Venga a nosotros tu Reino


Introducción: Jesús y el reino de Dios

Toda la vida terrena de Cristo estuvo marcada por “el reino de Dios”. La realeza divina se atribuye a Jesús ya en la anunciación: “El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1,32-33). Ya al poco de nacer llegaron unos magos de Oriente preguntando por “el rey de los judíos” (Mt 2,2). Empezó su predicación diciendo: “Se ha cumplido el tiempo y se acerca el reino de Dios: ¡convertíos y creed en la buena noticia!” (Mc 1,15). Se pasó su vida pública predicando mediante las parábolas el reino de Dios. Y por ese reino fue a la muerte. Pilato, en efecto, le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. A lo que Jesús respondió afirmando: “tú lo dices, soy rey”, aunque matizando que su reino “no es de este mundo” (Jn 19,1-16). En el rótulo de la cruz leemos: “Jesús de Nazaret, rey de los judíos” (Jn 19,19). El reino jugó, pues, un papel esencial en la vida y en la muerte de Cristo: constituye el corazón de su misión en la tierra, y por lo tanto esta súplica constituye en corazón del Padrenuestro.

Jesús ve este mundo como una tierra donde existe un reinado: el reinado de Satanás, que es “el príncipe de este mundo” (Jn 12,31). Aquí impera el diablo, es decir, “el que divide”, y los hombres se hallan, en efecto, profundamente divididos a causa de lo social, lo político, lo económico, lo cultural, lo racial, lo ideológico etc. etc. Unos -los que dominan la situación- no quieren que cambie nada. Otros -los que la sufren- quieren darle la vuelta a la tortilla y vengarse de sus opresores. A todos, a unos y a otros, les va a proponer Jesús una situación totalmente nueva: el reino de Dios. 

La primera realización del reino de Dios

La primera realización del Reino de Dios tuvo lugar en el paraíso. Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y le entregó lo que sólo pertenecía a Él: el mundo. Y lo hizo dándole esta orden: “Creced y multiplicaos y llenad la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra” (Gn 1,28). El dominio del hombre sobre la tierra convierte a la tierra en reino del hombre; pero como el hombre vive en pura obediencia a Dios, ese reino es también reino de Dios; Dios es el primer Señor, al cual el hombre obedece amorosamente dominando el mundo, y así el mundo se convierte en reino de Dios. Y ese estado de cosas se llama paraíso. Pero en esta primera realización del reino de Dios se mete “la Serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás” (Ap 12,9), el ángel rebelde que logra arrastrar al hombre en su propia rebelión. La consecuencia es que el mundo se va a convertir en reino del hombre, pero de un hombre que ya no obedece a Dios, y dejará, por tanto, de ser reino de Dios.

La historia del pueblo de Israel como intento de restablecer el reino de Dios 

Pero Dios no se rinde y abre un nuevo comienzo con la historia del pueblo de Israel. Por la misteriosa alianza que Dios establece con Moisés en el monte Sinaí, Dios da a su pueblo constitución y orden de vida; pero ahí no se habla de ningún jefe supremo. Nadie está en ese puesto, donde en la vida de los demás pueblos de la Antigüedad, estaba el rey, pues Dios mismo quiere ser el rey de ese pueblo. Dios se une al pueblo de Israel y se compromete a hacer suyo propio el destino de este pueblo, uniendo su propio honor al honor del pueblo de Israel. 

En los tiempos de Abraham, Moisés, los Jueces… hasta 1030 antes de Cristo, Israel no tiene rey. Dios es su único Señor. pero en el momento en que el pueblo hebreo toma posesión de la Tierra Prometida y se instala en ella, siente la necesidad de organizarse frente a los paganos, para protegerse de ellos y también para adoptar una forma de gobierno parecida a la de sus vecinos. Es entonces cuando Israel desea tener un rey. Se propone como rey a Gedeón: “Tú serás nuestro jefe, y después tu hijo y tu nieto, porque nos has salvado de los madianitas” (Jc 8,22). Pero Gedeón se niega: “Ni yo ni mi hijo seremos vuestro jefe. Vuestro jefe será el Señor” (Jc 8,23).

