La enfermedad de un niño


(El texto recoge las reflexiones de un padre que ha acompañado a su hijo de dos años de edad afectado por la leucemia, durante su larga estancia en el hospital. Son reflexiones que el padre hace dialogando mentalmente con su hijo)


Saber esperar


He comprado un tiesto de arcilla, sustrato universal y unas cuantas semillas de petunia. Las he sembrado, y durante muchos días he humedecido el terreno con agua del grifo, dejando la maceta al lado de la ventana para que el sol la tueste y pueda germinar lo todavía invisible.

Hoy, al saber que las semillas de petunia, por ser pequeñas, no deben enterrarse muy profundas, he resuelto vaciar la maceta, volver a llenarla con tierra nueva y plantar otras semillas. Dicen que esta flor tarda meses en brotar, y es horrible la impaciencia que experimento: quisiera brotarla al instante como un druida, acelerar su crecimiento.

El caso es que hace un momento, cuando soplabas la vela con forma de número cinco, he comprendido que no tengo que hacer nada para hacer que la petunia florezca. Sólo ser un hombre que espera y que sabe que luego del tiempo necesario sucederá la corola. Hoy celebras tu quinto cumpleaños en el planeta Tierra luego de dos años de quimioterapia. Hace unos meses eras un niño calvo en la cama de un hospital. Eras la tierra de esta maceta, sin flores, muerta de puro invierno. Hoy sonríes, respiras, juegas, comes, vas al colegio. Eres una flor perfecta con aroma de resucitado. 



La enfermedad


Érase una vez un viernes con edificios, un par de nubes y un gato negro debajo de un coche. Este viernes sucede todos los días. Hoy mismo, este miércoles, ha venido a mi despacho para decirme algo. Me refiero al viernes en que te pregunto si te duele la pierna derecha, la que ladeas. Tienes una zancada rara. Por eso te descalzo. No tienes piedras, serán las zapatillas. Érase una vez un viernes con mucho frío y una calle con árboles por la que caminan de la mano un padre y su hijo. El hijo sólo tiene dos años. Érase una vez, de pronto, tu enfermedad. Llega siempre a una hora inoportuna, sin pedir permiso, y nos aborda maleducadamente, como una salteadora. La inteligencia no la comprende, desconoce su idioma. Para entenderla es necesario ser tonto. He conocido a muchos hombres capaces de hablar varias lenguas o escribir un ensayo erudito sobre cualquier asunto difícil. Al recibir la visita de la enfermedad, la mayoría son bebés que balbucean. Todos sus saberes ceden como una bolsa de plástico cuando contiene un peso superior a su resistencia. Ellos iban silbando y de repente miran sus planes por el suelo, las manos sosteniendo las asas rotas, ni rastro de la antigua seguridad. 

No estaba dispuesto a renunciar a mis planes: ver crecer a mis hijos, morirme antes que mis hijos. Pero la vida no nos obedece. Es imposible domesticarla. Corre, salta, ladra por los prados del tiempo. No hay nadie capaz de ordenarle dame la pata, siéntate, ve a por la pelota. Hay una belleza secreta en su rebeldía. Un orden tras su aparente sinsentido. Un camino oculto en el azar de sus correrías. 

La señora T, al explicar lo que sintió cuando le comunicaron la noticia de su cáncer, dijo que fue como si, de pronto, le hubieran arrebatado todo el futuro. También se evaporaron los álbumes de fotos que nos quedaban y tus novias y la carrera que elegirías. La enfermedad pone el tiempo patas arriba. Cuando nos acorrala, lo primero que pide es la moneda del futuro. Todo aquello que tenemos planeado que suceda. Me di cuenta de la cantidad de tiempo que uno emplea construyendo ese tiempo inútil. Hasta entonces uno se piensa que la vida se divide en lo que sucede, lo que ha sucedido y lo que sucederá. Así lo aprendemos desde niños, lo damos por hecho. Ahora sé que sólo existe lo que está sucediendo. El pasado y el futuro son un intento de poner orden a lo que sucede sin detenerse, desatadamente. La enfermedad de un ser querido, nuestra propia enfermedad, nos arrebata esa ficción en la que pasamos tantas horas y nos regala el tesoro del ahora. De otro modo, el pájaro que se ha posado en el alféizar, mientras escribo, sería un pájaro cualquiera. Lo aprendí durante nuestra estancia en el hospital. Todo cuanto cruzaba la ventana de nuestra habitación –la ventana era nuestro reloj, la pista que teníamos para saber qué momento del día- adquiría su verdadera importancia. En el hospital, todo era el último pájaro, la última nube, el último crepúsculo.

Sólo los tontos, los santos, los locos y los niños danzan en los salones del ahora. Sólo los niños, los tontos, los santos y los locos lográis vivir sin asomaros al futuro. 

Un niño enfermo es un libro escrito por Dios con la tinta sagrada del sufrimiento en el dialecto de un amor que no se inquieta ni exige explicaciones. 

Consolar

A los amigos y familiares que venían a vernos se les notaba mucho cómo intentaban esconder su crispación con una risa torpe, impostada, con la armadura de unas palabras consoladoras. Seguro que acaba bien. No sabes cuánto lo siento. Para lo que necesitéis. Rezaremos. Yo tuve un amigo y luego nada. Los tratamientos ahora son mejores que en el pasado. Verás como todo se queda en un susto. Pensaban que así conseguían aliviarme. Lo hacían de buena fe. Pero sus frases no servían para nada, se quedaban en la orilla de mi dolor, eran como dardos que caen durante el vuelo, antes de la diana. Date cuenta: todas nos aseguraban un futuro mejor, nos movían del ahora llevándonos a rastras al mundo de las hipótesis. La verdadera ayuda hubiera sido un visitante que, sentándose a mi lado, te adorase como hacen los monjes delante de los iconos.

El capellán del hospital allanaba nuestra habitación con cara de sabelotodo, y eso no me gustaba: la vida no es una tabla de multiplicar. Aquel día te bendijo. Trazó con el dedo la señal de la cruz, sobre tu frente, y yo se lo agradecí. Luego me dio muchos consejos. Parlamentó sobre la muerte y la otra vida y nuestra habitación se volvió irrespirable con tantas palabras. Tuve que salir mientras él salía soltando aquellas frases de manual y aprendidas en el seminario con las que intentaba disfrazar su propio horror. Me dijo que yo debía ser fuerte, que no podía hundirme porque mamá debía tener al lado un hombre donde apoyarse. No te escandalices, pero tuve ganas de echarlo. Dios no se parece a las palabras del capellán. No puede exigirnos algo tan inhumano, permanecer incólumes. Qué Dios es ése que nos pone un corazón de carne y luego nos pide una piedra. Te diré por qué lo sé. Otro día, de noche, yo dormía a tu lado. Lloraba a moco tendido. Durante el día tenía que fingirme fuerte, tragarme las lágrimas en el cuarto de baño, sin la policía de tus ojos, así que aprovechaba la oscuridad para desahogarme. Esa noche me abrazaste. No estabas dormido. Me dijiste te quiero y me besaste. Fuiste tú quien me consoló mientras yo me rompía. Descansé mucho al saber que no tenía que dar ninguna talla. Tu abrazo sí era Dios. Un Dios con la estatura de un niño de tres años. 




Autor: Jesús MONTIEL
Título: Sucederá la flor
Editorial: Pre-textos, Valencia, 2018 (pp. 11, 13-14, 16, 27-28, 30-31, 38, 40)