Historia de Gloria

(Gloria perdió tres hijos en la guerra de Vietnam y se reúne con otras madres que han perdido también algún hijo en la misma guerra. Cada vez se reúnen en casa de una de ellas, que les muestra las fotos y los recuerdos de su hijo. Hoy se han reunido en casa de Claire, que es la más rica de todas ellas, la que vive en Central Park, mientras que Gloria, que es la más pobre de todas ellas, vive en el Bronx. Cuando está terminando la reunión ocurre lo siguiente, que nos relata Gloria) 

No sabría describir su manera de mirarme, pues hay pocas palabras con las que hacerlo; era algo que manaba, que se alzaba, una elevación sobre la superficie del agua, era la clase de cosa que no se puede expresar. Por un instante sentí como si algo se hubiera desatado a lo largo de mi espina dorsal y se me tensó la piel, pero ¿qué podía decir? Me asió la muñeca y me la pellizcó, diciéndome por segunda vez que lo comprendía y que no había tenido intención de impedirme asistir al coro. Me aparté de ella. Asunto zanjado, estaba segura de ello, felizmente solucionado, ahora el corredor brillaba, todas sonreíamos y dijimos que la siguiente vez nos veríamos en casa de Marcia, aunque tenía la sensación de que probablemente nunca habría una segunda vez, eso era lo doloroso, estaba segura de que todas habíamos tenido nuestra oportunidad, habíamos hecho revivir a nuestros chicos durante un rato, y salimos al rellano, donde Claire pulsó el botón del ascensor. 

El ascensorista abrió la puerta de hierro. Fui la última en entrar, y Claire me tomó del codo, me hizo retroceder y acercarme de nuevo a ella con el rostro entristecido. 

- ¿Sabes? –me susurró-. Te pagaría con mucho gusto, Gloria. 

(Gloria sale caminando a toda velocidad, enfadada, decidida a volver a su casa, al Bronx, andando, aunque tenga que tardar un montón de horas) 

Entonces pensé de nuevo que no debería comportarme como lo estaba haciendo, que tal vez lo había entendido todo mal, tal vez en verdad ella no fuese más que una blanca solitaria que vivía en Park Avenue, que había perdido a su hijo exactamente de la misma manera que yo perdí a tres de los míos, que me había tratado bien, no me había pedido nada, me había recibido en su casa y besado en la mejilla, se había ocupado de que mi taza estuviera siempre llena, y tan sólo había cometido el error de hablar más de la cuenta, una frasecilla tonta a la que yo permitía echarlo todo a perder. Me había gustado cuando nos atendía, y ella no había tenido ninguna mala intención, tal vez sólo estaba nerviosa. La gente es buena o medio buena o una cuarta parte buena, y eso cambia continuamente, pero ni siquiera en el mejor de los días nadie es perfecto. 

(Después de ser atracada mientras caminaba hacia el Bronx, Gloria, que no lleva encima dinero alguno, toma un taxi y decide volver a casa de Claire, que es quien pagará el taxi y la atenderá curándole las llagas que los zapatos le han hecho en sus pies. Finalmente Claire llama a un taxi y la acompaña en él hasta su casa) 

Las dos sonreíamos. Una ancha sonrisa compartida, porque cada una sabía algo de la otra: que ahora seríamos amigas, que poco era lo que podría impedírnoslo, que avanzábamos juntas por aquel camino. Podría hacer que se rebajase para entrar en mi vida y probablemente Claire podría sobrevivir a la prueba. Y ella podría hacer que me rebajara para entrar en la suya y yo podría hurgar en ella. Le tomé la mano. Ahora no sentía ningún temor. Notaba un sabor a hierro en la garganta, como si me hubiera mordido la lengua y ésta hubiera sangrado, pero era agradable. Las luces se deslizaban velozmente a nuestro lado. Recordé que, de niña, metía flores en grandes tinteros y entonces el tallo se inundaba, luego los pétalos y la flor entera se volvía negra. 