Sin embargo, una vez establecido en la tierra de Canaán, en tiempos de Samuel, el pueblo de Israel quiere tener un rey, al igual que lo tienen los otros pueblos, y así se lo piden a Samuel. Samuel queda espantado, porque comprende que lo que Israel no quiere es seguir viviendo bajo la dirección inmediata de Dios, seguir en el misterio del servicio directo a su reino. Este modo de pertenecer a Dios se les hace pesado y quieren vivir “como todos los pueblos”. Samuel consulta al Señor y el Señor le dice: “Haz su voluntad en todo lo que te pidan. Pues no es a ti a quien han rechazado sino a mí, para que no sea ya Rey sobre ellos” (1Sm 8,5-7). Ésta es la primera conmoción, diríamos radical, que experimenta el reino de Dios en la historia del Antiguo Testamento. Pero Dios acepta la decisión de los hombres y guarda fidelidad a los infieles. Así, en lo sucesivo, el rey será su representante. (N.B. los reyes de Israel no tendrán legitimidad más que en la medida en que obren según les indica Dios)

Más adelante los profetas empezarán a anunciar la figura misteriosa del Mesías: un soberano que estará entregado a Dios en pura obediencia y que con ella guiará al pueblo y hará realidad el establecimiento efectivo del reino de Dios, no sólo en Israel sino en el mundo entero: “Pues he aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y no serán mentados los primeros ni vendrán a la memoria; antes habrá gozo y regocijo por siempre jamás por lo que voy a crear” (Is 65,17-18). Claro está, el establecimiento de ese reino tampoco será cosa de magia, sino que requerirá la colaboración de la libertad humana, que podrá acoger el don de Dios en el Mesías, o también rechazarlo. Por eso el Mesías es anunciado a la vez como el Señor de la gloria (Is 42,1-9) y como varón de dolores, despreciado y maltratado por los hombres, (Is 53,1-6). 

El reino de Dios llega con la persona de Jesús

Cuando Jesús, en la sinagoga de Nazaret, después de haber leído las palabras de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista, para dar libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor” (Is 61,1-2), dijo: “Hoy se ha cumplido la Escritura que acabáis de oír” (Lc 4,21), se proclamó el Mesías del Señor, el ungido con su Espíritu para anunciar el reino de Dios.

Cuando Juan Bautista, que estaba en la cárcel, envió a dos discípulos suyos a preguntarle a Jesús si era él que tenía que venir o debían esperar a otro, Jesús “curó a muchos de sus enfermedades y dolencias y de malos espíritus, y dio vista a muchos ciegos. Y les respondió: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!»” (Lc 7,21-23). Al dar como señas de identidad los signos que Isaías (26,19) había atribuido al Mesías, Jesús se presenta a sí mismo como el Mesías de Dios. 

Por eso Jesús, como ya hiciera antes Juan Bautista, anuncia la llegada del reino de Dios. Las curaciones y los exorcismos son los signos que muestran que esto es cierto: en ellos se vence el dolor y se derrota a Satanás, el “príncipe de este mundo”. Jesús pasó “haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo”, como proclamó san Pedro (Hch 10,38). Los oprimidos por el diablo somos todos nosotros a causa del pecado: por el pecado hemos entregado a Satanás nuestra libertad, la soberanía sobre el mundo y sobre nosotros mismos que habíamos recibido el día de la creación. Ahora Satanás “nos atenaza” y Jesús ha venido a librarnos de esta opresión. Por eso en la sinagoga de Nazaret Jesús proclama que ha venido para “anunciar a los cautivos la liberación (…) y poner en libertad a los oprimidos” (Lc 4,18).

