Mi hermano

No tenemos que cambiar el mundo, sino a alguna persona. Ya os he hablado de mi hermano. Durante años lo he odiado, porque me robaba la atención de mis padres, que parecía que ya no estaban ahí para mí. Pero un día lo dejaron a mi cuidado por primera vez, a mí sola. Él notaba que yo me mantenía lejos de él, que estaba enfadada con él y con su forma de ser. Y entonces me abrazó y empezó a acariciarme. Después cogió las construcciones y quería hacer un avión, pero no podía. Se acercó a mí y me preguntó: “¿te ayudo?”. No sabía hablar bien aún, quería decir: “¿me ayudas?”, pero le salió lo contrario. Y ese día comprendí que él tenía razón, que aquella frase era correcta tal y como la había dicho. Era él quien me estaba ayudando a mí. He aprendido a preocuparme por mí ayudando a mi hermano. En el fondo, cualquier persona que nos necesite nos está diciendo: “¿te ayudo?”. Si solo dejáramos de protegernos de la fatiga de amar a otros, perderíamos menos el tiempo y no tendríamos miedo a renunciar un poco a nosotros mismos para ganar el doble de lo que perdamos.




Autor: Alessandro D’AVENIA
Título: ¡Presente!
Editorial: Encuentro, Madrid, 2022, (pp. 224-225)







Frases ...

Dios: crueldad y ternura

“La crueldad con la que te golpea solo es comparable a la ternura con la que hace estallar en pedazos todo lo superfluo. A ti te puede parecer que te está partiendo la cara, pero solo lo hace para sacar a la luz un rostro más dulce”


(Palabras de Sofar a Job, a propósito de Dios y el sufrimiento que aflige a Job, en la obra de Fabrice HADJADJ, Job o la tortura de los amigos, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2015, p. 41)

XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

15 de septiembre de 2024

(Ciclo B - Año par)






  • Ofrecí la espalda a los que me golpeaban (Is 50, 5-9a)
  • Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos (Sal 114)
  • La fe, si no tiene obras, está muerta (Sant 2, 14-18)
  • Tú eres el Mesías. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho (Mc 8, 27-35)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Lo primero que hace el Señor en este evangelio es indicarnos dónde está el centro del cristianismo, de la experiencia cristiana: el centro es Él, es su persona, es su identidad, es saber y creer quién es Él; el centro no son unas ideas. Por eso la pregunta que el Señor les hace es: “¿Quién dice la gente que soy yo?”.

La gente piensa que Él es uno de los enviados de Dios, uno de los que hablan de parte de Dios y anuncian lo que Dios les ha mandado anunciar, tal como hicieron Juan Bautista, Elías y cada uno de los profetas. Piensa que Jesús es uno más en esa larga lista de enviados de Dios.

Pero los discípulos han comprendido mejor quién es Jesús, han percibido mejor su identidad: Él es el Mesías. El Mesías no es nunca uno más de los enviados de Dios, sino que es el último y definitivo enviado de Dios, pues por medio de Él, Dios va a realizar la salvación total de los hombres, va a instaurar su Reino. El Mesías es, pues, el último, definitivo y poderoso Pastor y Rey enviado por Dios, con el que Dios va a decir su última palabra sobre la historia humana, implantando su Reino. Ése es Jesús. La respuesta de Pedro es la correcta.

Los cerdos suicidas

Es una de las páginas aparentemente más pintorescas del Evangelio. Jesús, que está en la otra orilla del mar de Galilea, se encuentra con un hombre poseído por un espíritu impuro que le empuja a vivir entre las tumbas y a herirse él mismo a pedradas sin que nadie sea capaz de dominarle. Jesús, que no muestra ninguna sorpresa, se dirige a expulsar al espíritu impuro que atormenta al desgraciado. Hasta aquí, nada más trivial en la vida de Jesús, ocupado siempre en expulsar a los demonios que vienen a contaminar la vida de los hombres. Pero se entabla una discusión con el espíritu, que ya se sabe vencido: nos enteramos de que se llama Legión porque, en vez de un solo demonio, es toda una tropa la que ha puesto sus cuarteles en la vida del poseso. Los espíritus impuros piden después a Jesús un extraño favor. Viendo una piara de cerdos que pacen allí cerca, en la montaña, le suplican: “Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos”.

La petición puede sorprendernos, pero lo más sorprendente es que Jesús se lo permita. Y entonces salen del desgraciado al que atormentaban para tomar posesión de los pobres animales que no habían pedido nada y que, de inmediato, como presa de una locura colectiva, corren a abalanzarse al mar, desde lo alto del acantilado donde pacían apaciblemente, y así es como se ahogaron dos mil cerdos. Esto produce estupor en la ciudad vecina, y sus autoridades piden a Jesús que se aleje: está muy bien que expulse a los demonios, pero si es al precio de la masacre del ganado, haría mejor en ir a ejercer sus talentos a otra parte, en algún lugar en el que no les guste el jamón.

XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

8 de septiembre de 2024

(Ciclo B - Año par)





  • Los oídos de los sordos se abrirán, y cantará la lengua del mudo (Is 35, 4-7a)
  • Alaba, alma mía, al Señor (Sal 145)
  • ¿Acaso no eligió Dios a los pobres como herederos del Reino? (Sant 2, 1-5)
  • Hace oír a los sordos y hablar a los mudos (Mc 7, 31-37)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El evangelio de hoy, queridos hermanos, transcurre en la Decápolis, es decir, en el territorio pagano fronterizo con Israel. Este detalle es como un guiño con el que san Marcos nos está indicando que la persona y la acción salvadora de Jesús no está reservada solo a los judíos, sino que él ha venido para ofrecer la salvación de Dios a todos los hombres. El hombre que estaba sordo y que apenas podía hablar es como un símbolo de una comunión que está bloqueada, que está afectada por unas trabas que la hacen muy difícil, casi imposible. Y la acción de Jesús va a quitar esas trabas para que ese hombre pueda vivir plenamente la comunión con los demás.

La manera como el Señor realiza esta “obra de poder” es muy significativa, porque busca un contacto corporal con el sordomudo, poniendo sus dedos dentro de sus oídos y depositando propia saliva sobre su lengua trabada. Este modo de proceder es como un símbolo de lo que es la vida cristiana: un contacto personal con Cristo, el Señor, quien, tocando nuestro cuerpo con su propio cuerpo –lo que ocurre fundamentalmente en la Eucaristía y en los demás sacramentos- va curando nuestras heridas y venciendo las resistencias y las trabas que hay en cada uno de nosotros para poder vivir en comunión plena con los demás.

La Iglesia



1. Un misterio de fe.

La realidad mistérica de la Iglesia posee una peculiar complejidad puesto que la Iglesia, al igual que Jesucristo, del que es la prolongación histórica, es una realidad divina y humana a la vez. En cuanto realidad divina la Iglesia nace de la Trinidad, es santa y santificadora, es seno maternal y redil donde las ovejas son acogidas, curadas, restauradas y santificadas. En cuanto realidad humana la Iglesia nace de la agrupación de unos hombres que no son santos, sino pecadores que van siendo santificados: es una fraternidad, un pueblo, un rebaño. Atendiendo al primer aspecto la Iglesia viene sólo de Dios, es santa, pura e inmaculada, sin mancha ni arruga (Ef 5, 27), es la Trinidad misma invitando a su mesa: el lugar libre en el icono de Rublev. Atendiendo al segundo aspecto la Iglesia es la oveja perdida que el Buen Pastor carga sobre su espalda, la esposa siempre frágil que él no cesa de arrancar de su prostitución espiritual y de purificar. Es un tesoro llevado en vasos de barro (2Co 4, 7). El misterio de la Iglesia comporta, indisolublemente unidos, ambos aspectos. Y aquí también valen las palabras del Señor: que no separe el hombre lo que Dios ha unido (Mt 19, 6). Por eso los Padres de la Iglesia hablan de ella como de la “casta meretrix”: Soy negra pero hermosa (Ct 1, 5).

Al ser la Iglesia un misterio, no hay ningún concepto, ni ningún conjunto de conceptos, que pueda expresar adecuadamente su esencia. De ahí que sólo sea posible describir el misterio de la Iglesia con la ayuda de diferentes imágenes que se corrigen, se complementan y se iluminan entre sí: pueblo de Dios, plantación y heredad de Dios, grey, edificio, templo, casa de Dios, familia de Dios; Iglesia de Jesucristo, cuerpo de Cristo, esposa de Cristo, templo del Espíritu Santo etc. (cfr. Lumen Gentium 6). En el Nuevo testamento encontramos alrededor de unas ochenta imágenes de la Iglesia, de las que el concilio Vaticano II utiliza unas treinta y cinco. De todas ellas hay tres que nos remiten a lo que de más profundo encontramos en la Iglesia, al misterio trinitario. Son estas tres: “Pueblo de Dios”, “Cuerpo de Cristo” y “Templo del Espíritu”.

2. Pueblo de Dios.

La descripción de la Iglesia como Pueblo de Dios pone de relieve el hecho de que la salvación no se entrega a cada uno por separado, sino a una comunidad, a un pueblo, en el que el individuo es recibido y acogido para poder participar personalmente de la acción salvadora de Dios. Subraya también que la Iglesia existe antes que el individuo: éste es aceptado y cuidado por ella.