El milagro de la esperanza


EL DESEO DEL HOMBRE, ENCLAVE DE LA ESPERANZA

La esperanza, junto con la fe y la caridad, constituyen las tres virtudes teologales que fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano, informando y vivificando todas las virtudes morales. Las tres virtudes teologales son infundidas por Dios en el alma de los fieles por el bautismo y son la garantía de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en el hombre (CEC 1266 y 1813).

“La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo” (CEC 1817)

“La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad” (CEC 1818).

La fe, la esperanza y la caridad, siendo distintas van siempre unidas y constituyen la articulación fundamental del organismo espiritual del cristiano. El gran poeta cristiano Charles Péguy ha sabido cantar esta unidad diferenciada de las tres virtudes teologales en este magnífico texto:

“Porque mis tres virtudes, dice Dios, mis criaturas,
mis hijas, mis niñas,
son como mis otras criaturas de la raza de los hombres:
la Fe es una esposa fiel.
la Caridad es una madre, una madre ardiente, toda corazón,
o quizá es una hermana mayor que es como una madre.
Y la Esperanza es una niñita de nada
que vino al mundo la Navidad del año pasado
y que juega todavía con enero, el buenazo,
con sus arbolitos de madera de nacimiento, cubiertos de escarcha pintada,
y con su buey y su mula de madera pintada,
y con su cuna de paja que los animales no comen porque son de madera.
Pero, sin embargo, esta niñita esperanza es la que atravesará los mundos, esta niñita de nada,
ella sola, y llevando consigo a las otras dos virtudes,
ella es la que atravesará los mundos llenos de obstáculos.
Como la estrella condujo a los tres Reyes Magos desde los confines del Oriente, hacia la cuna de mi Hijo,
así una llama temblorosa, la esperanza,
ella sola guiará a las virtudes y a los mundos,
una llama romperá las eternas tinieblas.

Por el camino empinado, arenoso y estrecho,
arrastrada y colgada de los brazos de sus dos hermanas mayores,
que la llevan de la mano,
va la pequeña esperanza
y en medio de sus dos hermanas mayores da la sensación de dejarse arrastrar
como un niño que no tuviera fuerza para caminar.
Pero, en realidad, es ella la que hace andar a las otras dos,
y la que las arrastra,
y la que hace andar al mundo entero
y la que le arrastra.
Porque en verdad no se trabaja sino por los hijos
y las dos mayores no avanzan sino gracias a la pequeña.”

La esperanza es el oxígeno del que todo hombre necesita para poder respirar y crecer. La esperanza consiste en desear alcanzar algo que está fuera de nosotros. La esperanza es un poder interior, una potencia espiritual que nos religa a una realidad transcendente, distinta de nosotros. Ella es el resorte eficaz de toda existencia, el motor de todas las grandes búsquedas de la humanidad. La esperanza es la que hace posible todo nuevo intento y todo nuevo impulso.

“¿Alguien nos ha prometido alguna vez algo? Entonces, ¿por qué esperamos?”, escribe C. Pavese. La espera es la estructura misma de nuestra naturaleza, la esencia de nuestra alma; no es un proyecto nuestro, se nos da. Por eso la promesa está en el origen mismo de nuestra hechura y la vida es este continuo “tender a”, tender hacia la promesa. 


Las esperanzas y la esperanza


Benedicto XVI, en su encíclica sobre a esperanza cristiana, escribe: “A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que solo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar” (nº 30).

“Más aún: nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas-, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto” (nº 31).

“En este sentido, es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando “hasta el extremo”, “hasta el total cumplimiento” (cf. Jn 13,1; 19,30) (nº 27). 

QUÉ ES LA ESPERANZA

a) Una espera

El Creador se da a esperar a su criatura: ése es el objeto de la esperanza cristiana, de la esperanza teologal, el término de su espera. Humanamente hablando es una locura y se comprende que ningún filósofo haya ni siquiera soñado con esta posibilidad. Los filósofos han conocido la esperanza humana, la que constituye la trama de nuestras vidas, la que espera unos bienes futuros, arduos y difíciles pero, sin embargo, accesibles, bien por nuestros propios recursos o bien por los recursos de nuestros amigos. ¿Qué haría el hombre sin esperanza?

