Ofrecerse

La enfermera había bajado a cenar. Como la pequeña tuvo un horrible ataque de tos, Hans entró en la habitación, procedente del dormitorio de Paul, y abrazó a Synne, mientras empujaba cariñosamente a su hermano hacia un lado, convencido de que tenía mejores manos que el padre para calmar a la niña. Synne se quejaba de un modo tranquilo y desgarrador. 

Hans volvió a colocar a la pequeña sobre la almohada. Al resplandor de la débil luz carmesí, el rostro de la niña se veía enrojecido, atormentado e inflamado. Los ojos se le salían de las órbitas y ofrecían una expresión opaca provocada por el exceso de tos.

- Tío Hans -murmuró la niña con su voz apagada de enferma-, ¿crees que me moriré?

- ¡Qué va! Es mayor el dolor que el peligro, Synne. No debes pensar en tales cosas –añadió bruscamente.

- Sí debo, pues me he decidido a ofrecerme a Jesús. Estoy dispuesta a morir por Él. Como una ofrenda.

- Lo que tienes que hacer es no hablar tanto. ¡Una ofrenda! ¿Crees que Dios puede querer una cosa así? Lo que quiere es que te pongas buena. Está bien claro.

- Si no esperara de los niños otra cosa que verles crecer, no dejaría morir a tantos. Le complace que nosotros nos ofrezcamos por propia voluntad.

-¡Chist! ¡A callar! No hables tanto. ¿Es que no puedes decirle que se deje de todas estas historias, Paul?

- ¿No es cierto, padre? –instó la pequeña, metiendo su ardiente mano, humedecida y blanda por la enfermedad, debajo de la del padre. Aquel cambio de su manecita firme y seca estremeció súbitamente a Paul como si fuera el principio de algún acontecimiento incomprensible.

La pequeña levantó el brazo, se lo pasó por el cuello y lo atrajo hacia sí. Por debajo del cubrecama se desprendía del cuerpecito un calor cálido y húmedo. El aliento de la enferma tenía un olor singular que de pronto le recordó a Paul el horror de la tumba.

- No puedo decirte de qué se trata, padre –le susurró ella muy junto al oído-. Pero ya lo verás cuando me haya muerto. Se trata de algo que quiero obtener, ¿comprendes? En beneficio de un alma…

Paul experimentó de repente la sensación de que algo se abría en su interior: una grieta en la que caía impotente su propio yo después de un infructuoso intento de encontrar apoyo. La niña le arrastraba hacia algo desconocido, del todo sobrenatural. Un misterio que hasta entonces sólo había visto desde fuera se abrió para devorarle. Aunque se estremecía de horror, sintió, no obstante, que estaba por completo en poder del otro mundo.

-Debes hacerlo, padre. Debes ofrecerte.

Paul se arrodilló junto a la cama, y con el rostro apretado en el costado de Synne, estuvo escuchando la entorpecida respiración de su pecho.

- No puedo, Synne –murmuró rápidamente, reteniendo el aliento por el dolor que sentía.

- Tienes que poder –su voz sonaba estremecida e impetuosa-. Debes hacerlo. Yo lo he hecho ya, ¿sabes? Empecé hace varios días. Has de ayudarme. Di: “Dios mío, te la ofrezco en sacrificio…”.

- ¡Basta ya, Paul! –el hermano le cogió por los hombros-. Parece que has perdido la razón –temblaba de ira.

La enferma tuvo un nuevo ataque de tos.

- ¡Hazlo, padre! –gritaba Synne durante el ataque. Hans la sostenía, apartando a Paul con la otra mano.

- Di… -empezó a repetir, alargando la mano con el deseo de alcanzar a su padre.

- Lo diré, Synne –accedió él, profiriendo en un claro sollozo, mientras escondía la cabeza a sus pies en la colcha-. Dios mío, te la ofrezco… -el sudor le brotaba por todo el cuerpo. Durante un momento le pareció verse envuelto en una tormenta desencadenada a través de la oscuridad, azotado por un rugiente viento arrasador que le hizo perder la plenitud de su conciencia.

Hans le había cogido por el brazo. Paul seguía al pie de la cama. El hermano le arrastró hacia a la mesita colocada junto a la ventana.

- Que… que… -balbució Hans, con voz baja, aunque su voz temblaba de indignación- ¿Cómo puedes perder de este modo la cabeza? Tienes que sobreponerte, hombre. ¡A quien se le ocurre quitar la vida a la niña con tan… repugnante histerismo!

Paul sacudió ligeramente la cabeza. Se daba perfectamente cuenta de que así podría parecer lo sucedido a los ojos de Hans. Reconocía el punto de vista del hermano. Lo otro –la verdad que detrás de todo ello se escondía y por la cual él se había visto arrastrado durante unos vacilantes y sofocadores segundos- era algo que no admitía explicación alguna. Nadie hubiera podido expresarlo, puesto que no existían palabras para ello. Pero el punto de vista natural era, en cierto modo, como un barniz exterior de la realidad de la vida, y este barniz se había desprendido en su interior. Ni él mismo comprendía lo que acababa de experimentar. Durante un momento él y la niña se habían visto muy cerca de Dios; él de un modo atemorizado; la niña tranquila y sin temor. Empezaba a extinguirse el recuerdo de lo experimentado. Al mismo tiempo advertía claramente el aspecto que todo ello tendría a los ojos de su hermano. Resultaba claro que para éste pudiera tratarse de un histerismo repugnante.


Autor: Sigrid UNDSET
Título: La zarza ardiente
Editorial: Encuentro, Madrid, 1999
Pp. 343-345