Saber caer

(Asistimos al diálogo entre Marcus, un estudiante de la universidad de Monclair, en el estado de New Hampshire, y su profesor de literatura, Harry Quebert. Entre ellos se ha establecido una relación de amistad, que va más allá de lo estrictamente académico, en la que comparten su pasión por la literatura y también por el boxeo, deporte que ambos admiran y practican. Marcus ha cursado el bachillerato en su estado de New York, en el instituto de Felton, donde ha conseguido tener una fama de ser un tipo sensacional en el deporte y en los estudios, aunque esa fama no corresponde a su realidad; ha sido el típico “fantasma” que ha tenido éxito y ha conseguido hacer creer a todos que él era “el Formidable”, que fue el apodo que le pusieron, con gran complacencia suya, en su instituto. Pero la realidad es que él era un estudiante vanidoso, gandul y narcisista. Harry Quebert lo ha “calado” y quiere hacer de él un gran escritor, pero ante todo y en primer lugar, un hombre)

“Harry, si tuviera que quedarme con una sola de todas sus lecciones, ¿cuál sería?

-Le devuelvo la pregunta.

- Para mí sería la importancia de saber caer.

-Estoy completamente de acuerdo con usted. La vida es una larga caída, Marcus. Lo más importante es saber caer.”

-Mire, Marcus, sé exactamente qué tipo de persona es usted: un pequeño pretencioso de primera que se piensa que Montclair es el centro del mundo. Un poco como los europeos pensaban serlo en la Edad Media, antes de coger un barco y descubrir que la mayoría de las civilizaciones más allá del océano estaban más desarrolladas que la suya, cosa que intentaron disimular a base de grandes masacres. Lo que quiero decir, Marcus, es que es usted un tipo sensacional, pero corre el peligro de apagarse si no se espabila un poco. Sus textos son buenos. Pero hay que revisarlo todo: el estilo, las frases, los conceptos, las ideas. Tiene que ponerse en cuestión y trabajar mucho más. Su problema es que no trabaja lo suficiente. Se contenta usted con muy poco, desgrana palabras sin elegirlas bien y eso se nota. Se cree usted un genio, ¿eh? Se equivoca. Su trabajo es una chapuza y en consecuencia no vale nada. Queda todo por hacer. ¿Me sigue?

-No mucho…

Estaba furioso: ¿cómo se atrevía, por muy Quebert que fuera? ¿Cómo se atrevía a dirigirse de esa forma a alguien a quien llaman “el Formidable”? Él prosiguió:

-Le voy a dar un ejemplo muy sencillo. Es usted un buen boxeador. Es un hecho. Sabe usted pelear. Pero mírese, no se enfrenta más que a ese pobre tipo, ese delgaducho al que da usted más palos que a una estera con esa especie de autosatisfacción que me da ganas de vomitar. Sólo se enfrenta a él porque está usted seguro de dominarle. Eso hace de usted un débil, Marcus. Un cobardica. Un acojonado. Un don nadie, un arrastrado, un fanfarrón, un perdonavidas. Es usted una cortina de humo. ¡Enfréntese a un verdadero adversario! ¡Demuestre coraje! El boxeo no miente, subir a un ring es un medio muy fiable de saber lo que uno vale: o das una paliza, o te la dan, pero no se puede mentir, ni a uno mismo, ni a los demás. Sin embargo, usted se las arregla siempre para escapar. Es lo que se dice un impostor. ¿Sabe por qué la revista ponía sus textos al final de la publicación? Porque eran malos. Así de simple. ¿Y por qué los de Reinhartz se llevaban todos los honores? Porque eran muy buenos. Eso podría haberle animado a superarse, a trabajar como un loco y crear un texto magnífico, pero era mucho más simple montar su pequeño golpe de Estado, borrar a Reinhartz y publicarse usted mismo en vez de ponerse en cuestión. Déjeme adivinar, Marcus, usted ha funcionado así toda su vida. ¿Me equivoco?

Yo estaba loco de rabia. Exclamé:

-¡No sabe usted nada, Harry! ¡Yo era muy apreciado en el instituto! ¡Yo era el Formidable!

