La lectura


El tiempo de la lectura es un tiempo de contemplación y es también el tiempo de la atención y del interés por todo lo que es humano, a través de los siglos y por todos los espacios, lugares, idiomas y civilizaciones del mundo en que vivimos. Es natural que este tiempo se quede cada vez más restringido, en el sentido real y en el sentido ideal, en una época como la nuestra, donde la primacía es para la acción y acaba leyéndose sólo lo que está de moda, lo que es de actualidad, lo que sería una culpa social no conocer, aunque en la mayoría de los casos eso sea tan efímero que no va más allá de una temporada.

Leer significa en primer lugar, más allá de las modas y de la actualidad, elegir entre el hacer una experiencia activa del mundo o hacer una experiencia puramente pasiva, servil. La lectura debería estar desligada lo más posible de fines demasiado prácticos e inmediatos; el conocimiento del mundo tiene que ser, precisamente, su propio fin, no la ocasión de la moda o la obligación escolar.

Además, la lectura debe ser una forma de acercamiento no sólo a lo que es diferente de nosotros (tal vez incluso opuesto), y que sin embargo pertenece a la experiencia y a la historia del hombre, sino también a lo que es grande. En estos años se ha llevado tristemente adelante una obra de menosprecio de los grandes, y así se ha perdido el sentido de grandeza de quienes supieron dar a los hombres mensajes fundamentales para su historia y su vida. A menudo la lectura aconsejada en las escuelas ha puesto su interés sobre los “pequeños” (los que tocan lo particular), entre los contemporáneos; aquellos que se pueden tranquilamente dejar de leer sin, por ello, quedar disminuidos en nuestra propia humanidad; o bien, sí, han interesado los grandes, los universales, pero en tono de burla, despreciados porque no están de moda, porque no son “modernos”, actuales y sobre todo (¡y esto es lo peor!) no eran partícipes de la ideología del profesor.

Escuela de la fe #28: Se van a reir de ti. La misericordia.

 


Se van a reir de ti. La misericordia.


D. Fernando Colomer Ferrándiz
28 de febrero de 2025


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VIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 


2 de marzo de 2025

(Ciclo C - Año impar)




  • No elogies a nadie antes de oírlo hablar (Eclo 27, 4-7)
  • Es bueno darte gracias, Señor (Sal 91)
  • Nos da la victoria por medio de Jesucristo (1 Cor 15, 54-58)
  • De lo que rebosa el corazón habla la boca (Lc 6, 39-45)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

“Vosotros sois la luz del mundo”, dijo el Señor (Mt 5, 14). El cristiano tiene pues el deber ser luz que ilumina a los hombres y que les muestra el camino correcto para encontrarse con Dios y alcanzar la salvación. Por eso empieza el Señor este evangelio hablando de la imposibilidad de que un ciego, es decir, alguien que carece del beneficio de la luz, guíe a otro ciego. De ahí que lo primero deba ser alcanzar la luz para uno mismo, tal como dice el Señor: “Tu ojo es la lámpara de tu cuerpo. Cuando tu ojo está sano, todo tu cuerpo está iluminado; pero cuando está malo, también tu cuerpo está a oscuras. Mira, pues, que la luz que hay en ti no sea oscuridad. Si, pues, tu cuerpo está enteramente iluminado, sin parte alguna oscura, estará tan enteramente luminoso, como cuando la lámpara te ilumina con su fulgor” (Lc 11, 34-36). Entonces, cuando estemos debidamente iluminados, podremos ser guías para los demás.

La condición para poder ser debidamente iluminados es tener una relación correcta con el Maestro, que es Jesús, el Señor, que dijo de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12). Pues nosotros somos luz sólo en cuanto que nos dejamos iluminar por Él. Por eso es tan importante tener una relación correcta con Él. Y esa relación correcta consiste en no querer saber más que Él, en no considerarse más inteligente que Él. Pues cada vez que criticamos los designios de la Providencia, o protestamos porque Dios permite determinadas cosas, nos estamos considerando más inteligentes que Dios, más inteligentes que Cristo. Por eso el Señor advierte: “Un discípulo no es más que su maestro”. Jesús es el Maestro, el único y verdadero Maestro, tal como él mismo recordó: “Vosotros no os hagáis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, mientras que todos vosotros sois hermanos (…) Ni os llaméis instructores, porque uno solo es vuestro instructor: el Cristo” (Mt 23, 8. 10).