Frases...
La tristeza de nuestras vidas procede del hecho de que confundimos lo milagroso con lo excepcional.
Martin Steffens
VII Domingo del Tiempo Ordinario
23 de febrero de 2025
(Ciclo C - Año impar)
- El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano. (1 Sam 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23)
- El Señor es compasivo y misericordioso (Sal 102)
- Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial (1 Cor 15, 45-49)
- Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6, 27-38)
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El Señor nos propone hoy unos comportamientos que superan con mucho la lógica de lo humano. Pues ofrecer la otra mejilla para volver a ser injuriado (es decir, mantener abierta una relación que me resulta dura e injuriosa), aceptar ser desnudado por alguien que me roba la capa y a quien yo entrego también la túnica (capa y túnica eran, normalmente, todo el “vestido” de la época), no reclamar lo que es mío a quien me lo quita, son comportamientos que contradicen una tendencia básica del ser humano: la autoprotección. Y por otro lado pretender que actuemos con los demás, sin tener en cuenta el modo como los demás actúan con nosotros, también es algo que supera una ley no escrita pero profundamente humana, la reciprocidad: comportarme con el otro como el otro se comporta conmigo, amar a quien me ama, hacer le bien a quien me hace el bien, prestar a quien me prestó. El Señor, a sus discípulos, es decir, a quienes queremos vivir en comunión con él, nos pide que, frente a quienes son nuestros enemigos, nos odian, nos maldicen y nos injurian, respondamos con amor, haciendo el bien, bendiciendo y orando por ellos. San Pablo resumirá todo esto diciendo: “A nadie devolváis mal por mal, ni injuria por injuria (…) No te dejes vencer por el mal, antes bien vence el mal a fuerza de bien” (Rm 12,17-21).
Oración para cambiar
en caricia, comprensión, buena noticia.
Cambia mis oídos llenos de ruidos y críticas,
en atención acogedora.
Cambia mis ojos curiosos,
en una mirada misericordiosa y contemplativa.
Cambia mis manos activistas
en otras que acompañen y construyan vidas.
Cambia mis pies veloces y estresados
en otros rápidos que busquen al hermano.
Cambia mi cabeza llena de agobios,
en otra sosegada y solidaria.
Cambia mi corazón distraído y frívolo,
en otro que busque, encuentre y disfrute.
Señor, envuélveme en tu amor, renuévame por dentro.
VI Domingo del Tiempo Ordinario
16 de febrero de 2025
(Ciclo C - Año impar)
- Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor (Jer 17, 5-8)
- Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor (Sal 1)
- Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido (1 Cor 15, 12. 16-20)
- Bienaventurados los pobres. Ay de vosotros, los ricos. (Lc 6, 17. 20-26)
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Es imposible amar a alguien y no avisarle de los peligros que corre. En el evangelio de hoy el Señor nos ama advirtiéndonos del peligro de una vida centrada en las “riquezas”, es decir, en la obtención de todo aquello que puede saciar las necesidades más inmediatas que tenemos. Para desenvolvernos en la vida, para vivir, para crecer, ciertamente todos tenemos necesidad de bienes materiales, de alimentos, de ocio y esparcimiento y de que la gente nos reconozca como personas dignas, como gente de bien. Pero si la obtención de todo esto acapara todas las energías de nuestra vida, es decir, si nuestro corazón está puesto en todo esto “y punto” -es decir, y nada más-, entonces, dice el Señor, nosotros mismos, con esta actitud, nos cerramos la puerta del reino de Dios. Si centramos nuestra vida en todo esto, se cumplirá en nosotros la palabra de Jesús que dice: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?” (Mc 8,36).
Pues las riquezas -es decir, los bienes económicos, psicológicos, culturales etc.- fácilmente crean en nosotros una sensación de suficiencia que resulta espiritualmente mortal. Es como aquel hombre rico de la parábola que, viendo la espléndida cosecha que había tenido, se dijo a sí mismo “descansa, come, bebe, banquetea. Pero Dios le dijo: ¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que has preparado ¿para quién serán?” (Lc 12,19-20). Y también pueden crear en nosotros un endurecimiento de nuestro corazón frente al pobre, tal como le ocurrió a aquel “hombre rico que vestía de púrpura y lino y celebraba todos los días espléndidas fiestas” y que tenía a supuesta a aquel pobre, llamado Lázaro, “que deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico pero nadie se lo daba” (Lc 16,19-31).
