X Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

 9 de junio de 2024

(Ciclo B - Año par)






  • Pongo hostilidad entre tu descendencia y la descendencia de la mujer (Gen 3, 9-15)
  • Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa (Sal 129)
  • Creemos y por eso hablamos (2 Cor 4, 13 - 5, 1)
  • Satanás está perdido (Mc 3, 20-35)
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La primera lectura de hoy nos muestra con claridad la situación creada por el pecado: el hombre que se alegraba cada tarde al oír los pasos de Dios que bajaba “a la hora de la brisa” (Gn 3,8) a estar con Adán y Eva, ahora siente miedo por la cercanía de Dios y se esconde de Él. No hay miseria más grande que la de confundir al amigo con el enemigo, que la de tener miedo de quien me da el ser y quiere mi crecimiento. Y a esa miseria ha conducido el pecado a Adán y Eva, que, ahora, son conscientes de su desnudez: al haber actuado al margen y en contra de Dios, dando crédito a la propuesta de la serpiente -“que es el diablo y Satanás” (Ap 20,2) y que es “mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44)-, el hombre se descubre desnudo, porque estaba vestido con la luz del Dios del que ahora se esconde, y lejos de Dios, sin referencia a Él, el hombre queda despojado de su dignidad de ser “imagen y semejanza” de Dios (Gn 1,26), pierde su belleza.

La “lógica del pecado” que el hombre acaba de introducir se muestra también en el afán por eludir su propia responsabilidad, descargándola sobre otros: Adán sobre Eva y Eva sobre la serpiente. Si Adán, en vez de culpar a su mujer, hubiera asumido su responsabilidad y pedido perdón, seguramente Dios le habría perdonado. Pero el hombre bajo la ley del pecado huye de su responsabilidad y busca siempre culpables en otros: la sociedad, la educación, la situación económica, la política, cualquier cosa menos reconocer que uno ha pecado, que ha desobedecido, que ha preferido seguir el criterio de alguien que no es Dios antes que permanecer fiel a Dios. Cristo, el nuevo y definitivo Adán, siendo inocente y en todo ajeno al pecado, asumirá sin embargo el pecado de todos y se ofrecerá a Dios como víctima de propiciación por nuestros pecados (1Jn 2,2).

Las palabras del Señor Dios a la serpiente nos dan una clave fundamental para comprender el desarrollo de la historia humana: la hostilidad entre el diablo y la mujer, hostilidad que queda explicitada en el capítulo 12 del Apocalipsis cuando se nos describe el combate a muerte entre el Dragón y la mujer “vestida del sol” (Ap 12,1), que es la Iglesia, que es también la Virgen María, la madre del Señor, en quien se personifica de manera ejemplar el ser de la Iglesia “sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada” (Ef 5,27).

La distorsión espiritual que el pecado ha generado en la humanidad, afecta también a la familia humana del Señor, que no intuye su misión sobrenatural y que piensa que “no está en sus cabales”. Peor aún es la actitud de los letrados de Jerusalén que creen que Jesús “tiene dentro a Belcebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios”, lo que lleva al Señor a declarar quien “blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás”. La blasfemia contra el Espíritu Santo es esa inversión total de la percepción espiritual, por la cual se llama bien al mal y mal al bien, se atribuye a Dios lo que es del diablo y al diablo lo que es de Dios. Obviamente, quien se encuentra en esta situación no puede ser perdonado porque se arrepiente de lo que no debe arrepentirse y se alegra de lo que no debe alegrarse. Cuando se consideran “derechos humanos” determinados comportamientos absolutamente contrarios a la voluntad de Dios, cabe preguntarse si no estamos ante una situación de pecado contra el Espíritu Santo.

El Señor aprovecha la ocasión para relativizar su propia familia humana y anunciar que Él ha venido a constituir una nueva familia, a la que no se nace “de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre” (Jn 1,13), sino de Dios, familia que está compuesta por aquellos que cumplen la voluntad de Dios y que será constituida en el Calvario, cuando Jesús, muriendo en la cruz, confíe al discípulo como hijo a su propia madre, a la que no llamará “madre” sino “mujer” (Jn 19,26-27), en coherencia espiritual con los textos del Génesis y del Apocalipsis a los que nos hemos referido.

Demos gracias a Dios por habernos introducido, por el bautismo, en esta su nueva familia que es la Iglesia y renovemos el propósito de cumplir siempre la voluntad de Dios, para que seamos también nosotros hermanos, hermanas y madres de nuestro Señor Jesucristo.