El universo angélico: un universo jerarquizado


Lo propio específico del universo espiritual consiste en que es una creación puramente cualitativa, mientras que en nuestro universo material la creación es fundamentalmente cuantitativa y secundariamente cualitativa. En la visión que tiene la Escritura y la Tradición, el orden cualitativo de nuestro universo  -siempre difícil de separar de la cantidad- está vinculado a un registro superior de la creación, el mundo de los ángeles, en el cual lo cualitativo domina plenamente. Además, este mundo de los ángeles no es un mundo, sino unos mundos. Por eso la noción de ángel implica la de jerarquía: cada criatura espiritual aparece como un universo de cualidades que resume en un único ejemplar unas perfecciones que, en nuestro mundo material, están repartidas entre una multitud de criaturas individuales. Nuestro mundo, en efecto, es el mundo de lo cuantitativo, mientras que el mundo angélico, al contrario, es un mundo en el que la cualidad formal subsiste como tal. Pues el ángel es único en su género; resume en sí mismo y él solo una participación en la perfección divina.

Es necesario hablar de los Querubines cuyo nombre evoca la idea de ala y por lo tanto de movimiento y de omnipresencia: por los Querubines Dios cubre toda la extensión del espacio. Los Querubines -sobre los que “Dios se sienta” (Ex 25,18)- no aparecen como una sede inerte sino como unas ruedas aladas porque Dios no se sienta de una manera estática sino que su transcendencia es como un torbellino de movimiento (Ez 1,10; 10, 1ss). El cielo no es una inmutabilidad estática e impersonal (como fácilmente se imagina el hombre) sino que es “el lugar de las iniciativas de amor” (J. Maritain), un lugar de movimiento, de danza, de canto, no un dormitorio. 

Los Querubines están cerca de la gloria de Dios y la guardan; con sus alas se cubren el rostro y velan la presencia de la gloria divina, pues no se puede ver a Dios sin morir. Parece que los Querubines son los “ángeles de la Faz”, los que están con Dios en una relación de gran inmediatez y que conocen por lo tanto su gloria con mayor pureza. Velan su rostro con las alas porque son esencialmente seres de adoración.

Los Serafines son los “ardientes” (cf. Is 6,1-7), los que llevan el fuego del amor y de la purificación hacia los hombres. Aunque son ellos quienes cantan el triple Sanctus están, sin embargo, menos inmediatamente vueltos hacia la gloria de Dios que los Querubines y su misión estaría más directamente relacionado con la comunicación con el hombre: los labios de Isaías son purificados por un serafín.

Los diferentes nombres con los que se designa a los ángeles en la Escritura reflejan la inmensidad del universo puramente espiritual: Tronos, Dominaciones, Potestades, Arcángeles… (cf. Dn 7,10; Ap 5,11; Hb 12,22; Judas 14-15). Los ángeles constituyen el ejército celestial. Resaltemos ahora no el aspecto “guerrero” –que ciertamente está presente- sino el aspecto de universo ordenado hacia un fin, como un ejército en movimiento bajo las órdenes de un jefe: el “Dios de los Ejércitos” (1 S 1,3). Cuando Jesús en el Padre Nuestro dice “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, entiende por “cielo” el mundo de las criaturas espirituales ordenado por la voluntad divina, puesto que, precisamente para esto, han sido expulsados del cielo los demonios (cf. Ap 12,7-8; Judas 6). Cuando la voluntad de Dios se hace en la tierra como en el cielo por el Espíritu Santo que Cristo ha derramado, se puede decir que el cielo está sobre la tierra; entonces acontece la “reconciliación de la tierra y del cielo” (Col 1,20), reconciliación que permite, “por la sangre de la cruz”, entrar en la celebración divina de los ángeles.

