La ética en la vida cristiana


1. El papel de la ética en la vida cristiana.

El problema del papel de la ética en la vida cristiana se planteó, en la Iglesia primitiva, a raíz de los miles y miles de judíos que han abrazado la fe y todos son celosos partidarios de la Ley (Hch 21,20). Todos ellos piensan que el cristiano debe seguir observando la Ley, es decir, la ley judía, la Torá, la ley que Moisés recibió en el Sinaí de las manos de Dios y que, en la tradición del judaísmo, se identifica con la sabiduría divina. Por ello la Ley era para el judío, en su vida cotidiana, la palabra de Dios, el agua que apaga la sed, el pan que da la vida, la viña o el retoño de frutos excelentes, el tesoro de la sabiduría y de la ciencia. En pocas palabras, en el pensamiento judío la ley ocupa el lugar que san Juan y san Pablo proclamarán como propio de Cristo.

La respuesta cristiana a esta cuestión llegó por medio de san Pablo y se formula en estos términos contundentes: el cristiano ha sido liberado de la Ley: Si os guiáis por el Espíritu, no estáis bajo la Ley (Ga 5,18). No estáis bajo la Ley sino bajo la gracia (Rm 6,14). Con esta respuesta Pablo entiende que el cristiano está liberado no sólo de las prescripciones rituales de la Ley, sino también de los preceptos propiamente morales e incluso de todo aquello que el concepto de “ley” implica, es decir, el de un régimen de heteronomía moral en el que el hombre está situado frente a un precepto que es exterior y distinto de él mismo y al que, sin embargo, debe obedecer.

2. La Ley en la historia de la salvación.

Para comprender el papel que la Ley desempeña en la historia de la salvación es necesario distinguir algo que habitualmente identificamos: el pecado y la transgresión de la Ley. El libro del Génesis, en efecto, sitúa el pecado de Adán y de Eva no sólo en el acto de desobedecer el precepto divino, sino también y sobre todo en su deseo de ser como Dios. En el relato del pecado original quien más y peor peca es la serpiente, la cual, a pesar de no haber transgredido ningún precepto, es, sin embargo, la más severamente castigada y la única maldecida por Dios. En la comprensión cristiana del misterio del mal, el pecado es, antes que nada, enemistad con Dios (Rm 8,7), algo así como una potencia malvada, profundamente enraizada en el ser del hombre, por la cual el hombre en vez de consagrarse a Dios y a los demás, se consagra todo a sí mismo, en una afirmación egocéntrica e idolátrica de sí mismo. Es lo que san Pablo denomina la carne o la ley del pecado que habita en mí (Rm 7,14-25) y que conduce al odio a Dios (Rm 8,7). San Agustín describirá bellamente esta situación al afirmar Fecerunt civitates duas amores duo: terrenam scilicet amor sui usque ad contemptum Dei, caelestem vero amor Dei usque ad contemptum sui (De civitate Dei, XIV 28: PL 41,436).

La Ley es ciertamente santa, buena y espiritual, pero es de todo punto impotente para liberar al hombre de esa potencia de muerte que habita en él y que es el pecado. No sólo eso sino que, según la narración bíblica, la serpiente, que es la responsable última de todos los males del mundo, ha utilizado el precepto divino para inducir a nuestros primeros padres a la desobediencia. De este modo el precepto divino, destinado a preservar en ellos la vida, se ha convertido en una ocasión de muerte. De ahí que Pablo afirme: ¿Qué decir, entonces? ¿Que la ley es pecado? ¡De ningún modo! Sin embargo yo no conocí el pecado sino por la ley (Rm 7,7). Es decir, ese poder que es el pecado, ha utilizado la Ley para despertar en nosotros un aluvión de deseos pecaminosos: Mas el pecado, tomando ocasión por medio del precepto, suscitó en mí toda suerte de concupiscencias; pues sin ley el pecado estaba muerto (Rm 7,8). El papel de la Ley es, pues, el de hacer posible la “transgresión”, por medio de la cual el pecado revela su verdadera identidad y muestra su auténtico rostro. De este modo el hombre toma conciencia de su auténtica situación e, instruido por esta experiencia dolorosa, puede apelar al único Salvador: Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! (Rm 7,21-25).

