La soledad

Lázár decía que la civilización de la máquina también produce en serie la soledad humana. También decía que san Pafnucio en el desierto, en lo alto de la columna, con el pelo sucio de excrementos de pájaros, no estaba tan solo como los habitantes de una gran ciudad un domingo por la tarde, perdidos entre la multitud de los cafés o de los cines.

Muy pocos soportan la idea de que no hay remedio para la soledad de la existencia. La mayoría alimenta esperanzas, se agarra a lo que puede, busca refugio en las relaciones humanas, pero a sus intentos de fuga de la cárcel de la soledad no les pone verdadera pasión ni entrega, y entonces se refugia en mil ocupaciones falsas, trabaja de sol a sol o viaja sin parar, o compra una casa grande, o los favores de mujeres con las que no tiene nada que ver, o empieza una colección de abanicos, piedras preciosas o insectos raros… Pero no sirve de nada. Y mientras se afanan en todas esas maniobras son plenamente conscientes de que no sirven para nada. Y sin embargo siguen esperando, aunque ni siquiera saben qué esperan… Ya tienen claro que el dinero en cantidades cada vez más copiosas, la colección de insectos cada vez más completa, la nueva amante, el encuentro interesante, la velada perfecta y el aún más aplaudido garden party no sirven de nada… Por eso, en su tortura y su angustia, intentan por todos los medios mantener el orden. Cada momento de vigilia lo dedican a organizar su vida. Siempre tienen un “encargo” que hacer, unos documentos que tramitar, una reunión, una cita amorosa… ¡Cualquier cosa con tal de no quedarse solos ni un momento! ¡Con tal de no ver ni por un instante esa soledad! ¡Rápido unas personas! ¡O unos perros! ¡O tapices! ¡O acciones, o esculturas góticas, o amantes! Rápido, antes de que se descubra…

Hablo de los verdaderos burgueses, ya sean creadores o conservadores. En ellos es donde un día empieza a cristalizar la soledad. Y entonces empiezan a tener frío, se vuelven hieráticos y majestuosos, como los nobles objetos de arte, los jarrones chinos o las mesas renacentistas. Se vuelven solemnes, empiezan a coleccionar títulos estúpidos y condecoraciones inútiles, hacen todo lo que está en sus manos para conseguir que los llamen Ilustrísimo o Su Excelencia, o pierden su tiempo en procedimientos tortuosos para que los nombren vicepresidentes o incluso presidentes de algo, aunque sea presidentes honoríficos… Es la soledad, que actúa de ese modo. Las personas felices no tienen títulos, no hacen distinciones de rango, no reconocen ni pretenden ningún papel inútil en el seno de la sociedad.

El que madura se siente siempre solo. Un hombre que padece soledad puede reaccionar de varios modos: puede sentirse herido, lleno de resentimiento, y entonces fracasa definitivamente, y puede resignarse y hacer las paces con el mundo.

Yo tardé años en llegar a comprender que entre tantas obligaciones existe un derecho, un derecho que no han establecido los hombres sino el Creador. Tengo derecho a morir solo, ¿entiendes? Es el derecho más importante. Porque llega un momento en que invade tu alma el deseo de soledad, cuando ya solo quieres prepararte en silencio y con dignidad para la última gran tarea del ser humano: la muerte. Todo ser humano tiene derecho a prepararse a solas y en silencio sepulcral para la despedida y la muerte. Vaciar el espíritu, devolver el alma al estado de ligereza y devoción que tenía al principio de los tiempos, en la infancia.

De pronto, oyes el zumbido de la soledad y el sonido te resulta familiar. Al principio, la soledad pesa como una condena. Hay horas en las que te parece insoportable. Quizá no sería mala idea tener a alguien, quizá este severo castigo sería menos cruel si pudieses compartirlo con alguien, con quien sea, aunque se trate de un hombre indigno o de una mujer desconocida. Son momentos de debilidad. Pero pasan. Porque la soledad poco a poco te rodea con sus brazos, como lo hacen los misteriosos elementos de la vida y del tiempo, en el que todo ocurre. Y de golpe comprendes que todo ha ocurrido como estaba escrito: primero vino la curiosidad, luego el deseo, luego el trabajo y, por último, la soledad. No quieres nada más, no esperas que otra mujer te consuele o que un amigo alivie tu pesar con sabias palabras.

No, no tengo ganas de irme contigo a Perú. Cuando uno ha llegado a alcanzar la soledad perfecta, ¿qué sentido tiene marcharse a Perú o a cualquier otra parte? ¿Sabes?, un día comprendí que nadie puede ayudarnos. El deseo de amar y ser amados permanece, pero no hay nadie que pueda servir de ayuda. Cuando uno comprende esto, se hace fuerte y solitario.



Autor: Sándor MÁRAI
Título: La mujer justa
Editorial: Salamandra, 2005
Pp. 168, 181, 184, 211, 226, 227, 228, 264