Todos estos elementos de la esperanza humana los volvemos a encontrar transpuestos en la esperanza teologal, aunque profundamente transfigurados. Porque el Bien que la esperanza teologal espera es infinito, es, nada más y nada menos, el encuentro con Dios en la visión inmediata de su esencia. Hacia la Pascua del año 57, san Pablo, escribe desde Éfeso a la pequeña comunidad cristiana de Corinto: “Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido” (1Co 13,12). Un poco más tarde, hacia el final del siglo I, en los años 96-98, también desde Éfeso, san Juan escribe: “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se manifestado todavía lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él. Porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,2). Estas extrañas certezas se apoyan sobre la súplica que hizo el Salvador en el momento de su sacrificio: “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo” (Jn 17,24).

La esperanza teologal es una fuerza segura y tranquila, demasiado divina para impacientarse. Porque en ella no esperamos nuestra recompensa (la que nosotros podamos merecer por nuestras buenas obras), sino Su recompensa, la que Él, en su liberalidad infinita, ha decidido darnos, una recompensa que, como le dijo ya a Abraham, es “muy grande” (Gn 15,1). Esperar, para nosotros, no significa esperar algo de Dios, sino esperar a Dios mismo. Así lo afirma san Agustín, comentando el salmo 39, 7-8: “Sea tu esperanza el Señor tu Dios; no esperes cosa alguna del Señor tu Dios, sino que el mismo Señor sea tu esperanza. Muchos esperan de Dios algo diferente de Él; pero tú busca al mismo Dios (…) Olvidando todo lo demás, acuérdate de Él; dejando todo atrás, corre hacia Él (…) Él será tu amor”. Y en un sermón (313/F) sigue diciendo: “¿Cuál es entonces el objeto de nuestra esperanza por el cual, una vez presente, entrando como realidad, cesaría la esperanza? ¿Cuál es? ¿Es la tierra? No. ¿Algo que deriva de la tierra, como el oro, la plata, el árbol, la mies, el agua? Ninguna de estas cosas. ¿Algo que vuela en el espacio? El alma lo rechaza. ¿Es tal vez el cielo tan bello y adornado de astros luminosos? ¿De estas cosas visibles qué hay de hecho más deleitable, más bello? Tampoco es esto. Entonces, ¿qué es? Estas cosas nos gustan, son bellas, son buenas: busca a quien las ha hecho, Él es tu esperanza (…) Dile: Tú eres mi esperanza”. Porque tal como magistralmente expresa Guillermo de Saint-Thierry: “La contemplación de tus bienes es ciertamente para nosotros un dulce consuelo, pero sin tu presencia, no nos sacia perfectamente”.

b) Un impulso

La esperanza posee dos aspectos: por un lado es espera de un bien y por otro lado es impulso hacia ese bien. El mismo Dios que se nos ofrece como el término y el objeto de nuestra esperanza es el que está al inicio de este impulso que nos conduce hacia él. El supremo “toque” divino por el cual él nos hará completamente felices en el cielo, ha empezado por ser el supremo “toque” divino por el cual él nos ha atraído hacia él y se ha convertido en el objeto de nuestro deseo. El Dios que está al final, está también al principio. “No me buscarías si yo (Dios) no te hubiera encontrado”.

En el origen de la certeza experimental de la esperanza teologal está la certeza especulativa de la fe teologal, certeza de la que participa la esperanza. Pues no hay esperanza teologal sin fe teologal: la certeza tendencial, vivida, experimental, de la esperanza se funda sobre las certezas del conocimiento contemplativo de la fe. La primera de esas certezas es que Dios nos ama y que nos ha creado para conducirnos, si nosotros no se lo impedimos, a la paz de su eternidad. La segunda es que Dios es fiel y que, por lo tanto, estoy “firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús” (Flp 1,6). “Mantengamos firmes la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa” (Hb 10,23). Porque “si somos infieles, Él permanece fiel, no puede negarse a sí mismo” (2Tm 2,13). Porque Dios no miente: “Con la esperanza de vida eterna, prometida desde toda la eternidad por Dios que no miente” (Tt 1,2).

