Aborto y Eutanasia

Cada vez que contemplamos a un niño recién nacido nos sentimos sobrecogidos por el misterio y el milagro que cada nuevo hombre representa. Al verlo, al tocarlo, al abrazarlo, al empezar a interactuar con él comprendemos que es “mucho más” que el producto de la unión de sus padres, que, aunque él ha venido a nosotros a través de esa unión, sin embargo viene de mucho más lejos, viene del Otro que nos ha creado y nos ha dado el ser. El niño recién nacido es un misterio que nos remite al Misterio y que de este modo toca nuestro corazón, incluso hasta las lágrimas: no hace mucho me confesaba un padre que lloró cuando vio a su primera hija recién nacida. 

La dignidad de la vida humana, el carácter ‘sagrado’ de la vida humana

“Digno” es todo aquello que, por su propia naturaleza, posee un valor, una nobleza y una excelencia que lo hacen valer por sí mismo y que prohibe tratarlo como un bien intercambiable con otros bienes, como un medio o instrumento en vistas a conseguir un fin. Tal es el caso de la persona humana. Por eso decimos que la persona humana no tiene precio, ni en términos económicos, ni en términos de bienestar, ni en términos de progreso, ni en términos sociales, sino que, al contrario, ella es más bien la medida de valor para todas las cosas disponibles para el hombre. Y cuando hablamos de la dignidad de la vida humana, en realidad estamos hablando de la dignidad de la persona humana.

Dios Creador ha confiado al hombre la administración de todo lo creado. Sin embargo, ha querido proteger algunas cosas al máximo de toda prepotencia y capricho. Por eso las llamamos “sagradas”. ‘Sagrado’ significa ‘indisponible’, es decir, algo que no puede ser tratado como un simple medio para obtener un fin, algo que exige de nosotros un respeto y una consideración porque es valioso por sí mismo y porque su realidad no es un producto nuestro sino un bien que viene a nosotros de más lejos que nosotros. 

En este sentido decimos que la vida humana es sagrada. Si el hombre pudiera disponer a su propio gusto de la vida humana, ésta se volvería “calculable” y ya no sería “digna”, es decir, algo que no puede ser medido con ningún otro bien creado. Pero la vida humana es digna porque no es una realidad abstracta sino la realidad de cada persona humana singular. Y por lo tanto es de cada persona humana singular de la que decimos que es indisponible y que posee un valor único en el mundo. Todo ha sido creado para el hombre; éste, sin embargo, es “la única criatura que Dios ha querido por sí misma” (GS 24). Por tanto, la existencia de cada persona humana individual manifiesta una disposición divina particular, un acto libre de Dios por el que Él ha querido llamar al ser a ese rostro, es decir, a ese ser singular y único que es cada hombre. Y ello comporta que no sea moralmente lícito disponer sobre ese ser como si fuera un ente más de la creación, ya que no lo es porque ha sido querido por sí mismo y no en función del todo. 

“Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios” escribe san Pablo (1Co 3, 21-23). “Todo” significa la creación entera que ha sido creada para el hombre, así como el hombre ha sido creado para Dios. El sentido de las cosas creadas es el hombre, es hacer posible la existencia del hombre: las galaxias, las constelaciones, el universo entero, el planeta tierra, las plantas, los animales encuentran su sentido en el hombre; y el hombre encuentra su sentido en Dios. El hombre posee una relación directa e inmediata con Dios, relación que acontece en el santuario de su conciencia, de su corazón, y que es la propiedad exclusiva del ser personal. Y por eso la persona humana, a la que Dios habla en su corazón (cosa que no hace con las ballenas), no está a disposición de ninguna criatura, sino sólo a disposición de Dios. 

