecar. La impecabilidad no puede ser para ella más que un don sobrenatural. Porque una acción es buena moralmente hablando cuando es conforme con la regla de moralidad que define las finalidades profundas de cada ser y por lo tanto las condiciones de su realización. Ahora bien, esta regla es, en último término, la ley eterna, la sabia y amorosa voluntad de Dios. Pecar consiste en separarse de esta regla. Dios no puede pecar porque él mismo es la regla de su acción. Pero ninguna criatura se identifica al Regla moral porque ninguna es su propio origen ni tampoco su propio fin, y todas ellas debe ajustar su conducta a un principio extrínseco a su ser (la voluntad de Dios), lo que implica la posibilidad de no ajustarse a él, es decir, de pecar.

En los hombres, el pecado suele ir acompañado, con frecuencia, de un error en el juicio por el que la inteligencia presenta como un bien a la voluntad algo que en realidad no lo es. Sin embargo la inteligencia de los ángeles no se puede equivocar en la apreciación de las cosas, porque el ángel no posee pasiones que turben su inteligencia, de modo que los ángeles no pueden desear sino lo que es bueno. Pero los ángeles pueden hacer mal una elección de un objeto bueno, por hacerla, por ejemplo, sin tomar en consideración la regla suprema. En ese caso el mal no viene del objeto, que es bueno, sino del hecho de que se le ha elegido sin tomar en consideración la regla superior que debe regular todas las elecciones. Por ejemplo, rezar es un acto bueno, pero rezar sin tener en cuenta las disposiciones litúrgicas de la Iglesia (decir las completas al amanecer), convierte ese acto bueno en malo. Así ocurre con el pecado de los ángeles: los ángeles que han pecado han amado su propio bien (lo cual es un objeto en sí bueno) pero sin considerar la voluntad de Dios que los llamaba a otra cosa.

Se puede objetar que, tal como hemos explicado, los ángeles aman naturalmente a Dios por encima de todo, como fuente y fin de su ser. ¿Cómo podrían, entonces, separarse de Dios? Santo Tomás responde diciendo que una cosa es amar a Dios como principio del ser natural del ángel y otra cosa amarlo como objeto de la felicidad sobrenatural. El ángel no puede dejar de amar a Dios naturalmente como fuente de su ser, pero puede rechazar a Dios como objeto de una amistad que éste le propone por gracia. En el plano natural, el ángel no puede pecar; pero sí puede hacerlo cuando es llamado a transcenderse en el orden sobrenatural.

b) La esencia del pecado del ángel no es la lujuria ni la envidia sino el orgullo

¿Cuál es la naturaleza específica, la esencia, del pecado de los ángeles que está en el origen del surgimiento del mundo demoníaco? Al principio se pensó que se trataba de un pecado de lujuria en base al texto de Gn 6, 1-2. Pero ya en la época patrística se criticó esta hipótesis. Después surgió la teoría de que se trató de un pecado de envidia o de celos, en base a la afirmación de que “por envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sb 2, 24). San Ireneo de Lión apoyó esta interpretación así como san Bernardo que sostiene que el diablo se rebeló contra Dios porque no pudo soportar la elevación del hombre al mismo rango de gloria que él: “Los hombres, dice Satán, son débiles e inferiores por naturaleza: no les corresponde ser conciudadanos míos, ni iguales a mí en la gloria”. Y por otro lado está la tesis de san Agustín según la cual la esencia del pecado del diablo es el orgullo, es decir, el amor desordenado de la propia excelencia, del propio bien, no porque sea un bien sino porque es mío y me distingue de los demás (cf. Si 10, 12-13). Citando “la raíz de todos los males es la avaricia” (1Tm 6, 10), san Agustín comenta: “Si nosotros entendemos por avaricia, en el sentido general del término, el sentimiento que lleva a alguien a desear más de lo que necesita para buscar su propia excelencia” y atribuye esta actitud al diablo.