Y aquí parece el símbolo del ancla. De la esperanza que Dios nos ha propuesto y a la que nos asimos (cf. Hb 6,18) se nos dice que “en ella tenemos nosotros como un ancla firme y segura de nuestra alma, que penetra hasta dentro de la cortina, adonde entró por nosotros como precursor Jesús, hecho, a la manera de Melquisedec, sumo sacerdote para la eternidad” (Hb 6, 19-20). Lo que es el ancla arrojada en el puerto para el marinero, es la esperanza para el cristiano: ella penetra más allá del velo del tiempo hasta el puerto de la eternidad. Muy pronto, desde el siglo II, el ancla será, en las catacumbas romanas, el signo de la respuesta cristiana al misterio de la muerte; el ancla es la más antigua imagen simbólica de los epitafios cristianos. Pero el ancla puede también ser arrojada en plena mar para inmovilizar el navío: así, afirma Santo Tomás, en el océano del mundo, la esperanza inmoviliza el alma en Dios. De todos modos el ancla no es más que un símbolo, puesto que ella se engancha a los bajos fondos de las profundidades, mientras que la esperanza se engancha en las alturas, en Dios mismo. Pues en realidad, como observa Santo Tomás, en esta vida no hay nada en lo que el alma pueda establecerse; en signo de lo cual, la paloma que soltó Noé, no teniendo donde posarse, volvió al arca: por eso se dice que la esperanza va más allá del velo (cf. Hb 6,19).

EL FUNDAMENTO DE LA ESPERANZA

La esperanza es como un milagro inesperado, porque ella encierra una especial dificultad, tal como expresó bellamente Ch. Péguy:

“Pero la esperanza, dice Dios, esto sí que me extraña,
me extraña hasta a Mí mismo,
esto sí que es algo verdaderamente extraño.
Que estos pobres hijos vean cómo marchan hoy las cosas y que crean
que mañana irá todo mejor,
esto sí que es asombroso y es, con mucho, la mayor maravilla
de nuestra gracia.
Yo mismo estoy asombrado de ello”.

Qué verdad es que la esperanza no es evidente por sí misma, que no marcha sola. Es verdad: para esperar es necesario haber recibido una gran gracia. ¿Pero qué gracia? ¿Cuál es la gran gracia, la mayor gracia que todos nosotros hemos recibido? El encuentro con Cristo, el encuentro son Su presencia que ha hecho saltar nuestro corazón, al percibir que nos miraban con una ternura como nunca antes nos había sucedido, que nos abrazaban como jamás habíamos soñado, que nos perdonaban como nadie podía imaginar. La esperanza nace como una flor de la fe, es decir, del reconocimiento de esta Presencia. Por eso para vivir con esperanza es necesario mirar continuamente esta gracia que ha entrado en nuestra vida, convivir con esta Presencia y atender a sus signos. Pues cuanto más convivimos con la presencia de Cristo, más verificamos en la vida el céntuplo, como nos ha recordado Benedicto XVI: el céntuplo es el comienzo del cumplimiento de la esperanza, del cumplimiento del deseo del corazón.