Dios es el único Señor de la vida y de la muerte

La Sagrada Escritura no se cansa de afirmar que Dios es el único Señor de la vida y de la muerte: “Ved ahora que yo, sólo yo soy, y que no hay otro Dios junto a mí. Yo doy la muerte y doy la vida, hiero y sano yo mismo (y no hay quien escape de mi mano)” (Dt 32,39). Cuando el rey de Israel leyó la carta que le enviaba el rey de Siria rogándole que curara de la lepra a su general Naamán, se rasgó sus vestiduras y exclamó: “¿Acaso soy yo Dios para dar muerte y vida?” (2R 5,7). Y Cristo resucitado, en el Apocalipsis, exclama con contundencia: “No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive: estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Ap 1, 17-18).
Si Dios es el único Señor de la vida y de la muerte, cualquier pretensión del hombre de disponer según su arbitrio de la vida y de la muerte, será un acto de idolatría, por el cual el hombre usurpa un papel que no le corresponde, puesto que corresponde sólo a Dios. La enseñanza de la Iglesia sobre el aborto y la eutanasia arranca de esta verdad y exige de nosotros la humildad de reconocer que la vida y la muerte constituyen un misterio que está en las manos del Misterio, es decir, en las manos de Dios. Y el misterio no se nos da para ser entendido sino para ser aceptado y reconocido y para que, a través de esta humilde aceptación, aprendamos a adorar. 

El inicio de la vida: la prohibición y la condena del aborto

a) La mentalidad abortista

¿Cómo es posible que el aborto, que es algo tan contrario al corazón del hombre, haya llegado a ser considerado como un “derecho” de la mujer embarazada? Creo que esto se debe a la creación y difusión de la mentalidad abortista, que no es sino la aplicación de una determinada visión de la realidad muy difundida en nuestro tiempo. De esa mentalidad quisiera señalar tres rasgos:

a) El considerarse los dueños absolutos de nosotros mismos, de modo que nuestra vida nos pertenece de manera absoluta, es decir, des-vinculada y, en consecuencia, el hijo que llevo dentro es un intruso que no tiene derecho a estar en mí, salvo si yo se lo concedo. Mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero. Esta frase expresa esta mentalidad que, curiosamente, coincide con la mentalidad propia del capitalismo más salvaje, según la cual el dueño de una empresa puede decir “la empresa es mía y hago con ella lo que quiero”, aunque se queden sin trabajo todos los obreros. Esta mentalidad expresa un egoísmo atroz, y es absolutamente incompatible con el cristianismo. Pues el cristiano es de Cristo, no es el dueño de sí mismo, sino que su dueño es el Señor. 

b) El considerar la vida como un proyecto diseñado por uno mismo y no como una vocación, es decir, como una llamada que Otro, el Señor, dirige a mi libertad. Cuando se considera la vida como proyecto, se la piensa como algo diseñado por uno mismo y se es reticente a aceptar todo lo que venga a ella sin haberlo previamente previsto, buscado y deseado. Y los hijos vienen cuando ellos quieren venir, porque no los “hacemos” nosotros, sino que vienen a nosotros, a través de nosotros, pero de más lejos que nosotros. La mentalidad abortista no tiene este sentido del misterio, sino que está impregnada de una mentalidad de tipo técnico que cree que todo se puede “hacer”, cuando en realidad un hijo nunca se hace sino que se acoge. Cristianamente hablando, los hijos vienen siempre de Dios, que decide libremente crear a cada hombre, a través de la unión de sus padres, y la vida no debe considerarse, ante todo, como un proyecto personal, sino como una “vocación”, como una llamada que Dios dirige a nuestra libertad.

c) La realidad existe para que yo cumpla mis deseos. La mentalidad abortista forma parte de esa mentalidad más amplia de niños malcriados a los que no se les niega ningún capricho y a los que no se les impone ninguna ley. Entonces sus deseos se convierten en una tiránica ley que se tiene que cumplir inexorablemente porque no saben en vivir con la carencia, ni aceptar la frustración. La mentalidad abortista es hermana de la mentalidad terrorista: lo que impide la realización de mis deseos, puede ser destruido. Así piensan el terrorista y el abortista, y los dos matan. Pero cristianamente hablando la realidad no existe para satisfacer mis deseos sino para que yo aprenda a amar, lo cual, por cierto, no puede hacerse sin circuncisión de los propios deseos, ya que amar es afirmar al otro, no matar al otro, que es lo que hace el aborto.