Santo Tomás se inscribe en la tradición agustiniana y define el pecado del ángel como un pecado de orgullo, interpretando las otras hipótesis en función de este principio: de la fuente envenenada del pecado de orgullo deriva inmediatamente el pecado de envidia o de celos. Ya san Agustín había precisado que la envidia sigue al orgullo, no lo precede, porque la envidia no da motivo para enorgullecerse mientras que el orgullo da razones para la envidia. Santo Tomás ve en el rey de Babilonia que dice: “Al cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono” (Is 14, 13) una figura de Lucifer, y en la sugestión diabólica susurrada a Eva -“seréis como dioses” (Gn 3, 5)- como un eco del pecado de orgullo del ángel. El pecado de orgullo del ángel no ha consistido en querer ser Dios en el sentido de no depender de nada pura y simplemente, porque el ángel sabe muy bien que él no puede existir sino recibiendo su ser del Ipsum Esse que es Dios. El ángel pecador es orgulloso pero no es tonto. Su pecado ha consistido en querer ser semejante a Dios en cuanto que Dios es para sí mismo, por naturaleza, su propio fin, es decir, ha consistido en haberse fijado como propio fin el que él podía alcanzar con sus propias fuerzas naturales, lo que implicaba el desprecio de la oferta divina de una bienaventuranza sobrenatural.

Satán conocía el valor objetivo de la oferta divina, pero veía en ella algunas condiciones que no estaba dispuesto a aceptar. En primer lugar, el hecho de que esta oferta divina debía ser recibida como una gracia a través de un abandono a Dios en la oscuridad de la fe. Y en segundo lugar que esta oferta divina estaba también ofrecida a los hombres, con lo que las desigualdades de la naturaleza entre ángeles y hombres, quedaban relativizadas por la común vocación sobrenatural de ambos. A Satán estas condiciones le parecieron humillantes y prefirió permanecer el primero en un orden inferior antes que convertirse en uno más de un orden superior. Esta actitud revela la naturaleza del orgullo como voluntad de dominar solo la propia vida: el ángel pecador ha preferido quedarse con lo que él dominaba según su propia naturaleza antes que abrirse a la llamada divina y “avanzar mar adentro” dejando en manos de Otro (de Dios) el cumplimiento sobrenatural de su ser. Lo cual nos instruye sobre el carácter demoníaco de cierta actitud “naturalista” que, revistiéndose de la apariencia de modestia, rechaza la vocación sobrenatural del hombre y “se conforma” con una realización puramente inmanente, humana. También nos advierte de que ciertas resistencias a seguir caminando, a seguir avanzando en la vida espiritual, con los nuevos equilibrios psicológicos y espirituales que ese progreso nos exigen, no sólo pueden ser fruto de la pereza y del cansancio propio de la edad, sino que también pueden contener una dimensión demoníaca de rechazo de la vocación sobrenatural a la que Dios nos ha llamado.

c) El ser de los ángeles que han pecado: consecuencias

Los demonios no dejan de ser ángeles y de poseer todas las perfecciones naturales que definen el ser angélico. Por lo tanto los demonios son personas en el sentido metafísico del término, es decir, sujetos individuales de naturaleza espiritual, que constituyen un centro de ser y de obrar. Sin embargo, contrariamente a la vocación de la persona, esta perfección ontológica no se desarrolla, en ellos, mediante la comunión con los otros seres espirituales y con Dios, sino que, al contrario, ellos trabajan para arruinar toda relación auténtica entre las personas reduciéndolas a su propio confinamiento individual: ellos buscan la ruina del ser personal, y por eso es tan típico de los demonios el presentarse sin rostro.

Otra consecuencia del pecado de los ángeles es el ofuscamiento de su inteligencia que, a consecuencia del pecado, aunque no pierde el conocimiento natural de la verdad, ni tampoco el conocimiento sobrenatural puramente especulativo (es decir, el conocimiento de aquellas verdades sobrenaturales que Dios haya tenido a bien revelar a los ángeles), sí pierde en cambio el conocimiento sobrenatural afectivo y sabroso del misterio de Dios, conocimiento que está fundado sobre la caridad y que remite al don de sabiduría: es en relación con este tipo de conocimiento como se afirma que la inteligencia demoníaca está ofuscada y llena de tinieblas (y no en relación a los otros dos tipos de conocimiento).

Una tercera consecuencia es la obstinación en el mal que el pecado produce en los ángeles y que hace que para ellos no haya redención posible, tal como ha definido la Iglesia en contra de la teoría de Orígenes según la cual el castigo de los demonios sería temporal y, al final, toda la creación sería íntegramente restaurada en Cristo. La razón por la que esto es así no es un defecto de la misericordia divina sino el simple hecho de que Dios respeta la naturaleza del ángel. A diferencia del hombre, cuya voluntad libre puede cambiar de objeto porque su elección depende de una actividad intelectual que es discursiva, progresiva y cambiante, el ángel, en razón de su naturaleza puramente espiritual, está situado, de manera inmediata, en presencia de todo lo que puede conocer, de tal manera que su libre elección se fija, también de manera inmediata, de modo inmutable, total e irreversible, sobre el objeto de su elección: ésta es la razón intrínseca de la obstinación de los demonios y por eso en ellos es imposible el arrepentimiento, lo que hace imposible que su pecado sea perdonado. Como afirma el Catecismo, citando a san Juan Damasceno, “no hay arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte” (nº 393).

