Los estudios humanísticos

León Wieselter, pensador hebreo que desde hace más de treinta años dirige la sección cultural de la revista The New Republic, baluarte de la izquierda intelectual norteamericana, es una criatura “omnívora” a la que todo le interesa: “Mi educación religiosa me ha enseñado que todo converge hacia una única pregunta, aquella sobre el sentido del universo”. En su opinión, en el sistema educativo actual, estamos asistiendo a “una constante y nauseabunda denigración del conocimiento y del método humanistas”, un adiestramiento que lleva a “anteponer las cuestiones prácticas sobre el significado”.

En ello tiene una buena parte de responsabilidad la mentalidad promovida por un exceso de tecnología, que favorece la degradación del saber en un desarticulado flujo de información. Todo conspira para atrofiar la razón, para censurar sus aspiraciones: «La única pregunta admitida hoy en día es “¿cómo funciona?”. Todas las demás se consideran insensatas pérdidas de tiempo». A los alumnos de la Brandeis University, una prestigiosa universidad humanística de Massachussets, les dijo hace unos meses que “nuestra razón se ha convertido en una razón instrumental, ha dejado de ser la razón de los filósofos, con su antigua ambición intelectual de que los temas propios del pensamiento humano son las grandes cuestiones, y que la mente, de un modo u otro, puede penetrar en los principios más auténticos de la vida natural y de la vida humana. La propia filosofía se ha replegado bajo el peso de nuestra debilidad frente al utilitarismo”. Y concluyó: “Vosotros honráis a una civilización que se fundó en la búsqueda de la Verdad, e la Belleza y del Bien”. De aquí parte nuestra conversación.


Verdad, Belleza, Bien. Los temas transcendentales rara vez aparecen en el discurso cultural actual, como si no fuera lícito ambicionar algo similar o como si, de hecho, no existieran.


¡Pero por supuesto que existen! El hecho de que a menudo no los reconozcamos no significa que no existan. El escéptico no es aquel que piensa que la verdad no existe, sino aquel que destruye todas las vías para llegar a ella. Existen lugares bellísimos y uno no lo sabe hasta que no los ve: no es un motivo adecuado para dudar de que existan.



¿No le parece que la apertura de la razón al absoluto es ya un tema tabú, especialmente en su ámbito de trabajo?


Las personas tienen un miedo irracional al absoluto. En parte porque temen las consecuencias políticas del absoluto, como si de él se siguiera el absolutismo. En cambio, lo más fascinante de las realidades absolutas es que son realidades vivas; por eso siempre se pueden profundizar, discutir, reflexionar, enriquecer y cuestionar.


¿Qué quiere decir?


Pongo un ejemplo: en cierta ocasión impartí un seminario sobre Maimónides en la Universidad de Chicago y estábamos discutiendo sus pruebas de la existencia de Dios, que son quizá la parte más débil de su filosofía. Un estudiante, que luego se convirtió en un periodista de renombre, levantó la mano y dijo: “Me gustaría puntualizar que Maimónides no busca probar la existencia de Dios, simplemente está diciendo que esas pruebas son convincentes para él, y son convincente también para ti, estupendo (“If it Works for you, great”)”. Pedí a los estudiantes que cerraran el libro y pasamos el resto de la clase discutiendo el significado de la frase: “If it Works for you, great” (“Si a ti te funciona, estupendo”). La conversación llegó a un punto en el que comprendí que había un miedo enorme al modo en que Maimónides o Tomás de Aquino usan la razón. “¿De qué tenéis miedo?”, pregunté. Uno dijo: si ellos han probado ya todo de manera irrefutable, entonces ya no tenemos nada que decir nosotros, nuestra tarea está agotada”. La respondí: “La única argumentación acabada es aquella que se basa en premisas irracionales. Es decir: si tú experimentas una emoción, no puedo argumentarla, explicarla, probarla. Un sentimiento es un sentimiento. Pero una argumentación racional nunca está “acabada”, y este es el motivo por el que seguimos estudiando a Aristóteles. Los científicos no estudian a Tolomeo, pero los filósofos estudian a Aristóteles”. Intenté explicar que en la cualidad de la razón humana existe algo infinito, algo que tiende a un absoluto inaprensible, que tiende continuamente hacia algo que está más allá. Estaban sorprendidos. Estaban de tal manera convencidos de que toda argumentación debe de tener una conclusión, y daban erróneamente a la palabra “conclusión” su doble significado de cumplimiento y término, que temían entrar en un campo que fuese distinto del puro relativismo.