Dionisio el Areopagita se expresa sobre la estructuración del mundo angélico recordando, ante todo, que la ordenación celeste de las “jerarquías” no es una verdad revelada en sentido estricto de dogma de fe. Dicho lo cual prosigue afirmando que “la Escritura ha cifrado en nueve los nombres de todos los seres celestes, y mi glorioso maestro los ha clasificado en tres jerarquías de tres órdenes cada una. Según él, el primer grupo está siempre en torno a Dios, constantemente unido a Él, antes que todos los otros y sin intermediarios. Comprende los santos tronos y los órdenes dotados de muchas alas y muchos ojos  que en hebreo llaman querubines y serafines. El segundo grupo, dice, lo componen potestades, dominaciones y virtudes. El tercero, al final de las jerarquías celestes, es el orden de los ángeles, arcángeles y principados.


Sobre el significado de estos nombres, Dionisio explica que  “serafín” equivale a decir inflamado o incandescente, es decir, ‘enfervorizante’. El nombre de serafín está expresamente mencionado en Is 6,2-6. El nombre “querubín” significa plenitud de conocimiento o rebosante de sabiduría. En la Biblia aparece en Gn 3,24; Ex 25,18-22; 37,6-9; Nm 7,89; 1Sm 4,4; 1Re 6,23-28; 8,6-7; Sal 18,10; 80,1; 99,1; Is 37,16; Ez 10, 3-22. Y el nombre de “tronos” indica que están muy por encima de toda deficiencia terrena, que están siempre alejados de cualquier bajeza, que han entrado por completo a vivir para siempre en la presencia de aquel que es el Altísimo realmente. El nombre de “tronos” es simbólico; no indica realidad material alguna. Orígenes y San Juan Crisóstomo aceptan la afirmación de Proclo según la cual “los tronos, entre las jerarquías más altas, significan acogida”. Para Santo Tomás los “tronos” significan Poder judicial o acoger a Dios abriéndose a sus dones.

Por otro lado dominaciones, virtudes y potestades es la terminología que se usa comúnmente desde Santo Tomás, aunque actualmente se prefiere hablar de “dominios, autoridades y poderes” (cf. Ef 1,21; 3,10; Col 1,16; 2,10; 1Pe 3,22; Rm 8,38). Se llaman “dominaciones” porque se esfuerzan constantemente por alcanzar el verdadero dominio y fuente de todo señorío. Este nombre significa un elevarse libre y desencadenado de tendencias terrenas: como no toleran ningún defecto, están por encima de cualquier servidumbre. “Virtudes” alude a la fortaleza viril, inquebrantable en todo obrar, al modo de Dios. Firmeza que excluye toda pereza y molicie y que llega a ser, dentro de lo posible, verdadera imagen de la Potencia de que toma forma y hacia la cual está firmemente orientada por ser ella la fuente de toda fortaleza. Se llaman “potestades” porque se parecen, dentro de lo posible, al poder que es fuente y autor de toda potestad. Lejos de abusar tiránicamente de sus poderes, causando daño a los inferiores, se levantan hacia Dios armoniosa e indefectiblemente y en su bondad elevan consigo los órdenes inferiores.

Finalmente el término “principado” hace referencia al mando principesco que aquellos ángeles ejercen a imitación de Dios. El orden de los “arcángeles” se relaciona con los “ángeles” por servir de intermedio para comunicar a éstos las iluminaciones que reciben de Dios por medio de las primeras jerarquías. Los arcángeles se lo comunican a los ángeles y por medio de éstos a nosotros en cuanto somos capaces de ser santamente iluminados.

San Bernardo, por su parte, explica estos nombres diciendo que los ángeles, por la penetración irrefutable de su espíritu, contemplan el vasto abismo de los designios de Dios, y felices con el inefable deleite de su suprema equidad, encuentran su gloria en ejecutarlos y manifestarlos mediante su ministerio. Pues todos ellos son espíritus en servicio activo que se envían en ayuda de los que han de heredar la salvación (Hb 1,14).

Así los arcángeles –para atribuirles lo que les diferencia de los simples ángeles- creo que gozan maravillosamente, porque son acogidos a una mayor intimidad para participar de los designios de la divina Sabiduría, y los ejecutan con máxima discreción en su lugar y a su debido tiempo.

