Retrocedan avergonzados los que odian a Sión;
sean como la hierba del tejado, que se seca y nadie la seca
(Sal 128, 5-6).
Sión es la Iglesia, afirma san Agustín, y los que fingidamente entran en la Iglesia, odian a la Iglesia, como también la odian los que no quieren cumplir la palabra de Dios. Algunos la odian desde fuera y otros la odian desde dentro, y a veces no es fácil distinguir a unos y otros, pues, como sigue diciendo san Agustín, “en la inefable presencia de Dios muchos que parecen estar fuera, están dentro; mientras que otros que parecen estar dentro, están fuera; pero el Señor conoce a los suyos”. En cualquier caso, estén dentro o fuera, que retrocedan avergonzados los que odian a Sión.
¿Por qué avergonzados? Porque Sión, es decir, la Iglesia, es el lugar donde Dios nos alcanza, nos encuentra y nos moldea según su voluntad, haciendo de cada uno de nosotros el ser de luz, de amor, de comunión, de paz, que el Padre del cielo vio cuando nos creó. La Iglesia es el seno materno en el que Dios va engendrando a cada hombre en su singularidad más personal, en su belleza única. Por eso “se dirá de Sión: uno por uno todos han nacido en ella” (Sal 86, 5). Retrocedan, pues, avergonzados los que odian a Sión, porque al hacerlo están odiando, aunque ellos no lo sepan, la singularidad y la belleza única de cada hombre.