30 de marzo de 2025
(Ciclo C - Año impar)
- El pueblo de Dios, tras entrar en la tierra prometida, celebra la Pascua (Jos 5, 9a. 10-12)
- Gustad y ved qué bueno es el Señor (Sal 33)
- Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo (2 Cor 5, 17-21)
- Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido (Lc 15, 1-3. 11-32)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
La liturgia de este cuarto domingo de cuaresma nos habla de la necesidad de reconciliación que todos tenemos, que el mundo y la humanidad tienen, y de las condiciones para que esa reconciliación sea posible. El evangelio de hoy nos presenta el plan del Padre, el deseo de Dios: que todos vivamos juntos, con Él, en su casa, compartiéndolo todo: “hijo mío, todo lo mío es tuyo”, le dice el padre de la parábola a su hijo mayor. Pero ese designio divino se ve contestado por los dos hijos: el pequeño quiere vivir su vida lejos del padre, mientras que el mayor quiere comerse un cabrito “con sus amigos”, es decir, sin el padre cuya presencia, al parecer, le estropearía la fiesta. A los dos les estorba la presencia del padre y quieren vivir sin él; el pequeño se marcha físicamente de la casa del padre (¡cuántos se han ido en estos años de la Iglesia en España!), y el mayor no se marcha físicamente pero su corazón está lejos del corazón del padre, está tan lejos que, cuando regresa su hermano, no lo quiere reconocer como hermano (“ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres”), ni quiere compartir la alegría del padre. Lo cual nos muestra que no basta con “estar en la Iglesia” para estar con Dios.
Nosotros que, por la gracia de Dios, no nos hemos ido de la Iglesia, podemos parecernos a este hermano mayor de la parábola: su tentación puede ser la nuestra. Por eso san Pablo nos dice: “os pedimos que os reconciliéis con Dios”. Reconciliarse con Dios es difícil, porque Dios ama a todos, y nosotros sabemos que, si nos reconciliamos con Dios, tendremos que amar a todos; y eso no nos hace gracia: preferimos un mundo de buenos y malos, para poder señalar con el dedo a los malos y condenarlos.