Los otros bienaventurados –llamados Virtudes, quizá porque escudriñan con gozosa seguridad las causas eternamente ocultas del poder y de los prodigios de Dios, admirando su divina disposición, y muestran libremente cuando quieren signos maravillosos con todos los elementos del mundo-, no sin razón viven inflamados en el amor del Señor todopoderoso y de Cristo, poder de Dios. No en vano la máxima dulzura y gracia es contemplar en la Sabiduría misma los misterios secretos y recónditos de la verdad. Para ellos no es menor motivo de gloria que haya quedado la creación en sus manos.

Por su parte los espíritus llamados Potestades, se extasían contemplando y exaltando el divino poder de nuestro Crucificado, que abarca de extremo a extremo todas las cosas. Han recibido además el poder de arrojar y domeñar la astucia de los demonios, enemigos de los hombres, en beneficio de los herederos de la salvación.

Sobre ellos están los Principados, que contemplan a Cristo desde más hondas profundidades, descubren claramente que es principio de todo, engendrado antes de toda criatura; por ello reciben tal primacía que su poder se extiende sobre toda la tierra. Ocupan, pro así decirlo, la cumbre más elevada de la creación y desde allí pueden cambiar a su arbitrio los reinos y principados, y toda clase de dignidades; y según los méritos de cada uno relegar a los últimos puestos a quienes ocupaban los primeros, o subir a los primeros puestos a quienes eran los últimos, derribando del trono a los poderosos para exaltar a los humildes.

Pero también les aman las Dominaciones. ¿Por qué? Llevadas de una encomiable presunción, se ven impelidas a indagar con la mayor sutileza y profundidad en el dominio sublime e insuperable de Cristo, que invade con su poder y su presencia a toda la creación, desde lo más sublime hasta lo más ínfimo. Un poder que subyuga el curso del tiempo a sus justísimos designios, e igualmente la dirección de los cuerpos y las tendencias de los espíritus, guardando entre todos la más bella armonía. Contemplan al Señor de toda la creación gobernándola con tal tranquilidad, que se extasían en la más absorta y dulce admiración.

Dios tiene su sede sobre los Tronos. Pienso que estos espíritus, más que todos los enumerados, tienen motivos más justos y numerosos para amar Pues por un derroche de magnificencia, estos espíritus se destacan sobre los otros porque la majestad divina los eligió para sentarse sobre ellos; pero se lo deben a su especial y admirable condescendencia. Ellos forman su sede por excelencia y desde ella Cristo, sabiduría de Dios, comunica su sabiduría, como en solemne audiencia, al ángel y al hombre. Aquí conocen los Ángeles los mensajes divinos, y los arcángeles los designios de Dios. Aquí escuchan las Virtudes cuándo, dónde y qué signos deben realizar. Aquí aprenden todos los demás, Potestades, Principados o Dominaciones cómo deben cumplir su ministerio, cómo pueden sentirse orgullosos de su dignidad, y por encima de todo no abusar del poder recibido, refiriéndolo a su propia voluntad o a su propia gloria.

Los Querubines nada han recibido, ni indirectamente, de los restantes espíritus, sino que beben de la fuente misma hasta saciarse. Pues el Señor Jesús en persona se digna introducirlos en toda la plenitud de la verdad, revelándoles profusamente todos los tesoros del saber y del conocer escondidos en Dios. E igualmente todos los que llevan el nombre de Serafines. También los atrajo hacia sí el mismo Dios Amor, los absorbió y los arrojó a la entraña ardiente de su santo amor. Se diría que forman un solo espíritu con Dios, como el fuego cuando inflama el aire le comunica todo su calor y lo reviste de su color: más que aire abrasado parece fuego. Los Querubines y los Serafines, pues, gozan inefablemente contemplando a Dios: los primeros, su ciencia sin medida; los segundos, su amor inextinguible. Su respectiva supremacía sobre los demás es la razón de su nombre: Querubín significa plenitud de ciencia, y Serafín abrasador y abrasado.