Cuando llegamos al edificio del complejo de viviendas subvencionadas, había una conmoción en el exterior. Nadie reparó siquiera en el coche. Nos deslizamos junto a la valla, ensombrecida pro el paso elevado. La luz de las farolas hacía vibrar las vigas de acero negras. Ninguna de las mujeres de la noche había salido, pero un par de chicas con falda corta estaban acurrucadas bajo la luz de la entrada. Una se apoyaba en el hombro de la otra y sollozaba. 
Yo no tenía tiempo que dedicar a las prostitutas, nunca lo había tenido. No sentía rencor hacia ellas ni tampoco me apenaban. Tenían a sus chulos y a sus hombres blancos para apiadarse de ellas. Aquella era su vida. Ellas la habían elegido. 

- Señora –dijo el conductor. 

Aún tenía mi mano en la de Claire. 

- Buenas noches –dije. 

Abrí la puerta, y en aquel momento las vi salir: dos preciosas niñas bajo los globos de las farolas. 

Las conocía. Las había visto antes. Eran las hijas de una puta que vivía dos pisos por encima del mío. Me había mantenido al margen de todo eso. Años y años. No les había permitido acercarse a mi entorno. Había visto a su madre en el ascensor, también una niña, bonita y depravada, y había mirado fijamente el panel de los botones. 

Guiaban a las pequeñas por el camino un hombre y una mujer. Asistentes sociales, su pálida piel reluciente, las expresiones de sus caras asustadas. 

Las niñas llevaban vestidos color rosa, con lazos en lo alto del pecho. El pelo adornado con perlas. Calzaban sandalias de plástico. No tendrían más de dos o tres años y parecían gemelas, aunque no lo eran. Ambas sonreían, cosa que ahora, al pensar en ello, me parece extraña: no tenían idea de lo que sucedía y eran la viva imagen de la salud. 

-Son adorables, dijo Claire, pero percibí el terror en su voz. 

Los asistentes sociales tenían una expresión inescrutable. Hacían avanzar a las niñas entre las prostitutas que quedaban. A cierta distancia aguardaba un coche patrulla. Las espectadoras trataban de despedirse de las niñas agitando las manos, de inclinarse y decirles algo, tal vez incluso de tomarlas en brazos, pero los asistentes sociales las apartaban. 

Ciertas cosas en la vida resultan muy claras y no necesitamos una razón que las explique: en aquel momento supe qué debía hacer. 

- Se las llevan, -dijo Claire. 

- ¿Adónde irán? 

- A alguna institución. 

- Pero son tan pequeñas… 

Las estaban llevando a la parte trasera del coche. Una de ellas había empezado a llorar. Se había aferrado a la antena del coche y no la soltaba. La asistenta social tiraba de ella, pero la niña agarraba con fuerza la antena. La mujer dio la vuelta al vehículo e intentó abrirle los dedos. 

Me apeé. Tenía la sensación de habitar un cuerpo que no era el mío. Actuaba con una rapidez poco habitual. Calzada con las zapatillas de Claire, bajé a la acera. 

-¡Esperen! –grité. 

Creía que todo había terminado hacía mucho tiempo, que no había ninguna posibilidad de volver atrás. Pero lo cierto es que nada termina. Si vivo hasta los cien años, seguiré en esa calle. 

- Esperen. 

Janice, la mayor de las dos, abrió los dedos y tendió las manos hacia mí. Hacía mucho tiempo que no experimentaba una sensación tan grata. La otra, Jazzlyn, lloraba a lágrima viva. Miré por encima del hombro a Claire, que seguía en el asiento trasero con el rostro brillante bajo la luz del techo. Parecía asustada y feliz a la vez. 

- ¿Conoce usted a estas niñas? –me preguntó el policía. 

Supongo que le dije que sí. 

Eso fue lo que dije finalmente, una mentira tan buena como cualquier otra: “Sí”. 

Autor: Colum McCann
Título: Que el vasto mundo siga girando
Editorial: RBA
Barcelona, 2010
Pág. 392-434

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