El tiempo de la lectura es un tiempo de contemplación y es también el tiempo de la atención y del interés por todo lo que es humano, a través de los siglos y por todos los espacios, lugares, idiomas y civilizaciones del mundo en que vivimos. Es natural que este tiempo se quede cada vez más restringido, en el sentido real y en el sentido ideal, en una época como la nuestra, donde la primacía es para la acción y acaba leyéndose sólo lo que está de moda, lo que es de actualidad, lo que sería una culpa social no conocer, aunque en la mayoría de los casos eso sea tan efímero que no va más allá de una temporada.
Leer significa en primer lugar, más allá de las modas y de la actualidad, elegir entre el hacer una experiencia activa del mundo o hacer una experiencia puramente pasiva, servil. La lectura debería estar desligada lo más posible de fines demasiado prácticos e inmediatos; el conocimiento del mundo tiene que ser, precisamente, su propio fin, no la ocasión de la moda o la obligación escolar.
Además, la lectura debe ser una forma de acercamiento no sólo a lo que es diferente de nosotros (tal vez incluso opuesto), y que sin embargo pertenece a la experiencia y a la historia del hombre, sino también a lo que es grande. En estos años se ha llevado tristemente adelante una obra de menosprecio de los grandes, y así se ha perdido el sentido de grandeza de quienes supieron dar a los hombres mensajes fundamentales para su historia y su vida. A menudo la lectura aconsejada en las escuelas ha puesto su interés sobre los “pequeños” (los que tocan lo particular), entre los contemporáneos; aquellos que se pueden tranquilamente dejar de leer sin, por ello, quedar disminuidos en nuestra propia humanidad; o bien, sí, han interesado los grandes, los universales, pero en tono de burla, despreciados porque no están de moda, porque no son “modernos”, actuales y sobre todo (¡y esto es lo peor!) no eran partícipes de la ideología del profesor.