Finalmente una cuarta consecuencia del pecado de los ángeles es el sufrimiento en el que ellos entran a causa de él. Este sufrimiento es de orden espiritual y consiste, según explica santo Tomás de Aquino, en una “repugnancia activa de la voluntad en relación a lo que es o no es”. Los demonios son “alérgicos” a lo real, porque desean un mundo distinto del mundo real: su pecado fue una no-aceptación del designio salvífico divino, es decir, de la configuración real de las cosas decidida por la Santísima Trinidad (configuración que la adopción filial de los hombres y su divinización por gracia), y esto es lo que los demonios no soportan. La conocida obra de C. S. Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, posee el mérito de haber visto bien este aspecto del mundo demoníaco: su odio a lo real.

CÓMO SE PASA DE ÁNGEL A DEMONIO

a) La fe de los demonios

¿Tú crees que hay un solo Dios? También los demonios lo creen y tiemblan (St 2, 19). La fe de los demonios consiste en una certeza especulativa, en un creer que esto es verdad, sin que esté en juego ningún abandono a la palabra del otro. Una fe sin confianza. Beda el Venerable explica esta distinción diciendo que una cosa es creer algo y otra cosa es creer en algo: “Creer que Dios es, creer que lo que él dice es verdad, eso pueden hacerlo los demonios. Pero creer en Dios, eso sólo se alcanza a los que aman a Dios, es decir, a los que no son cristianos sólo por el nombre, sino también por la vida y por los actos”. San Agustín subraya que la diferencia se encuentra bajo afirmaciones idénticas: “Pedro dice: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Los demonios dicen también: Sabemos quién eres, el Hijo de Dios, el Santo de Dios. Lo que dice Pedro lo dicen los demonios también: las mismas palabras, pero no el mismo espíritu. ¿Y dónde está la prueba de que Pedro decía de otra forma las mismas palabras? En que la fe del cristiano va acompañada de la dilección, la del demonio no. Los demonios hablaban de esa forma para que Cristo se alejara de ellos. Porque antes de decir: Sabemos quién eres, etc., habían dicho: ¿Qué tenemos nosotros contigo? ¿Has venido a destruirnos antes del tiempo señalado? Así pues, una cosa es confesar a Cristo para atarse a Cristo y otra es confesar a Cristo para arrojarlo lejos de ti”.

Santo Tomás de Aquino añade que el motivo por el que creen los demonios es distinto del motivo por el que creen los cristianos. El cristiano cree a partir de Dios que se revela: el Eterno mismo ilumina la inteligencia y la lleva a acoger una Revelación que supera sus fuerzas naturales. Ahora bien, los demonios, ante todo, no quieren nada que los sobrepase, tanto del lado de la voluntad como del de la inteligencia. Creen, y se enorgullecen de ello, a partir de su propia penetración de espíritu: más que de fe habría que hablar de “saber”. En lo demonios, la fe no es un don de la gracia, sino que se ven constreñidos más bien a creer por la perspicacia de su inteligencia natural. Bajo esta constricción, tiemblan, sin duda, como dice el apóstol Santiago, pero también experimentan esta gran satisfacción: poder descifrar un jeroglífico con el que la razón humana, por sus propias fuerzas, sólo puede romperse la cabeza. Es el placer de saberlo todo por adquisición, de conocerlo todo por posesión, de ser iluminado sin hacerse vulnerable a una luz más elevada que deslumbra y traspasa. 

b) Cómo se pasa de ángel a demonio: la soberbia y la envidia

El demonio sabe lo que hace mucho mejor que nosotros. Considerando únicamente el plano especulativo, es mejor teólogo que nosotros. No hay en él ninguna debilidad de la carne: no conoce la fatiga, no es aficionado al alcohol, no se complace en las obscenidades genitales, no tiene apetito desordenado pro los bienes materiales. Es casto y pobre sin votos, es decir, por naturaleza. Tampoco hay en él ignorancia alguna del lado de su inteligencia natural: no tiene necesidad de aprender a hablar, no va a la escuela, no ha de formular como nosotros arriesgados razonamientos. Por naturaleza, igualmente, es sabio sin esfuerzo, maestro sin rabí –lleva integrado en su sustancia misma el más potente motor de búsqueda. ¿Cuál es su mal, entonces? Exclusivamente espiritual. Lo expone san Agustín: “Es infinitamente soberbio y envidioso”.