3. La ley del cristiano.

¿Entonces el cristiano es un hombre sin ley que está más allá del bien y del mal, y que, por lo tanto, puede hacer cualquier cosa? Pues ¿qué? ¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley sino bajo la gracia? ¡De ningún modo! (Rm 6,15). La vida cristiana es liberación de la ley del pecado y de la muerte, pero por medio de otra ley, la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús (Rm 8,2). Con esta “ley del espíritu de vida” se supera el régimen legal porque se supera la heteronomía propia de toda Ley exterior al hombre. Pues el contenido de esta ley se identifica tanto con la persona misma del Espíritu Santo como con la acción en nosotros de este mismo Espíritu. No se trata, por lo tanto, de un nuevo código, sino de una ley creada en nosotros por el Espíritu Santo, cumpliendo la antigua profecía pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré (Jr 31,33). Para la Iglesia y su liturgia la promulgación de esta ley nueva no data del sermón de la montaña, sino del día de Pentecostés, cuando “el dedo de la mano derecha del Padre” (digitus paternae dexterae), inscribió Su ley en el corazón de los discípulos al recibir el Espíritu Santo.

El contenido, en efecto, de esta nueva ley no es otro que el mismo Espíritu Santo, el Amor subsistente de Dios, la caridad divina, que es la ley en su plenitud (Rm 13,10). La caridad no es una norma de acción, sino una fuerza, un dinamismo, por medio del cual la fe se hace operativa: Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad (Ga 5,6). Pero el dinamismo de la caridad hace caminar según el Espíritu y no dar satisfacción a la concupiscencia de la carne. De ahí que el cristiano, que ha sido liberado de la Ley, siguiendo la ley del espíritu, cumple sobreabundantemente todo el contenido de la Ley. Es un hombre espiritual y, por ello mismo, evita las “obras de la carne”: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odio, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios (Ga 5,21). Dejándose conducir por el Espíritu el cristiano realiza el “fruto del Espíritu” que es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Ga 5,22).

Si todo esto es así ¿por qué la Iglesia promulga leyes positivas que obligan al cristiano? Por una sola razón: para facilitar el discernimiento de lo que corresponde o no corresponde a una vida según el Espíritu. Pues no debemos olvidar que, mientras el cristiano vive en esta tierra, sólo posee el Espíritu imperfectamente, como una prenda (Rm 8,23; 2Co 1,22), y está sometido al combate espiritual contra las tendencias de la carne, que fácilmente pueden enturbiar la razón. Pongamos un ejemplo: mientras los cristianos comulgaban frecuentemente la Iglesia no pensó en obligarles a comulgar una vez al año. Pero al disminuir el fervor, la Iglesia promulgó el precepto de la comunión pascual para recordarles que no se puede poseer la vida divina sin nutrirse de la carne de Cristo. En realidad aunque todos estén obligados, esta ley no está dirigida al cristiano ferviente que sigue comulgando durante el tiempo pascual no en virtud del precepto eclesial, ni tampoco del precepto del mismo Señor, sino en virtud de la exigencia interior, que le empuja durante todo el año a comulgar todos los domingos o incluso todos los días. Esto no significa que ya no esté vinculado al precepto, sino que, mientras sienta esta exigencia interior, fruto del Espíritu Santo que lo guía, cumplirá el precepto de manera sobreabundante, sin siquiera pensarlo. Por otra parte, el día que ya no experimente esta exigencia interior, la ley estará ahí para vincularlo y advertirle, así, de que ya no está animado por el Espíritu Santo. Todo lo cual nos permite también comprender que la ley eclesial exterior es un elemento secundario, que debe ser siempre expresión de la ley interior que es la caridad divina el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm 5,5).