Esta mentalidad abortista posee raíces culturales muy hondas, que ahora no podemos analizar. Pero sí quiero decir una obviedad: que no podemos combatir una mentalidad sólo en un punto -el aborto- sino que hay que combatirla en todos. Me explico: si uno es partidario del capitalismo salvaje, si uno cree que está en este mundo para realizar sus proyectos y que los demás existen para satisfacer sus deseos, será un milagro que no sea partidario del aborto, porque el aborto es un punto en el que se manifiesta esa mentalidad. 

Esta mentalidad se refuerza, además, con algunas mentiras que se dicen a propósito del óvulo fecundado, al que a menudo se considera, en contra de todo lo que nos enseña la biología, como una especie de amasijo celular más o menos informe, como una especie de excrecencia del cuerpo de la madre. De modo que las mujeres que abortan no creen que están matando a un hijo sino que se están quitando una especie de “cosa” que se ha añadido a su cuerpo.

Con todo este panorama, quien no haya tenido la suerte de conocer de verdad a Cristo, es decir, de conocerlo experiencialmente, pues no tiene nada de sorprendente que valore su embarazo (el de su mujer, el de su novia) en función de sus propios “proyectos”, y no como una llamada de Dios a acoger el nuevo ser que Él está creando. Y entonces ese hijo puede “estorbar” al proyecto que, en ese momento, queríamos realizar. 

b) El estatuto humano del embrión

Lo primero que urge dejar bien establecido es el estatuto humano del embrión. La embriología confirma, más allá de toda duda razonable, que con la penetración del espermatozoide en el óvulo (fecundación) y la subsiguiente fusión de los núcleos de estas dos células, se constituye (concepción) un nuevo ser vivo -el zigoto o embrión-, único e irrepetible, dotado de una estructura biológica microscópica sexualmente determinada que lo cualifica como individuo perteneciente a la raza humana y lo hace capaz de vivir y de crecer por sí mismo hasta convertirse en un adulto. 

En ningún momento el óvulo fecundado puede ser considerado, desde un punto de vista biológico, como una simple prolongación o excrecencia del cuerpo de la madre, por lo que no es de su mera propiedad privada, ya que es claramente algo distinto, una unidad muy estructurada en la que ya están presentes las características futuras esenciales. No se trata de una célula indiferenciada, sino que lleva inscritos, en su complejo código genético, los factores biológicos determinantes de su cualidad humana, de su singularidad irrepetible y, al mismo tiempo, los pasos del intrincado proceso mediante el cual se irá desplegando esa realidad humana.

c) La enseñanza del Magisterio de la Iglesia es moral, no antropológica

Sin entrar a discutir si es o no es filosóficamente correcto designar al embrión como “persona”, el Magisterio de la Iglesia nos enseña que hay que tratarlo con el respeto que se debe a la persona. La enseñanza de la Iglesia en este punto es moral, no antropológica. Y es una enseñanza constante y unánime en toda la historia de la Iglesia. Desde la Didaché a la Gaudium et spes, que califica al aborto como “atentado a la vida y crimen horrendo” (GS nn. 27 y 51), la condena cristiana del aborto es unánime. Ya en la Carta a Diogneto (s. II) se dice: “Los cristianos, igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben”. 

d) Aborto “directo” e “indirecto”

Desde el siglo XV se ha vuelto de uso común en la moral católica la distinción entre aborto directo e indirecto, siendo totalmente condenado el primero y moralmente tolerado el segundo. Qué se entiende por aborto “indirecto” lo explicó el Papa Pío XII el 26-XI-1951: “Porque si, por ejemplo, la vida de la futura madre, independientemente de las circunstancias del embarazo, exige una operación quirúrgica u otro tratamiento médico, que puede tener como efecto secundario, de ninguna manera querido o procurado pero inevitable, la muerte del feto, en este caso este acto no puede caer bajo la denominación de ataque directo a la vida inocente. Con estas condiciones, puede permitirse la operación, como otras operaciones médicas semejantes, presumiendo siempre que un bien de gran valor, como es la vida, está en peligro, y que no es posible esperar hasta que nazca el niño ni emplear otro remedio efectivo”. Aunque debemos de tener presente que estos casos no son frecuentes, y que muchas veces resulta clínicamente aceptable aplazar una terapia con efectos teratógenos o bien anticipar la fecha del parto. Por otra parte, la mujer tiene derecho -no obligación- a arriesgarse, retrasando al tratamiento, para permitir el nacimiento de su hijo.

