La felicidad

(El contexto de este diálogo es el siguiente: en la Francia ocupada y derrotada por el ejército alemán, durante la segunda guerra mundial, un teniente está “alojado” en una de las mejores casas del pueblo: la de la familia Angellier. En ella habitan la viuda Sra. Angellier, madre de un hijo que ha sido hecho prisionero por los alemanes, y la esposa de éste, Lucile, que se casó con él siguiendo el consejo de su padre que creía que ese hombre sería un buen marido para ella. Él, sin embargo, le es infiel con una modista de Dijon, cosa que ella no ignora. La autora se complace en hacer ver los sentimientos contradictorios que una presencia estable de los soldados alemanes suscita en la población, que ve en ellos a unos chicos jóvenes, muchos de ellos cultos y muy educados, y al mismo tiempo a aquellos que los han separado de sus maridos y de sus hijos, muertos en las batallas o hechos prisioneros y trasladados a Alemania. El diálogo transcurre un día en el que la suegra de Lucile está ausente; la casa está vacía y una terrible tormenta se abate sobre el lugar).

El teniente se sentó al piano. La estufa crepitaba suavemente, difundiendo un agradable calorcillo y un grato olor a humo y castañas asadas. Las gotas de lluvia resbalaban por los cristales como gruesas lágrimas. La casa estaba silenciosa y vacía, pues la cocinera había ido a vísperas.

Lucile reconocía algunos fragmentos.

- Es Bach, ¿verdad? ¿Mozart? –preguntó tímidamente.

- ¿Toca usted también?

- ¡No, no! Antes de casarme tocaba un poco, pero ya se me ha olvidado. No obstante, me gusta la música. ¡Tiene usted mucho talento, teniente!

Él la miró muy serio.

- Sí, creo que tengo talento –murmuró con una tristeza que la sorprendió, y arrancó al teclado una serie de rápidos y juguetones arpegios-. Ahora escuche esto –dijo, y sin dejar de tocar, siguió hablando en voz baja-: Esto es el tiempo de la paz, la risa de las chicas, los alegres sonidos de la primavera, el vuelo de las primeras golondrinas que regresan del sur… Estamos en un pueblo de Alemania, en marzo, cuando la nieve apenas ha empezado a fundirse. Éste es el ruido que hace la nieve cayendo en las viejas calles del pueblo. Y ahora la paz ha acabado… Los tambores, los camiones, el paso de los soldados… ¿Los oye? ¿Los oye? Esas pisadas lentas, sordas, inexorables… Un pueblo en marcha… El soldado está perdido entre los demás… Aquí entrará un coro, una especie de cántico religioso, que todavía no está terminado. ¡Ahora escuche! Es la batalla…

La música era grave, profunda, terrible…

- ¡Oh, qué hermoso! –murmuró Lucile, arrobada-. ¡Qué hermoso!

- El soldado muere, pero antes de morir oye de nuevo ese coro, que ya no viene de este mundo, sino de la milicia de los ángeles… Algo así, escuche… Tiene que ser suave y vibrante a la vez. ¿Oye usted las trompetas celestiales? ¿Oye el clamor de esos metales que derriban las murallas? Pero todo se aleja, se debilita, cesa, desaparece… El soldado ha muerto.

- ¿Lo ha compuesto usted? ¿Es suyo?

- Sí, yo iba para músico… Pero se acabó.

¿Por qué? La guerra…

- La música es una amante exigente. No puedes abandonarla cuatro años. Cuando quieres volver junto a ella ha huido. ¿En qué está pensando? –preguntó al ver que Lucile lo miraba fijamente.

- Pienso… que no se debería sacrificar así al individuo. Me refiero a todos nosotros. ¡Nos lo han quitado todo! El amor, la familia… ¡No es justo!

- Ya, señora Angellier… Pero ése es el principal problema de nuestro tiempo, individuo o comunidad, porque la guerra es la obra común por excelencia, ¿no le parece? Nosotros, los alemanes, creemos en el espíritu de la comunidad, en el mismo sentido en que se dice que entre las abejas existe el “espíritu de la colmena”. Se lo debemos todo: néctares, luces, aromas, mieles… Pero ésos son asuntos demasiado serios. ¡Escuche, voy a tocarle una sonata de Scarlatti! ¿La conoce?