¿Qué tiene que ver esto con su experiencia religiosa? En la cultura contemporánea domina la idea de que existe una oposición insalvable entre religión y razón.


La experiencia religiosa es exactamente la clave de acceso al conocimiento de la realidad. Existen determinadas categorías que he heredado de mi tradición religiosa sin las cuales no consigo explicar racionalmente nada de mí mismo. Pienso en la palabra “alma”. Mis ideas religiosas son muy complejas, pero incluso en la época en que estaba más alejado de la religión, como concepción y como conducta de vida, jamás pude vivir sin esta palabra. Necesitaba una palabra que describiera la diferencia humana, aquello que es único en el ser humano. Claramente no se trata del cuerpo, porque todos nuestros cuerpos se parecen mucho, son sustancialmente iguales. Debe tratarse de algo incorpóreo. “Self” (“el yo”) sería una buena palabra si no sonase tan psicológica y clínica. Me di cuenta de que necesitaba la palabra “alma”, y no me importa qué interpretación le hayan dado los demás. De igual modo necesito el adjetivo “espiritual”, que es el más manido y degradado del vocabulario. En EE UU, la New Age, la televisión, Oprah Winfrey y todo lo demás han arruinado y reducido este término, pero no puedo prescindir de él. Es preciso tener la valentía de usar estas palabras en su significado, aun a riesgo de ser malinterpretados.


Es usted duro, incluso despiadado, cuando habla del estado de los estudios humanísticos en Occidente, especialmente en EE UU. ¿Qué riesgos percibe, en particular?


Asistimos a diversos ataques contra las disciplinas humanísticas. Uno proviene de la filosofía, del ‘deconstructivismo’ de Derrida. Otro, de la sociología, bajo la forma de estudios raciales y de los ‘gender studies’ (“estudios de género”). Este es el ataque más letal, porque utiliza un método inadecuado para estudiar el objeto. La crítica literaria realizada a través de la lente del género o de la raza es absurda, y los profesores de las grandes universidades han sido cómplices de esta distorsión.

El conocimiento emerge siempre en una relación. Yo aprendí más de mis maestros que de los libros. Si pierdes esta concepción, todas las formas de despersonalización están admitidas, tanto en lo que se refiere a los contenidos, como también por lo que respecta a los métodos educativos. En este sentido, la enorme difusión de los cursos on-line es gravísima, porque refleja el intento de transformar los estudios humanísticos en un campo en el que el contenido del saber puede reducirse a información. Si sólo se trata de dar flujos de información a elaborar, entonces ya no es necesaria la relación con el profesor.


Resulta bastante significativo que esta reducción del saber a información avance en muchos ámbitos de la existencia. Tras el atentado en la maratón de Boston, escribió, de manera crítica, que los americanos han superado el dolor y el schock de lo sucedido porque son especialistas de la “eficiencia emotiva”. ¿Qué significa esto?


Cuando el sentido práctico toma la delantera sobre lo humano, se alcanza la eficiencia emotiva. Los americanos toman muchas de sus convicciones de las teorías económicas y de gestión y las trasladan a otros campos. La idea de eficiencia aplicada a las emociones, a los sentimientos, debería ser controvertida, o al menos discutible, pero en EE UU no es así. Uno debe ser eficiente, superarse, producir. Nunca hemos sido un pueblo paciente, pero la tecnología, que es el mayor asalto a la paciencia humana, ha llevado esa idea a sus extremas consecuencias. Y ahora intenta acabar con la idea de memoria. Los pioneros de la informática llamaban a las máquinas “memorias”. Pero el ordenador es absolutamente lo contrario de la memoria, porque la memoria siempre implica la posibilidad del olvido. La memoria es un proceso editorial de la mente, del corazón, de la imaginación, algo que tiene que ver con la síntesis, no con el análisis. Acordarse de todo no es hacer memoria.



Mattia FERRARESI, "Atreverse con la razón". 
Entrevista a Leon Wieseltier, en Huellas. 
Litterae communionis, Año XVII
Diciembre 2013 
PP. 44-49
http://www.revistahuellas.org/