e) Las leyes despenalizadoras del aborto

Una ley que favorezca el aborto es siempre injusta e inmoral, puesto que consiente la muerte de un ser humano inocente que tiene pleno derecho a vivir. Algunos afirman que la despenalización no es de por sí injusta, puesto que la autoridad no está obligada a impedir siempre y de cualquier modo todos los delitos, una tarea imposible de cumplir además. Ahora bien, es evidente que los delitos que inciden de manera negativa en las bases de la convivencia social deben ser combatidos legalmente, ya sea para aniquilar el mal, ya sea al menos para contenerlo. En caso contrario, se crea un grave y fuerte desequilibrio en la misma justicia. Es incongruente que un ladrón de aparatos de radio de los vehículos se arriesgue a ir a la cárcel, mientras que el asesino voluntario de un niño no nacido quede impune.

Toda ley inmoral plantea un gravísimo problema de conciencia. En el caso de la legislación abortista, los valores en juego son tan elevados que exigen una aplicación rigurosa de los principio de la moral general. Por tanto, la ley inmoral no sólo ha de ser combatida con los medios lícitos permitidos, sino que tampoco es lícito, en ninguna circunstancia, cooperar ni en la aprobación ni en la aplicación de la misma ley. La objeción de conciencia consiste, substancialmente, en la obligatoria afirmación –y en el consiguiente reconocimiento por parte de la ley- del “derecho a no ser obligados a participar en acciones moralmente malas”. Pues las leyes injustas no crean ninguna obligación para la conciencia, y plantean más bien un grave y preciso deber de oponerse a ellas

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“La mayor amenaza para la paz no son los misiles sino la difusión de la mentalidad abortista”, decía la M. Teresa de Calcuta. El seno materno es la cuna que Dios ha creado para acoger el inicio de la vida de sus hijos; cuando la mujer embarazada se cree en posesión del derecho a abortar, es decir, del derecho a asesinar a su hijo, esa cuna se convierte en una especie de “corredor de la muerte”, donde un ser humano, que está al inicio de su existencia -pues no hemos de olvidar que todos hemos empezado a existir como un óvulo fecundado- está esperando el día de su ejecución o el posible indulto. Verdaderamente si uno no está seguro en el seno de su madre, ¿dónde puede estarlo?

Las leyes sobre el aborto son las únicas leyes que legislan sobre un tema que nunca jamás afectará a los legisladores y que nunca jamás podrán ser criticadas por sus víctimas. De modo que siempre serán leyes que concierne a “los otros”, unos “otros” mudos, sin defensa ni voz. Supongamos, aunque nunca será posible que esta suposición se haga realidad, que la despenalización del aborto tuviera efectos retroactivos y que, en el momento de efectuar la votación, se murieran todos aquellos que no habrían nacido sin esta ley hubiera estado vigente cuando ellos estaban en el seno de sus madres. ¿Qué ocurriría en ese caso? Con toda seguridad veríamos como muchos diputados y senadores retirarían prudentemente su dedo del botón que vota “sí”, además de contemplar a toda la población indignada contra semejante propuesta de ley. Resumiendo. No olvides nunca que tú eres un embrión que ha sido respetado.

La eutanasia

Por eutanasia se entiende una acción u omisión que, por su propia naturaleza, o por sus intenciones, procura la muerte, con el fin de eliminar todo dolor y sufrimiento. El suicidio médicamente asistido es una modalidad de eutanasia voluntaria practicada en el ámbito hospitalario, que atribuye un papel activo sólo al enfermo. El médico debería limitarse a proporcionar la droga letal y las indicaciones para su uso, además de presenciar el tránsito y redactar el correspondiente certificado de defunción. 

