La dignidad del cuerpo de todo hombre radica en el hecho de que el cuerpo es el campo expresivo de la persona que cada hombre es, el instrumento de la presencia personal del hombre. El cuerpo del hombre nunca ha sido un “pedazo de carne”, sino que siempre ha sido “la carne de una persona”, la “visibilidad del alma, pues la realidad del cuerpo es el alma” (Schneider, citado por Ratzinger), el lugar en el mundo donde hemos podido encontrar, visualizar, escuchar, tocar, ese misterio insondable que es cada hombre. Por eso la materia que queda después de la muerte –el cadáver- no debe ser tratada como un trozo de materia más, sino que se la distingue con la sepultura, que es el último reconocimiento, en el tiempo y en el mundo, de la unicidad y singularidad de cada persona, del misterio personal que cada persona es.
“Enterrar a los muertos” es una obra de misericordia porque nace de la conmoción (rajamim) por el misterio de cada persona, a la que le otorga un último reconocimiento por el que se proclama su unicidad irrepetible, el hecho de que lo que ahí depositamos nunca fue solamente un fragmento del mundo (aunque estuviera sometido a las leyes de la naturaleza, que finalmente lo han conducido a la muerte), sino que perteneció a un ser personal, es decir, a alguien que, estando en el mundo, “no es del mundo”, porque con su apertura a la Verdad, al Bien y a la Belleza, transcendió siempre el mundo en el que estaba. Ese último reconocimiento consiste en enterrarle y en escribir su nombre sobre la tumba.
Por eso san Maximiliano Kolbe, cuando arrastraba carretillas llenas de cadáveres en el campo de exterminio de Auschwitz, repetía en voz alta: et Verbum caro factum est, “y el Verbo se hizo carne”. Porque sabía que esa carne, que allí era tratada como un desecho que iban a quemar, estaba llamada a resucitar y a sentarse por Cristo, con Él y en Él, a la derecha del Padre en el cielo. No era basura, sino esperanza.
La fe cristiana en la resurrección de la carne cambió e innovó la terminología concerniente a los difuntos. Los paganos –que no poseían esta fe- llamaban al lugar donde depositaban los restos de los difuntos, “necrópolis”, palabra que etimológicamente significa “ciudad de los muertos”. Subyace la creencia en que los difuntos llevan una existencia de tipo espectral, una existencia de sombras, como la que el Antiguo Testamento atribuía a los pobladores del Sheol y los griegos a los del Hades, el mundo inferior, existencia triste porque “en el reino de la muerte, nadie te invoca”. Los cristianos cambiaron ese nombre por el de “cementerio” que, etimológicamente significa “dormitorio”. Por eso en el Ritual de Exequias, cuando el celebrante despide el féretro, ora suplicando a Dios que “a todos nosotros (los vivos) nos dé la certeza de que (el difunto) no está muerto, sino que duerme”. Cuando vuelva Cristo en su segunda venida, será despertado mediante la resurrección y será reunido con su alma y con su espíritu.
Hay además otro detalle lingüístico interesante: la aplicación del concepto jurídico de “depósito” (“contrato por el que alguien se compromete a guardar algo por encargo de otra persona”) al cadáver: los restos mortales tienen un propietario, que es Cristo, puesto que todo el ser –espíritu, alma y cuerpo- del bautizado le pertenece a Él: en consecuencia, esos restos tienen que ser respetuosamente guardados porque su dueño (Cristo) los reclamará en el último día.