Pero, de esos dos vicios, ¿cuál es el primero? Algunos Padres de la Iglesia, y no de los menores, insisten en la envidia. Estaría en el principio del pecado angélico. Algunos ángeles habrían cobrado celos de los arcillosos Adán y Eva, de que estuvieran también, como ellos, llamados a la bienaventuranza divina. San Bernardo tiene una página admirable acerca de este particular: “Lucifer, ‘lleno de sabiduría y perfecto en belleza’, pudo saber de antemano que un día habría hombres y que alcanzarían también una gloria igual a la suya. Pero además de saberlo de antemano, sin duda alguna lo vio en el Verbo de Dios y, en su rabia, concibo la envidia. Así es como proyectó tener súbditos rechazando con desdén tener compañeros. Los hombres, dijo, son débiles e inferiores por naturaleza: no les conviene ser mis conciudadanos ni mis iguales en la gloria”. Lo apreciable de esta tesis es que, en ella, el diablo se muestra puritano. Y nada lo motiva más que su puritanismo a empujar a los hombres a la lujuria, para revolcarlos mejor en ese vergonzoso fango y pavonearse en su superioridad incorpórea.

Aquí lo tenemos, por tanto, protestando: -¿Cómo? ¿Tenemos que soportar a esas paletadas de tierra en el Cielo? ¡Jamás! ¡Os lo juro! Mean y cagan, ¿y van a ser llamados a la misma gloria que los espíritus puros? Y no os digo lo peor: ¡Copulan! ¡Uf! ¡Entre los dos forman la bestia de las dos espaldas y vamos a tener que decir nosotros amén a esa monstruosidad como a no sé qué viscosa imagen de la Trinidad!... ¡Impidamos este absurdo! ¡Hagamos pensar que la carne es mala por sí misma o, al menos, que no tiene nada que ver con el espíritu!

San Agustín observa: “Algunos dicen que el demonio cayó de las moradas celestes porque envidió al hombre hecho a imagen de Dios. Pero la envidia sigue a la soberbia y no la precede: la envidia, en efecto, no es causa de orgullo, pero la soberbia sí da razones para envidiar”. La envidia de la que se trata supone el previo rechazo al designio generoso de Dios. Cuando los obreros de la primera hora se irritan porque los de la última hora reciban el mismo salario, rechazan primeramente la voluntad del dueño. Ese rechazo manifiesta la soberbia: quiero definir por mí mismo lo que debe ser el bien para mí.

LA DIVISIÓN DEL UNIVERSO ANGÉLICO

El mundo angélico está, pues, dividido ante la aceptación o el rechazo del corazón de Dios. Dios juzgó a los ángeles rebeldes (2Pe 2,4) que ellos mismos se excluyeron del corazón de Dios al oponerse a su designio de gracia. Su pecado no consistió en rechazar alguna de las exigencias morales del amor divino, sino en rechazar el amor como don puramente gratuito, ese “amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5). Fue, por lo tanto, un pecado contra el Espíritu Santo. Cuando el pueblo de Israel volvió del exilio no lo hizo en un estado espiritual brillante. El sumo sacerdote aparecía, a los ojos de Dios, manchado con todos los pecados del pueblo. Entonces intervino Satán para acusarle, mientras que el ángel del Señor reprimió a Satán (cf. Za 3,1-7). Hay, pues, un combate angélico, del cual se hace eco el Apocalipsis (12,1-12) y la de Judas (vs. 9). El arcángel Miguel es el ángel del designio de la misericordia divina. Digamos, aunque sea de paso, que Satán sigue siendo un primogénito -como todos los ángeles- y que ninguna criatura ni angélica ni humana, tiene derecho a emitir sobre él un juicio (como tampoco ningún hombre tiene derecho a emitir un juicio sobre Caín, cf. Gn 4,15). La costumbre que tienen algunos exorcistas no católicos de insultar al demonio es absolutamente contraria a la carta de Judas y a la tradición de la Iglesia. Pues debemos mantener un respeto en relación a una criatura infinitamente más alta que nosotros en el orden de la naturaleza. El combate entre Miguel y Satán sólo puede ser sostenido en el nombre de Dios y de la obediencia a sus designios: “Que el Señor te reprima” (Judas 9).