Los partidarios de la eutanasia o del suicidio asistido argumentan sobre la base de la lógica de la compasión o de la exigencia de respetar la voluntad del interesado. Según ellos, en algunas circunstancias particulares, la muerte representa un bien para algunas personas, mientras que continuar viviendo constituye un mal. En tales casos, la caridad podría justificar y/o exigir la eutanasia. Este razonamiento se apoya en el drama del dolor. 

Vivir supone siempre un esfuerzo, como lo indica la expresión “merece la pena”. La mentalidad que subyace a la eutanasia es, de nuevo, la de que el hombre es el dueño absoluto de su propia vida y la de que la vida merece la pena ser vivida si yo, con mi juicio, declaro que lo merece; pero que si, por el contrario, mi juicio estima que mi vida no merece la pena ser vivida, puedo sencillamente destruirla. Esta postura supone que poseo una percepción perfecta de lo que es mi vida, una percepción exhaustiva de ella, y que esa percepción total y exhaustiva da lugar a una valoración tan negativa de la misma que concluyo que ya no merece la pena ser vivida, y puede ser tranquilamente desechada. 

Sin embargo este supuesto es siempre falso porque omite la consideración de la vida como don y misterio, como un don recibido de Otro -de Dios- y como un misterio, porque el centro de esa vida no es el cerebro, es decir, el pensamiento, sino lo que la Biblia llama el corazón, que es lo más misterioso que existe, tal como dice la Escritura: “El corazón es lo más retorcido; no tiene arreglo: ¿quién lo conoce? Yo, Yahveh, exploro el corazón, pruebo los riñones, para dar a cada cual según su camino, según el fruto de sus obras” (Jr 17, 9-10). El hombre no es, pues, un cerebro sino un corazón; lo que significa que, aunque el hombre no pueda razonar correctamente, ni expresar lo que siente, ni comunicarse adecuadamente con los demás, siempre puede aceptar o rechazar, ofrecer o rebelarse, amar u odiar. Todo lo cual se hace desde el corazón que es inaccesible a la mirada del hombre, aunque no a la de Dios. Concluir que mi vida no tiene sentido sería tanto como concluir que ya no puedo amar, ni puedo aceptar, ni puedo ofrecer, ni puedo orar, todo lo cual es manifiestamente falso cuando se sabe lo que es el hombre. Quienes concluyen que la vida ya no tiene sentido reducen el ser del hombre a sus manifestaciones: como quiera que éstas se pueden encontrar muy disminuidas, prácticamente anuladas (“como un vegetal”), concluyen que ya no hay hombre. 

Pero el ser del hombre, su existencia real, nunca coincide con su existencia manifiesta (E. Mounier), porque el hombre es un rostro, lo que significa una constante y permanente inadecuación entre lo que manifiesto y lo que soy: siempre soy más y otro que lo que manifiesto, y quien tomara mi existencia manifiesta por mi existencia total cometería un error y no captaría precisamente la originalidad de mi ser personal. Porque lo propio del ser personal es que no se reduce a la suma de unos caracteres: si fuera una suma sería inventariable, pero precisamente la persona es el lugar de lo no inventariable (G. Marcel), porque es una presencia, una libertad. El concepto de “persona” pretende indicar el verdadero significado del yo, distinguiéndolo de la dimensión biológica (sujeto biológico), de las funciones sociales (yo social), de la personalidad (yo psicológico) y del aspecto epistemológico (sujeto de conocimiento). 

El desafío espiritual que la eutanasia pone de relieve es el de la humildad de saberse y aceptarse criatura, el de la confianza en Dios que me ha dado el ser y que me lo ha dado para conducirme a la plenitud de mi ser en Él, el del abandono a la providencia divina que me marca las condiciones en las que yo debo vivir mi vida para florecer y dar fruto. Que el Señor nos conceda estas actitudes, para que Él pueda obrar en nosotros y a través de nosotros sus maravillas, para la salvación del mundo. Que así sea.