Amistad
Estaba en una librería, curioseando entre los libros recién publicados. Reconocí los nombres de algunos autores que, en otro tiempo, me gustaban. Ahora me parecían más lejanos que si estuvieran muertos. Salí sin comprar nada y me paré donde el empleado. Estaba solo. Me habló –en otro tiempo había vivido en el campo- de dos vacas que eran tan amigas que, cuando su dueño, aprovechando una ampliación de la granja, las había separado, asignando a cada una un establo lejos de la otra, se habían negado a comer durante una semana, hasta que las reunieron de nuevo. Salí de la tienda. Llovía. Solo busco en los libros los signos de un amor no corrompido por este mundo, una realidad de la que sea imposible dudar. Aquella mañana la había encontrado en la historia de las dos vacas inseparables y de sus corazones magníficamente testarudos, en llamas bajo el espesor de sus cuerpos.
Autor: Christian BOBIN
Título: Resucitar
Editorial: Encuentro, Madrid, 2017, (pp. 161-162)
V Domingo del Tiempo Ordinario
9 de febrero de 2025
(Ciclo C - Año impar)
- Aquí estoy, mándame (Is 6, 1-2a. 3-8)
- Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor (Sal 137)
- Predicamos así, y así lo creísteis vosotros (1 Cor 15, 1-11)
- Dejándolo todo, lo siguieron (Lc 5, 1-11)
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La liturgia de la palabra de este domingo nos presenta a dos grandes creyentes, Isaías y Pedro, en el trance de descubrirse pecadores. El hombre sólo se descubre pecador cuando se encuentra con Dios, como les ocurre a Isaías y a Pedro. Quienes no se han encontrado con Dios no pueden reconocerse pecadores, sino, a lo sumo, egoístas, débiles, frágiles, inconstantes, necios, torpes, pero no pecadores. Porque el pecado es una violencia arbitraria y gratuita contra Dios, es una rebelión en toda regla contra Aquel que nos da el ser.
La conciencia de pecado sólo nace cuando el hombre descubre que existe porque Otro le abraza y le da el ser; y sin embargo inflige una bofetada a Aquel que le abraza porque quiere vivir fuera de ese abrazo. El pecado es una violencia arbitraria y gratuita contra Dios, es querer vivir lejos de Él, como el hijo pródigo, o querer comerse un cabrito con los amigos pero sin el padre, como el otro hijo de la parábola. El pecado es la peor de las injusticias porque es una injusticia cometida contra Aquel que es todo bondad, contra Aquel que es todo Amor. Es también la mayor necedad, porque es querer organizar la vida “como si Dios no existiera”, cuando en realidad “en él vivimos, nos movemos y existimos”, como dijo san Pablo en el areópago de Atenas (Hch 17, 28). Y ésa es la gran tragedia de nuestro tiempo: que el hombre, al organizar la vida al margen de Dios, se está suicidando. Y la cultura contemporánea es, en buena parte, un intento de ocultar este desastre. Porque al margen de Dios no hay nada, y, en los escasos momentos de silencio, el vacío se insinúa en el corazón.
Frases...
La esperanza
“Para esperar, hija mía, hace falta ser feliz de verdad, hace falta haber obtenido, recibido una gran gracia”
Charles Péguy
Castidad
La condición cristiana es el arte de esforzarse por responder a una vocación a la perfección mientras sondeamos la profundidad de nuestra imperfección sin desesperar y sin renunciar al ideal. Pero, ¿qué pasa si no tengo fuerzas para caminar? Pues bien, debo aprender a dejarme llevar. El éxodo de Israel, ese viaje ejemplarmente tortuoso durante el cual el pueblo cometió todas las transgresiones, desembocó en la profesión: “Debajo de ti están sus brazos eternos” (Dt 33, 27). Israel vio que la Providencia lo había guiado en las buenas y en las malas. Su comprensión correspondía al oráculo de Dios cuando estaba en el umbral de la Tierra Prometida: “El Señor tu Dios te llevaba como lleva un hombre a su hijo, a lo largo de todo el camino que han recorrido hasta llegar a este lugar” (Dt 1, 31) pasando por todos los lugares sin agua.