- ¡No, creo que no!

Entretanto, Lucile pensaba: “¿Individuo o comunidad? ¡Ay, Dios mío! Eso no es nuevo. Los alemanes no han inventado nada. Nuestros dos millones de muertos en la otra guerra también se sacrificaron por el “espíritu de la colmena”. Murieron y veinticinco años después… ¡Qué mentira! ¡Qué fatuidad! Hay leyes que rigen el destino de las colmenas y de los pueblos, ¡y ya está! Seguramente, el espíritu del pueblo está gobernado por leyes que se nos escapan, o por caprichos que ignoramos. Pobre mundo, tan hermoso y tan absurdo… Pero si hay algo seguro es que dentro de cinco, diez o veinte años, este problema que, según él, es el de nuestro tiempo, habrá dejado de existir, habrá cedido el sitio a otros… Mientras que esta música, este repiqueteo de la lluvia en los cristales, esos ruidosos y fúnebres crujidos del cedro del jardín de enfrente, esta hora tan maravillosa, tan extraña en mitad de la guerra, esto, todo esto, no cambiará… Es eterno…”

De pronto, el teniente dejó de tocar y la miró.

- ¿Está usted llorando? –Ella se secó los ojos a toda prisa-. Le ruego que me perdone. La música es indiscreta. Puede que la mía le recuerde a alguien ausente…

-¡No, a nadie! –murmuró ella a su pesar-. Eso es precisamente lo que…Nadie…

Se quedaron callados. El teniente bajó la tapa del piano.

- Señora, después de la guerra volveré. Permítame volver. Todas las disputas entre Francia y Alemania serán antiguallas, estarán olvidadas… al menos durante quince años. Una tarde, llamaré a la puerta. Usted me abrirá y no me reconocerá, porque iré de paisano. Entonces le diré: Soy el oficial alemán… ¿Se acuerda? Es tiempo de paz, de felicidad, de libertad. He venido por usted. Venga, vayámonos juntos. La llevaré a visitar un montón de países. Yo, naturalmente, seré un compositor célebre y usted estará tan guapa como ahora…

(…)

- ¿Ha oído hablar de esos ciclones que se desatan en los mares del sur, señora Angellier? Si he entendido bien mis lecturas, forman una especie de círculo cuyo borde consiste en una sucesión de tormentas, mientras que el centro permanece inmóvil, de tal modo que un pájaro o una mariposa que se encontrara en el ojo del huracán no sufriría ningún daño, ni siquiera se le arrugarían las alas, mientras a su alrededor se producen terrible estragos. ¡Mire esta casa! ¡Mírenos a nosotros tomando vino de Fortignan y comiendo bizcochos, y piense en lo que está ocurriendo en el mundo! 

- Prefiero no pensar –respondió Lucile con tristeza.

Sin embargo, en su alma había una especie de calor que jamás había sentido. Hasta sus movimientos eran más sueltos, más seguros que de costumbre, y su propia voz resonaba en sus oídos como si fuera la de una desconocida: más bajo de lo habitual, más profunda y vibrante; no la reconocía. Pero lo más delicioso era aquel aislamiento dentro de la casa hostil, unido a aquella extraña seguridad: no vendría nadie, no habría cartas, ni visitas, ni teléfono. Y como esa mañana se le había olvidado darle cuerda (“Naturalmente, cuando yo no estoy, todo va a la deriva”, diría su suegra), hasta el reloj, aquel reloj que la angustiaba con sus profundas y melancólicas campanadas, estaba callado. Para colmo la tormenta había vuelto a inutilizar la central eléctrica; durante unas horas, la región estaría sin luz y sin radio. La radio, muda… ¡Qué descanso! No había tentación posible. No se podría buscar París, Londres, Berlín o Boston en el negro dial. No se podrían oír esas malditas, invisibles, lúgubres voces que hablaban de barcos hundidos, aviones derribados y ciudades bombardeadas, que recitaban números de muertos, que anunciaban futuras matanzas… Bendita paz… Hasta la noche, nada; sólo las lentas horas, una presencia humana, un vino suave y aromático, música, largos silencios, la felicidad…



Autor: Irène NÉMIROVSKY
Título: Suite francesa
Editorial: Salamandra, Barcelona, 2005 (p.p. 327-332)