(Se trata de fragmentos de una larga carta que un pastor metodista, casado en segundas nupcias en su ancianidad, escribe al hijo que ha tenido en este matrimonio -del matrimonio anterior tuvo una hijita que murió muy pronto, así como su madre, Luisa- ante la conciencia que tiene de que su muerte no está lejos. Vive en un pequeño pueblo -Gilead- y es muy amigo de otro pastor, Boughton, que es algo más mayor que él).
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Cuando la gente viene a hablarme, de lo que sea, me impresiona una especie de incandescencia que hay en ella, ese “yo” cuyo verbo puede ser “quiero” o “temo” y cuyo predicado puede ser “alguien” o “nada” y en realidad no importa, pues el encanto está precisamente en esa presencia, moldeada alrededor del “yo” como la llama en torno a la mecha, que surge en forma de pesadumbre y culpa y gozo y lo que sea, pero rápida, ávida e ingeniosa. Ver este aspecto de la vida es un privilegio del ministerio que rara vez se menciona.
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Un centelleo de la mirada. Qué expresión más maravillosa. De vez en cuando, he pensado que era lo mejor de la vida, esa pequeña incandescencia que ves en los ojos de la gente cuando descubre el encanto de algo, o su humor. “La luz de los ojos alegra el corazón”. Es indiscutible.
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Luego, cuando llegó tu madre, cuando aún apenas la conocía, ella me lanzó esa mirada suya -nada de centelleos en aquellos ojos- y dijo, muy suavemente y muy en serio: “Deberías casarte conmigo”. Fue la primera vez en la vida que supe qué era amar a un ser humano. No se trataba de que no hubiera amado antes a otros, pero no me había dado cuenta de lo que significa amarlos. Ni siquiera a mis padres. Ni siquiera a Luisa. Fue tal mi sorpresa cuando me lo dijo que, durante un minuto, no encontré palabras para responder. Así pues, ella se alejó y tuve que seguirla por la calle. Todavía no tenía valor para tocarle la manga, pero dije: “Tienes razón, lo haré”. Y ella dijo: “Entonces, nos veremos mañana”, y continuó caminando. Fue lo más emocionante que me ha sucedido en la vida. Te desearía que tuvieras en la tuya un momento como ése, aunque, cuando pienso en todo lo que tanto tu querida madre como yo pasamos antes, no estoy seguro de que deba.
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Dicen que, a la edad que tenía tu hermana, un recién nacido todavía no ve, pero ella abrió los ojos y me miró. Era una cosita minúscula pero, mientras la sostenía en brazos, abrió los ojos. Sé que en realidad no quería estudiar mi rostro. El recuerdo puede hacer que una cosa parezca haber sido mucho más de lo que fue. Sin embargo, sé que me miró directamente a los ojos. Resulta asombroso. Y me alegro de haberlo sabido ya entonces, pues en mi situación presente, ahora que poco me falta para abandonar este mundo, me doy cuenta de que no hay nada más asombroso que un rostro humano. Boughton y yo hemos hablado de eso, también. Tiene que ver con la encarnación. Uno percibe la obligación que tiene para con un niño cuando lo ha visto recién nacido y lo ha tenido en brazos. Cualquier rostro humano es un reclamo, pues uno no puede por menos de entender su singularidad, su valentía y soledad. Sin embargo, el rostro de un recién nacido lo es más aún. Considero que es una especie de visión, tan mística como la que más. Boughton está de acuerdo conmigo.
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Siempre imagino a la misericordia divina devolviéndonos a como éramos, permitiendo por ello que nos riamos de en qué nos hemos convertido, que nos mofemos de los ridículos disfraces en forma de cojera, bizqueo, joroba o mirada hosca que todos nos ponemos. Yo tengo la esperanza de que, cuando nos reunamos, las peculiaridades que la vida me haya dejado grabadas no me alejen de ti. Cuando miro a Boughton, veo a un hombre joven, divertido y generoso, lleno de vigor. Ahora usa dos bastones y dice que, si le saliera un tercer brazo, tres llevaría. No ha subido a un púlpito desde hace diez años. He llegado a la conclusión de que Boughton ha completado su tarea y que yo aún no he terminado la mía. Espero no estar abusando de la paciencia del Señor.
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Esto es algo importante que he contado a mucha gente y que mi padre me contó a mí y que a él a su vez le contó su padre. Cuando te encuentras con alguien, cuando tienes tratos con alguna persona, es como si te plantearan una pregunta. Así, debes pensar, ¿qué es lo que me pide el Señor en este momento, en esta situación? Si has de enfrentarte a insultos o a hostilidad, tu primer impulso será reaccionar de la misma manera. Pero si piensas: “éste es un emisario que me envía el Señor y esto ha de traerme ciertos beneficios, el primero de los cuales es la oportunidad de demostrar mi fidelidad, la ocasión de mostrar que, en pequeña medida, participo de la gracia que me salvó a mí”, si piensas así, entonces eres libre de comportarte de un modo distinto al que las circunstancias parecen dictar. Eres libre para obrar según tu propio entendimiento. Al mismo tiempo, quedas liberado del impulso de odiar o de estar resentido con esa persona, la cual probablemente se mofaría de la idea de que el Señor la envió para tu beneficio (y el suyo), pero en eso consiste la perfección del disfraz, en que él no se dé cuenta de que lo llevas.
Mi estrepitoso fracaso en el intento de vivir según esa valiosa enseñanza en tiempos recientes me lo ha recordado. Calvino dice en alguna parte que cada uno de nosotros es un actor en un escenario y que Dios es el público. Esta metáfora siempre me ha interesado, porque nos convierte en artistas de nuestra conducta y la reacción de Dios ante nosotros puede considerarse estética, más que de juicio moral en el sentido ordinario. ¿Hasta qué punto conocemos bien nuestro papel? ¿Con cuánta seguridad lo interpretamos? La imagen de Calvino me gusta, porque sugiere que Dios disfruta con nosotros.
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(Hablando de su esposa afirma:) Como ya he dicho, creo que durante esos años experimentó mucho pesar. Nunca se lo he preguntado, pero si algo he aprendido en esta vida es el aspecto que tiene la tristeza arraigada y habitual y, cuando la vi, pensé, ¿de dónde sales, criatura mía? Entró en la iglesia durante la primera plegaria, se sentó en el último banco, alzó la cara y me miró y, desde ese momento, su rostro fue lo único que vi. Una vez oí a un hombre decir que los cristianos veneran la tristeza. Eso no es cierto en absoluto, pero sí creemos, justo es decirlo, que en ella hay un misterio sagrado. Siempre he sentido que en el rostro de tu madre hay algo que me exige dar la talla, como si en él hubiera una verdad que pusiera a prueba el sentido de mis palabras.
Autora: Marilynne ROBINSON
Título: Gilead