La ascesis primaria del cristiano es la confianza. Al confiar renunciamos a pretensiones ilusorias de omnisciencia. Nos entregamos a las manos de Dios y elegimos ser reformados según su propósito. Solo Él puede realizar su semejanza en nosotros, uniendo en un todo casto los factores dispares que configuran nuestra historia y personalidad.
Un error que los cristianos han cometido a menudo es suponer que la castidad es de algún modo normal; pero no es así, es excepcional. La virtud no nos resulta fácil: cuando intentamos practicarla, descubrimos que las heridas del pecado son profundas. Nos condicionan a fracasar en nuestro propósito. Así como nos esforzamos por aprender la caridad, la paciencia, la valentía, y las demás, también debemos esforzarnos por llegar a ser castos, dejando que la gracia haga su trabajo lento, transformador. Salvo excepciones fulgurantes, el crecimiento en la gracia, como cualquier otro crecimiento, es orgánico. Ocurre lentamente, en secreto, no sabemos cómo (cf. Mc 4, 27). Pero, con el tiempo, rinde fruto.
Presentación del Señor
2 de febrero de 2025
(Ciclo C - Año impar)
- Llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando (Mal 3, 1-4)
- El Señor, Dios del universo, él es el Rey de la gloria (Sal 23)
- Tenía que parecerse en todo a sus hermanos (Heb 2, 14-18)
- Mis ojos han visto a tu Salvador (Lc 2, 22-40)
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La fiesta que celebramos hoy, queridos hermanos, pone de manifiesto distintos aspectos del misterio de Cristo y de su Iglesia. En primer lugar llama la atención la humildad de la Virgen María que se sometió a la ley de Moisés que exigía la purificación de la mujer que ha dado a luz, a los cuarenta días del parto. Según la Ley, la exigencia de purificación viene del hecho de que, en el parto, ha habido efusión de sangre. Sin embargo, el parto de la Virgen María fue un parto virginal, sin desgarramiento ni efusión de sangre alguna, ya que el parto con dolor es una de las consecuencias del pecado original (Gn 3, 16) y cuando viene al mundo el Salvador del mundo, su victoria sobre el pecado y la muerte se expresan ya en su manera de llegar hasta nosotros. En consecuencia, María hubiera podido prescindir del rito de purificación, que ciertamente no necesitaba. Pero, al igual que su Hijo, “no hizo alarde de su categoría”, sino que “pasó por uno de tantos”: la kénosis (“abajamiento”) del Hijo de Dios hecho hombre (cf. Flp 2), se anticipa en la humildad de su madre. Buena lección para nosotros que nos encanta distinguirnos de los demás y sentirnos “especiales”: la que pudo, con toda razón, distinguirse de todas las demás madres, no lo hizo. La economía de “lo secreto”, que recomendará el Señor (Mt 6, 1-6; 16-18) se manifiesta ya en María.
En segundo lugar debemos recordar que la presentación del niño Jesús en el Templo, es el cumplimiento fiel de un precepto de la Ley de Moisés (cf. Ex 13, 2. 12-15), que tiene como finalidad recordar que todo pertenece realmente a Dios, porque es Él quien lo ha creado y quien nos lo ha entregado como un don, y que de una manera especial le pertenecen todos los primogénitos, porque el Señor, para sacar a Israel de Egipto, mató a todos los primogénitos, salvo a los de los israelitas. Es, pues, un memorial de la acción de Dios “que con mano fuerte nos sacó de Egipto” (Ex 13, 16) y un reconocimiento de la pertenencia a Dios del hijo primogénito. Cuando la Virgen María y san José presentan al niño Jesús en el Templo, están reconociendo que ese hijo es un don de Dios y que pertenece a Dios. Y el Padre del cielo acepta esa ofrenda y destina ese Hijo a la Cruz, para la salvación del mundo. De ese misterio, todavía escondido, se le da a María un anticipo profético al anunciarle que una espada le traspasará el alma: los dolores de parto que María no sufrió en Belén, se convertirán en los dolores de un parto espiritual por el que ella será constituida madre de todos los hombres, al pie de la cruz (Jn 19, 25-27).
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