Pero mírese, Marcus, ¡no sabe usted caer! Tiene miedo al bacatazo. Y por esa razón, si no cambia, se convertirá en un ser vacío y falto de interés. ¿Cómo se puede vivir sin saber caer? ¡Mírese a la cara, por Dios, y pregúntese qué demonios hace en Burrows! ¡He leído su informe! ¡He hablado con Pergal! ¡Estaba a dos pasos de ponerle de patitas en la calle, genio de pacotilla! Podría haber entrado en Harvard, Yale o en toda la maldita Poison Ivy Leage si hubiese querido, pero no, tenía que venir aquí, porque el Señor Jesús le ha dotado de un par de cojones tan pequeños que no tiene usted agallas para enfrentarse a adversarios de verdad. También he llamado a Felton, he hablado con el director, ese pobre pardillo, que me ha hablado del Formidable con lágrimas en su voz. Viniendo aquí, Marcus, usted sabía que sería ese personaje invencible que ha creado usted de arriba abajo, ese personaje que en realidad no tiene armas para enfrentarse a la vida real. Aquí, sabía desde el principio que no habría peligro de caer. Porque creo que ése es su problema: no se ha dado cuenta de la importancia de saber caer. Y eso es lo que provocará su fracaso si no lo remedia.

Tras esas palabras anotó, en su servilleta, una dirección de Lowell, Massachussets, que se encontraba a un cuarto de hora de coche. Me dijo que era un club de boxeo que organizaba todos los jueves por la tarde combates abiertos a todo el que quisiera participar. Y se fue, dejando la cuenta a mi cargo.

El lunes siguiente, Quebert no apareció por la sala de boxeo, ni el siguiente. En el anfiteatro, me trató de señor y se mostró desdeñoso. Finalmente, me decidí a abordarle a la salida de una de sus clases.

-¿Ya no viene usted al gimnasio? –le pregunté.

-Me cae bien, Marcus, pero como ya le he dicho, no es usted más que un llorica disfrazado de pretencioso, y mi tiempo es demasiado valioso para perderlo con usted. Su lugar no está en Burrows y no me interesa su compañía.

Así fue como el jueves siguiente, furioso, pedí a Jared que me prestara su coche y me presenté en la sala de boxeo que Harry me había indicado. Era una gran nave en plena zona industrial. Un sitio terrorífico, con mucha gente dentro, donde el aire apestaba a sudor y a sangre. En el ring central se desarrollaba un combate de extrema violencia, y los numerosos espectadores, que llenaban el lugar hasta casi las mismas cuerdas, lanzaban gritos bestiales. Tenía miedo, tenía ganas de huir, de confesarme vencido, pero ni siquiera tuve la ocasión: un negro colosal, el propietario del garito, se colocó ante mí. “¿Vienes a boxear, whitey?”, me preguntó. Respondí que sí y me envió a cambiarme la vestuario. Un cuarto de hora más tarde estaba en el ring, frente a él, para un combate de dos rounds.

Recordaré toda mi vida el correctivo que me infligió esa noche, tan grande que pensé que iba a morir. Me masacró, literalmente, entre los gritos salvajes de la sala, encantada de ver cómo partían la cara al estudiantito blanco llegado de Montclair. A pesar de mi estado, conservé mi honor aguantando hasta el final del tiempo reglamentario, cuestión de orgullo, esperando al gong final para derrumbarme sobre la lona, KO. Cuando volvía a abrir los ojos, completamente sonado pero agradeciendo al Cielo el no estar muerto, vi a Harry inclinado sobre mí, con una esponja y agua.

-¿Harry? ¿Qué hace usted aquí?

Me limpió delicadamente el rostro. Sonreía.

-Mi buen Marcus, tiene usted un par de cojones que sobrepasan lo imaginable: ese tipo debe de pesar sesenta libras más que usted…

Intenté levantarme, pero me disuadió de ello.

-No se mueva todavía, creo que tiene la nariz rota. Es usted un buen tipo, Marcus. Estaba convencido de ello, pero acaba de demostrármelo. Al librar ese combate, acaba de probarme que las esperanzas que tengo puestas en usted desde el día que nos conocimos no son vanas. Acaba de demostrarme que es capaz de enfrentarse a sí mismo y sobrepasarse. A partir de ahora, podemos ser amigos. Quería decirle que es la persona más brillante que he conocido estos últimos años y que no tengo duda alguna de que se convertirá en un gran escritor. Yo le ayudaré.

Así fue como, tras el episodio de la monumental paliza en Lowell, empezó realmente nuestra amistad y como Harry Quebert se convirtió en mi profesor de Literatura de día, mi compañero de boxeo los lunes por la tarde y mi amigo y maestro ciertas tardes libres en las que me enseñaba a convertirme en escritor.



Autor: Joël DICKER
Título: "La verdad sobre el caso Harry Quebert"
Editorial: Alfaguara (Barcelona, 2014)
Pp. 85, 97-100.