Contra el demonio: pobreza y sacerdocio

La necesaria desnudez

Gregorio Magno observa que el diablo, espíritu puro, no necesita riquezas materiales y nos las cede de buena gana. Esta liberalidad sólo sirve para proporcionarle más agarraderos: puede poseernos por medio de nuestras posesiones; con las cosas a las que estamos apegados, puede llevarnos como con una correa. El desprendimiento es, pues, el mejor escudo espiritual; la desnudez, nuestra más sólida armadura. “Los espíritus del mal no poseen nada como propio en este mundo. Debemos, pues, luchar desnudos con esos seres desnudos. Porque si un hombre vestido lucha contra un hombre desnudo, rápidamente es derribado en tierra, porque ofrece muchos agarraderos. ¿Y que son, en efecto, todos los bienes terrestres, sino una especie de vestido para el cuerpo? El que se prepare, pues, para combatir al diablo, que deje sus vestidos para no sucumbir”, nos advierte san Gregorio Magno. Y añade: “No basta abandonar lo que es nuestro, si no nos abandonamos también a nosotros mismos”. Pues si de esa desnudez sacamos orgullo, como esos campeones del ayuno que desprecian a sus hermanos poco dotados para la ascesis, nos hacemos semejantes al diablo. 

Jacques Maritain indicó muy bien el peligro de una Nueva Evangelización que olvidara esa desnudez para reducir su novedad a la vieja tentación: contentarse con recurrir a los grandes medios del mundo, tener bastante con integrar nuevas tecnologías. Recuerda él que el apostolado de Jesús se llevó a cabo sólo mediante la presencia de un Cuerpo en una túnica sin costuras: “¿Cuáles fueron los medios temporales de la Sabiduría encarnada? Predicó en las aldeas. No escribió libros, un medio demasiado cargado de materia, no fundó periódicos ni revistas. No preparaba discursos ni conferencias, abría la boca y el clamor de la sabiduría, la frescura del cielo pasaba sobre los corazones. ¡Qué libertad! Si hubiera querido convertir el mundo con los grandes medios del poder, con los ricos medios temporales, con los métodos americanos, qué fácil hubiera sido. ¿No le ofreció alguien todos los reinos de la tierra? Haec omnia tibi dabo. ¡Qué ocasión para el apostolado! Nunca se encontrará otra parecida. La rechazó”. 

Más que nunca, en estos tiempos azarosos de la digitalización del anuncio y de la comunión de banda ancha, hay que insistir en la actualidad, en la permanente novedad, de la proximidad física en el orden más espiritual. Lo cual no quiere decir que se tengan que despreciar libros, periódicos, conferencias, multimedia, superproducciones, sino más bien comprender que esos medios pesados, superiores cuando se trata de vender una mercancía, son inferiores cuando se trata del testimonio de la fe. “Esos medios, escribe Maritain, son los medios propios del mundo y, desde el pecado de Adán, manifiestan el dominio del príncipe de este mundo. Nuestro oficio es arrancárselos en virtud de la sangre de Cristo. Sería absurdo despreciarlos o rechazarlos, son necesarios, forman parte del tejido natural de la vida humana. La religión debe consentir en recibir su ayuda. Pero, por la salud del mundo, conviene que se salvaguarde la jerarquía de los medios y sus justas proporciones relativas”. Y explica el filósofo que, en el ámbito de la fe, la jerarquía es inversa. Los medios temporales ricos y pesados de la potencia mundial están subordinados a los medios temporales pobres y ligeros del apóstol: No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saludéis a nadie en el camino (Lc 10, 4). Esa pobreza es el medio más rico contra el que ofrece todos los reinos de la tierra. 

Hemos de creer además que, para una óptima comunicación, el Creador nos ha dotado, con nuestro cuerpo, nuestros ojos, nuestra mano, nuestra boca, de todo lo necesario para llegar a lo esencial. Únicamente nuestros brazos limpios son apropiados apara abrazar a un hermano. Únicamente nuestras palmas desnudas tienen el poder de acariciar un rostro. Y hace falta que nuestras bocas abandonen el megáfono para ser capaces de besar. 

El sacerdocio

En los sacramentos, siempre se da la presencia mutua de los cuerpos: imposible confesarse por el Messenger o comulgar por webcam. Los dones supremos del Eterno reclaman la mediación de esta carne perecedera y, en lugar de difundirse a distancia, sin rostro, sin encuentro con el prójimo, la gracia se hace más viva si se ofrece a través de un cura bien gordo.

Esto es lo terrible para el demonio. Hemos visto que, según Grignion de Monfort, en cierta forma temía más a María que a Dios mismo, porque le resultaba más humillante ser aplastado por una joven que por el Todopoderoso en sí. ¿Qué decir cuando es derribado no sólo por un ser de carne, sino por un tipo que ni siquiera es inmaculado, por un pecador ordinario, es decir, por un pobre sacerdote que recita su fórmula y por cuyo intermedio da Dios su misericordia? El diablo no puede soportarlo. Es un hueso atravesado en la garganta: detesta el sacerdocio hasta el extremo. 

Como el demonio es humillado por el sacerdocio, no puede hacer otra cosa que emprenderlas especialmente con los sacerdotes, convertirlos en blancos privilegiados de su amor y, en el momento en que uno es elevado a la jerarquía apostólica, abrirse voluptuosamente cobre él: ¡con qué severidad, por tanto, no se arrojará sobre el Soberano Pontífice para hacerle tomar gusto por el poder y la pompa! 

El carácter concreto, histórico, personal y cultural de cada Papa –con su careto particular, con su ascendencia polaca, bávara o negra, en la que sume las peripecias de la historia- nos impide reducir el cristianismo a ideología, caer en la abstracción, obligándonos a que nuestra relación con el Evangelio se ejerza mediante una caridad concreta y filial hacia ese carcamal vestido de blanco: un pobre hombre, en el fondo, si se considera en relación con la Majestad divina, pero por eso mismo ejemplar de esos pobres hombres que somos nosotros, signo sensible del Verbo que se ha hecho uno de nosotros.



Extraído de: Fabrice HADJADJ, La fe de los demonios (o el ateísmo superado), Nuevo Inicio, Granada, 2009