Jesús inaugura el reino de Dios

Pero Jesús no sólo anuncia la llegada del reino de Dios sino que lo inaugura. La inauguración del reino ocurre en su resurrección: ahí se patentiza que ha empezado de verdad el reino de Dios porque ha sido rota la última cadena que atenazaba al hombre: la muerte. En efecto, según la carta a los Hebreos, Jesús vino “para reducir a la impotencia mediante su muerte al que tenía el dominio sobre la muerte, es decir, al diablo, y liberar a los que, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud” (Hb 2,14-15). “En verdad os digo que algunos de los aquí presentes no probarán la muerte, antes de haber visto el reino de Dios venido con poder” (Mc 9,1): estas enigmáticas palabras fueron pronunciadas poco antes de la transfiguración, que fue un anticipo de la resurrección. En la resurrección y en la glorificación de Jesús, “sentado a la derecha del Padre” (Credo ) como “Hijo de Dios con poder” (Rm 1,4), como “el santo y feliz Jesucristo” (Didaché), como el que ha recibido “el Nombre que está por encima de todo nombre” (Flp 2,9), Satanás ha recibido una derrota fundamental (Jn 12,31; 14,30; 1Co 2,8), aunque no ha sido eliminado del todo (2Co 4,4; Ef 2,2) y aún le queda bastante poder.

El reino de Dios es un don que exige nuestra conversión

El reino de Dios es una realidad que ha preparado Dios para nosotros: no la hacemos nosotros sino Él, es un don. Pero para que este don pueda ser acogido y hecho real en nuestra vida hace falta que le abramos la puerta de nuestro corazón. Y eso se llama conversión. De esta conversión, señalemos, únicamente, dos rasgos:

Dar la prioridad absoluta en nuestra vida al reino de Dios

Para que el reino de Dios se haga realidad en nosotros es imprescindible que hagamos de él el primer valor de nuestra vida, la primera urgencia, la primera necesidad: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33). Hace falta que lo consideremos como la perla escondida en el campo, que es de gran valor, que merece que uno venda todo lo que tiene para comprar el campo y quedarse con ella. Y esto con un exclusivismo radical, porque “no se puede servir a dos señores: no podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24), que es uno de los “señores de este mundo” que disputa don Dios el reinado sobre los hombres.

Autoviolencia

“El reino de los cielos sufre violencia y sólo lo conquistarán los violentos” (Mt 11,12), es decir, aquellos que afronten la penosa tarea de luchar contra los “señores” y los “dueños” que todos llevamos dentro y que quieren seguir “reinando” en nosotros: la soberbia, la ira, la pereza, la envidia, la avaricia, la lujuria, la gula. Estos “reyezuelos” están muy arraigados en nosotros y por eso el camino que conduce al reino de Dios es como una “puerta estrecha” (Mt 7,13-14.21), por la que es difícil pasar. Requiere “tomar la cruz” y seguir a Jesús (Mt 16,24-26), el cual “soportó la cruz sin miedo a la ignominia” (Hb 12,2).

La consumación del reino de Dios

Esperar para esta tierra, como si hubiera de llegar en la historia, el reino de Dios plenamente realizado, es un absurdo, afirma Raïssa Maritain; porque mientras dure la historia coexistirá el progreso en el mal con el progreso en el bien y se opondrá a éste. Pero el reino de Dios, plenamente realizado, llegará más allá de la historia, con una tierra nueva y unos cielos nuevos, cuando se realice la separación entre la masa de iniquidad, que arrastra al mundo hacia su príncipe y que se desprenderá para ir al lugar que le es propio, y las energías de amor y de verdad que le llevan hacia su Salvador y que se desprenderán también para ir al lugar que les corresponde.

La consumación total del reino de Dios ocurrirá cuando vuelva el Señor en la gloria y aniquile “todo Principado, Dominación, Potestad” (1Co 15,24), es decir, todo poder espiritual hostil a Dios: entonces el diablo será “arrojado al lago de fuego (…) y atormentado día y noche por los siglos de los siglos” (Ap 20,10), es decir, será reducido a una impotencia total y Dios será por fin “todo en todos” (1Co 15,28).

Qué pedimos al decir “venga a nosotros tu reino”

Cristo, al enseñar el Padre nuestro a sus discípulos, manifiesta su deseo de verlos orar hasta el fin del mundo, para que el reino de Dios se haga realidad en ellos y en todos los hombres. Con esta petición, Jesús quiere que compartamos con Él el inmenso deseo que estalla continuamente en su corazón: la implantación definitiva y total del reino de Dios. Este deseo ardiente del Padre que quiere comunicar a todos los hombres su amor y su vida, es la sed de Cristo. La petición por la llegada del reino de Dios es:

a) Una plegaria por la conversión

Pedimos nuestra conversión, es decir, que el Señor suscite en nosotros esas actitudes que le dan a Dios y a su reino la prioridad absoluta en nuestra vida, actitudes que son imprescindibles para poder entrar en el banquete nupcial del reino de los cielos, en el que hay que ir convenientemente “vestido” para no verse excluido de él. Pedimos, por lo tanto, el don del Espíritu Santo, que es el único que puede cambiarnos.

