La fe de los demonios y la fe de los cristianos

La diferencia entre la fe de los demonios y la de los cristianos se puede expresar esquemáticamente diciendo que la primera “se tiene” mientras que la segunda “nos tiene”. La fe hace que el fiel entre en una oscuridad más profunda que la noche del ateísmo, que es sólo una noche superficial, y en una luz más deslumbrante que las claridades de Satán, que son claridades a su medida. Se ve mejor qué deficiente puede ser la expresión “tener fe”. Sólo los demonios tienen fe como se tiene un objeto en la palma de la mano y se maneja a voluntad. Pero la fe formada por la caridad, más que poseerla el fiel, lo desposee a él de sí mismo. Es un tener que le hace perder todo, incluso él mismo, por Cristo. Tan cierto es que no tiene la fe, que la fe lo tiene a él, que lo desnuda y lo deja abrazarse en el amor.

El modelo de esa virtud lo revela de inmediato. María no se planta ante la Revelación como ante la claridad de un teorema, ni disfruta de la fe como del más romántico de los sentimientos. Camina en la ignorancia más que en el conocimiento. Y conoce el desgarro más que las delicias: Y a ti una espada te atravesará el alma, le profetiza el viejo Simeón (Lc 2, 35). Para ella, el misterio es aún más misterioso, pues su oscuridad no procede de un defecto, sino de un exceso de luz. Su fe es más perfecta porque la arroja mejor en brazos de lo incomprensible. Su noche es más intensa porque es más bien una noche de bodas. El episodio del niño perdido y hallado en el Templo lo dice literalmente. Aquella cuya fe no desfalleció no deja de gritar retomando y sobrepasando los gritos de Job: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando (Lc 2, 48). ¿Cómo? ¿María preguntándole a Dios: Por qué nos has hecho esto? ¿María expresando un tormento suyo causado por Jesús? La fe de María es una fe sin falta; no es una fe, sin embargo, sin fractura: sufre aquí abajo algo comparable a las penas del infierno y que consiste en la espada de ese amor que abre en su corazón una fractura lo bastante grande para acoger en ella la plenitud desgarradora del misterio divino. A su pregunta: ¿Por qué nos has hecho esto? Dios responde con su voz de niño de doce años. Una revelación directa de la que María y José deberían estar al corriente a partir de entonces. Peor el Evangelio declara: Ellos no comprendieron la respuesta que les dio (Lc 2, 50). ¿Qué la distingue entonces de aquellos otros de los que el Hijo dirá, citando a Isaías, que oyen sin entender (Lc 8, 10)? Simplemente esto: Su Madre Conservaba cuidadosamente estas cosas en su corazón (Lc 2, 51). La Palabra es una espada, su corazón es vaina para ella. Allí donde otros lo cierran, el suyo sigue abierto para que lo incomprensible more en él con todo su cortante filo.

Así Teresa de Calcuta: “El sitio de Dios en mi alma está vacío. En blanco. No está Dios en mí… Mi alma no es más que un trozo de hielo. No tengo nada que decir. Me escribe usted: ‘Está tan cerca de usted que usted no puede verLo, ni escucharLo, ni siquiera gustar de Su presencia’. No comprendo lo que tal cosa quiere decir, padre, y sin embargo me gustaría mucho poder comprenderlo… Siento en mi alma exactamente ese mismo dolor terrible de la pérdida -la pérdida de Dios que no me quiere- de Dios que no es Dios -de Dios que, en realidad, no existe (Jesús, por favor, ¡perdona mis blasfemias!- me han pedido que lo escriba todo). Esas tinieblas me rodean por todas partes. No puedo elevarme hacia Dios: ninguna luz, ninguna inspiración penetra mi alma. Hablo del amor a las almas, de un tierno amor por Dios-las palabras franquean mis labios y yo desespero de creer en ellas. ¿Para qué trabajo? Si no hay ningún Dios no puede haber ninguna alma. Y si no hay alma, entonces -Jesús- Tú tampoco, Tú no eres verdadero… El Cielo, ¡qué vacío! Ni la menor idea del Cielo entra en mi espíritu. Porque no hay esperanza. Estoy horrorizada por notar todas esas terribles cosas que atraviesan mi alma. Deben herirte”.

Este largo pasaje muestra la contradicción en la que se mantiene la santa. El taladro de la duda penetra cada vez más en ella para descubrir el yacimiento de una fe más preciosa: esa fe que decíamos que no se tiene, sino que nos tiene a nosotros y que nos lleva a una noche en la que ya no hay socorro humano, en la que hay que abandonarse al abismo de la misericordia. Así, dudando de Jesús, Madre Teresa se sigue dirigiendo a Jesús. Al hablar del lugar vacío dejado por Dios, le sigue reconociendo un lugar. Lo que la hace locamente concluir: “Soy tuya. Hunde en mi alma, en mi vida, los sufrimientos de Tu Corazón. No te preocupes por mis sentimientos. No te preocupes siquiera por mi dolor. Si mi separación de Ti conduce a los demás a Ti y, en su amor y su compañía, Tú encuentras tu gozo y tu placer -¿por qué, Jesús mío?- deseo con todo mi corazón soportar todo lo que soporto -y no sólo ahora- sino también durante toda la eternidad, si ellos fuera posible”. 

Ahí radica la diferencia entre la obra teresiana y una obra humanitaria: “Queridas hijas mías, sin nuestro sufrimiento nuestra obra sería sólo una obra social, muy buena y útil, sin duda, pero no sería la obra de Jesucristo, una parte de la Redención. Jesús quiso venir en ayuda nuestra compartiendo nuestra vida, nuestra soledad, nuestra agonía y nuestra muerte. Todo eso lo tomó sobre Él y lo llevó hasta la noche más sombría. Si nos redimió, fue sólo haciéndose uno de nosotros. Nuestra misión es hacer otro tanto: toda la angustia de los pobres, no sólo su pobreza material, sino también su miseria espiritual, debe ser redimida, y nosotras debemos buscar en ello nuestro lote”.

¿Qué elegiremos? ¿El sol de Satán o las tinieblas del Altísimo? ¿La claridad del credo demoníaco, que es natural y no está abierto a la gracia, o esta noche de la fe amante que es sobrenatural y tanto más fuerte cuanto más se apoya en la debilidad y la oscuridad del acto de fe?

El infierno está, en primer lugar, poblado de creyentes, pues los demonios también creen. Nuestro futuro divino es perder la fe, porque en el Cielo, todos son videntes. Por tanto, allá arriba, sólo hay no creyentes. 




Autor: Fabrice HADJADJ
Título: La fe de los demonios (o el ateísmo superado)
Editorial Nuevo Inicio, Granada, 2009 (pp. 264-269, 274)