La esperanza cristiana nace cuando se conoce al Dios cristiano. Es lo que le sucedió a santa Josefina Bakhita que, tras conocer a diferentes “dueños” en su experiencia de la esclavitud, llegó a conocer a un “dueño” totalmente diferente, que ella llamó “paron” en el dialecto veneciano que había aprendido. “Hasta aquel momento solo había conocido dueños que la despreciaban y maltrataban o, en el mejor de los casos, la consideraban una esclava útil. Ahora, por el contrario, oía decir que había un “Paron” por encima de todos los dueños, el Señor de todos los señores, y que este Señor es bueno, la bondad en persona. Se enteró de que este Señor también la conocía, que la había creado también a ella; más aún, que la quería. También ella era amada, y precisamente por el “Paron” supremo, ante el cual todos los demás no son más que míseros siervos. Incluso más: este Dueño había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la esperaba “a la derecha de Dios Padre”. En este momento tuvo “esperanza”; no solo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue “redimida”, ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios. Entendió lo que Pablo quería decir cuando recordó a los Efesios que antes estaban en el mundo sin esperanza y sin Dios; sin esperanza porque estaban sin Dios”. (nº 3) 

LA MISERICORDIA DIVINA, FUENTE DE LA ESPERANZA TEOLOGAL

El gran obstáculo para la realización de la esperanza el pecado, que es la negación de Dios como objeto de nuestra esperanza, y su sustitución por una criatura. El pecado es completamente incompatible con el objeto de la esperanza: vivir en Dios, existir directa e inmediatamente sumergidos en una comunión total y absoluta con Él (eso es lo que significa “le veremos tal cual es”): “Todo el que tiene esta esperanza se purifica a sí mismo, como él es puro”, dice san Juan (1Jn 3,2). Al crear seres libres para invitarlos a entrar en su Amor, Dios se exponía a ser rechazado, porque el amor no puede ser impuesto, ya que es un acto esencialmente libre. Se exponía por lo tanto a ver su creación amada estropeada por el abismo de sufrimiento y de muerte que el pecado comporta. Y Dios aceptó, desde toda la eternidad, la posibilidad de este “fracaso”, respetando con una magnanimidad absoluta el libre arbitrio de sus criaturas, incluso cuando se utiliza para pecar, en vistas de un bien más grande que lo “sobrecompensará” (y que la liturgia de la Vigilia Pascual canta en el pregón con la sorprendente afirmación ¡oh feliz culpa que nos ha merecido tal redentor!).

La esperanza teologal no debe ser rota por la consideración de nuestras faltas y pecados, incluso si en el momento de nuestra muerte las potencias de la desesperación y del infierno quieren afrontar el supremo combate contra nuestra esperanza. Así le ocurrió a Savonarola ante la proximidad de su muerte. El recuerdo de algunas verdades de fe como la de que “de Dios no se ríe nadie” (Ga 6,7) o la de que “es una cosa terrible caer en las manos del Dios vivo” (Hb 10,31) le produjo una terrible angustia en su alma. Pero la esperanza salió victoriosa porque su fundamento es la misericordia divina. En esa circunstancia escribió: “Dios que eres misericordia, quita mi miseria, quita mis pecados, porque ellos son mi suprema miseria. Socorred a este miserable, manifestad en mí vuestra obra, ejerced en mí vuestro obrar. El abismo llama al abismo. El abismo de la miseria llama al abismo de la misericordia. El abismo de los pecados llama al abismo de las gracias. Pero el abismo de la misericordia es más grande que el abismo de la miseria. Que el abismo absorba al abismo, que el abismo de la misericordia absorba al abismo de la miseria”.

La todopoderosa auxiliadora misericordia es el principio y la fuente de la esperanza teologal. Es la omnipotencia puesta al servicio de la piedad, es decir, de la obra salvadora de Dios, obra que es más sorprendente que la creación del cielo y de la tierra, puesto que se trata de buscar a la criatura que yace en el pecado para transferirla a la vida divina. El rayo del Amor divino que visita al hombre en la tarde de la caída, va a revelar una profundidad todavía ignorada, una coloración desconocida de ese Amor, que sólo será manifestada con el Evangelio: la de un Amor que perdona el pecado y se apiada de los sufrimientos y de las miserias que resultan de él como si fueran propias, como si las sufriera él mismo. Es en este como si donde se esconde le fondo del misterio. Santo Tomás afirma que se llama misericordioso al que siente en su corazón la miseria del prójimo y le presta socorro como si fuera propia.