Como afirma Orígenes: «Así como no hay “consorcio entre la justicia y la iniquidad, ni comunidad entre la luz y las tinieblas, ni concordia entre Cristo y Belial” (2Co 6,14-15), así tampoco puede coexistir el reino de Dios con el reino del pecado. Luego, si queremos que Dios reine en nosotros, “de ningún modo debe reinar el pecado en nuestro cuerpo mortal” (Rm 6,12), ni debemos prestar oídos a los preceptos de quien incita a nuestra alma a las obras de la carne y a cosas contrarias a Dios; antes debemos mortificar nuestros “miembros terrenos” (Col 3,5), para que demos frutos en el Espíritu; para que en nosotros, como en un paraíso espiritual, se pasee Dios, y sea él solo el que reine en nosotros».

Reina en nosotros Cristo por las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad: por medio de ellas participamos de su reino, nos hacemos de modo singular súbditos de Dios y nos consagramos a su culto y veneración. Como san Pablo pudo escribir: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20), también nosotros podemos afirmar: “Reino yo, pero no soy yo el que reino; reina en mí Cristo”.

b) Una plegaria cósmica

Al gritar “venga tu reino”, hacemos nuestro el deseo del Padre del cielo y el grito mudo de todas las criaturas de este mundo, tal como nos enseña san Pablo: “La creación, en efecto, fue sometida a la caducidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rm 8,20-21). El mundo material, en efecto, fue sometido a la “caducidad” o “inconsistencia (vanidad)” del pecado por el hombre, en contra de su voluntad. Y todas las criaturas están anhelando la vuelta del Señor para verse libres de la esclavitud del pecado y de la “inconsistencia” en que ella las ha situado. Es ésta, pues, una plegaria cósmica: en ella se recoge el anhelo más oculto y más consciente de las cosas que, a causa del pecado del hombre, “perdieron su belleza y quedaron como descoloridas”, según dice san Anselmo, para que esa belleza sea recuperada y el universo sea como un sacramento de Dios.

c) Una plegaria escatológica: suplicamos la venida del Señor Jesús en la gloria

Una variante muy antigua del evangelio de Lucas cambia “venga tu reino” por “venga tu Espíritu Santo”. Que venga tu Espíritu Santo y que nos comunique tu reino: tu gloria, tu schekhinah, tus energías, tu gracia, tu luz, tu fuerza, tu alegría… todo eso quiere decir lo mismo. El reino de Dios, el cielo nuevo y la tierra nueva, es el cielo y la tierra renovados en Cristo, penetrados por la gracia del Espíritu Santo que es vida pura, vida liberada de la muerte El mundo en Cristo constituye la verdadera “zarza ardiente”, dice Máximo el Confesor. Pero este fuego está recubierto de las escorias y de las cenizas que le impone nuestra complicidad con el mal, con las tinieblas y las potencias del caos. “Que venga tu Reino” significa preparar, anticipar, el retorno de Cristo, separando las escorias y las cenizas.

O como dice la Didaché, un escrito cristiano del siglo II, “que pase este mundo”, es decir, que termine de una vez esta condición presente en la que los hombres estamos enfrentados y divididos a causa del pecado. Pedimos, pues, un mundo fraternal, en el que sentados a la misma mesa, comamos y bebamos el banquete del reino de Dios. Es, pues, una plegaria escatológica, en la que suplicamos el final de la historia para que los hombres alcancen, por fin, la plenitud de fraternidad y belleza que tanto ansían, pero que nunca consiguen. Es la plegaria que hacían los primeros cristianos en lengua aramea, con la que termina la Biblia: ¡Maranatha, ven Señor Jesús!