Por tanto, los Ángeles aman a Dios por la suma equidad de sus juicios; los Arcángeles, por la soberana sabiduría de sus designios, las Virtudes, por la bondad de sus signos, mediante los cuales se digna atraer a la fe a los incrédulos; las Potestades le aman por la fuerza de su justísimo poder, con el cual acostumbra a rechazar y a evitar a los buenos la crueldad de los malvados; los Principados, por la primordial vitalidad con que da el ser y el principio vital a toda criatura, superior o inferior, espiritual o corporal, alcanzando con vigor de extremo a extremo; las Dominaciones, por su serenísima voluntad con que lo ordena todo como ser poderoso, disponiéndolo amablemente con mayor fuerza, si cabe, conforme a su inmensa bondad e imperturbable serenidad. Le aman los Tronos por la liberalidad con que muestra su sabiduría comunicándose a sí mismo sin envidia, y por la unción con que instruye gratuitamente en todas las cosas. Por su parte, le aman los Querubines porque el Señor es un Dios que sabe (1R 2,3), y conociendo lo que cada ser necesita para su salvación, distribuye discreta y oportunamente sus dones a quienes se lo piden con veneración. Y le aman los Serafines porque es amor (1Jn 4,8) y no odia a ninguna de sus criaturas (Sb 11,25), pues quiere que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad (1Tm 2,4).

EL MUNDO ANGÉLICO

Para Santo Tomás, la fecundidad del ángel, su “paternidad” -porque existe una paternidad en el cielo (cf. Ef 3, 15), es decir, en los ángeles- se ejerce en el orden del conocimiento y consiste en la comunicación que cada ángel superior hace al ángel inferior, de la verdad que él conoce. Dios es el “Padre de las luces” (St 1, 17) y derrama las luz del conocimiento en cascadas inteligibles, a través de las jerarquías angélicas, hasta el último de los intelectos, que es el entendimiento humano. Esta visión, luminosa y descendente, del universo angélico se inspira en la Jerarquía celeste de Dionisio, y está regida por la caridad, que es lo que determina al ángel superior a comunicar su conocimiento al ángel inferior, con lo que hace participar de su propia perfección y lo reconduce hacia Dios, al modo como el maestro conduce al discípulo hacia la verdad.

Santo Tomás subraya también que esta actividad iluminadora de los ángeles se realiza sin reserva alguna, conforme a la ley de generosidad propia del ser, según la cual cuanto más bueno es un ser, más tiende a comunicar su bondad, como es propio de la sabiduría: “Con sencillez la aprendí y sin envidia la comunico: no me guardo ocultas sus riquezas” (Sb 7, 13). Así actúa Dios, y así actúan también los santos ángeles quines, lejos de guardarse celosamente el bien del que han sido constituidos beneficiarios, lo comunican libremente, por amor y sin envidia: “Los santos ángeles, que participan plenamente de la bondad divina, comparten todo lo que perciben de Dios”, afirma Santo Tomás. Este compartir sin reserva, que es propio de la caridad, no conduce, sin embargo, a la supresión de las jerarquías angélicas, porque el ángel inferior recibe según su modo propio todo lo que el ángel superior le comunica, y ese modo propio nunca puede igualar al del ángel superior (quidiquid recipitur, ad modus recipientis recipitur).

La sociedad angélica es “desigual” por naturaleza, tanto en el orden  natural como en el sobrenatural. Porque cada ángel constituye él solo una especie, un tipo inteligible propio distinto de todo otro, ya que cada ángel es la plasmación creatural de una “cualidad” divina. En consecuencia el mundo angélico es un mundo perfectamente jerarquizado, donde no existe una dimensión horizontal en la que habría distintos individuos que compartirían un mismo nivel de perfección; en él, toda diversidad es vertical, tanto en el orden natural como en el sobrenatural, porque, a diferencia de lo que ocurre entre los hombres, en el mundo angélico existe una perfecta correspondencia entre los dones de la naturaleza y los dones de la gracia, de manera que cuanto más elevado es un ángel en su naturaleza, más grandes y abundantes son los dones que recibe por gracia.