El trabajo



1. La vocación humana al trabajo.

Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo (Jn 5,17). Estas palabras de Jesús, unidas a su ejemplo como trabajador humilde, durante treinta años, en Nazaret, ponen de relieve el alto concepto que Dios tiene del trabajo. En efecto, ya en el libro del Génesis vemos como Dios no duda en presentar su obra como un “trabajo” (Gn 1,31;2,3). Por eso no tiene nada de sorprendente el que Dios, que crea al hombre a su imagen y semejanza le dé, como un elemento de su vocación fundamental y primera, la orden de trabajar: Y bendíjolos Dios y díjoles Dios: “Sed fecundos, multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra” (Gn 1,28). Tomó, pues, Yahveh Dios al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase v cuidase (Gn 2,15).

Hay que notar que este mandato de trabajar es anterior al pecado de Adán y que, por ello, responde plenamente a la voluntad originaria de Dios sobre el hombre. El hombre no trabaja únicamente para ganar su pan y asegurar su subsistencia, sino para expresar su dignidad de ser creado a imagen y semejanza de Dios: Siendo Dios el único “Señor” absoluto, el hombre, creado a su imagen y semejanza, debe manifestarse también como “señor”, ejerciendo un “señorío” relativo y subordinado a Dios, sobre todo lo creado. Por eso Dios le ordena “mandar”, “someter”, a la creación, “labrarla” y “cuidarla”, es decir, desarrollar las virtualidades ocultas en ella. De este modo mediante el trabajo humano, Dios asocia al hombre a la obra de la creación, ordenándole el dominio, el cuidado y el desarrollo de la misma. Así lo afirma el concilio Vaticano II: Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo así la tierra y cuanto en ella se contiene y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero (GS 34).

Es en el ser del hombre, en su libertad, donde el universo, entregado al hombre como un regalo y como una tarea, puede ser transfigurado o ser desfigurado, según que el hombre opte por la comunión con Dios o por el pecado. Pues no es la historia del hombre la que se inserta en la evolución cósmica -como sugiere la mentalidad cultural vigente- sino, por el contrario, la evolución cósmica es la que se inscribe en la historia espiritual del hombre, en la aventura de su libertad. Así, pues, el hombre representa para el universo la esperanza de recibir la gracia y de unirse con Dios, pero también el riesgo de la degradación y del fracaso. Por eso afirma san Pablo que la creación entera espera con impaciencia la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto (Rm 8, 19-22). De tal manera que el hombre al ser responsable del universo, puede petrificarlo en la separación o bien abrirlo a la Luz, puesto que el universo se mantiene ante él como una primera revelación que conviene descifrar de manera creadora. Por eso, la vocación del hombre consiste en transcender el universo mediante el trabajo, para transfigurarlo permitiéndole corresponder a su vocación secreta: ser “sacramento” de la gloria de Dios, revelación de Su esplendor y belleza.

Mediante el trabajo el hombre va perfeccionando sus condiciones de vida en este mundo, mediante el progreso temporal y contribuye, así, a la satisfacción de las necesidades humanas y a la mejora de las condiciones de vida del hombre en la tierra. Lo cual es evangélicamente importante para que se visibilice el amor con el que el Padre del cielo cuida de los hombres (Mt 6,30; Lc 12,28). Pues Dios no quiere que la vida del hombre transcurra en la necesidad, sino en la abundancia. Si bien es cierto que la figura de este mundo pasa (1Co 7,31) y que los cristianos esperamos nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia (2Pe 3,13), el concilio Vaticano II nos dice que aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios (GS 39).

2. Trabajo, descanso y culto.

Sin embargo la vocación del hombre rebasa el ámbito del trabajo para incluir el descanso y el culto. Dios entrega al hombre el mundo entero para que lo domine, pero el sentido de esa dominación tiene que ser el ofrecerlo a Dios como una hostia pura, santa e inmaculada, en alabanza de gloria al Padre del cielo: Todo es vuestro (...) vosotros de Cristo y Cristo de Dios (1Co 3,21-22). Estas palabras indican la necesidad de que el trabajo del hombre se haga ofrenda a Cristo y por Él al Padre, en el Espíritu Santo, como lo sugiere ya el relato de la creación al afirmar: Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó; porque en él cesó Dios de toda la obra creadora que Dios había hecho (Gn 2,3). El sentido de toda la creación es el hombre, pero el sentido del hombre es la alabanza y el culto a Dios y la participación en el ser de Dios que ella comporta. Esta participación se describe como participación en el descanso de Dios. Por eso dice la Escritura que quien entra en su descanso, también él descansa de sus trabajos, al igual que Dios de los suyos. Esforcémonos, pues, por entrar en ese descanso (Hb 4,10). De este modo el Dios del día séptimo culmina el sentido de los seis primeros días de la creación. Por eso la Iglesia enseña que el trabajo es para el hombre, y no el hombre para el trabajo (CAT 2428).

3. Afirmaciones cristianas sobre el trabajo.

a) Trabajar es un derecho-deber.

El trabajo rebasa el campo de la necesidad económica y por ello, aunque no fuera necesario trabajar para subsistir, es espiritualmente necesario el hacerlo, puesto que con el trabajo se realiza la vocación del hombre como dominio del universo y como realización de su vocación espiritual de participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rm 8,21). El “trabajo” se entiende en sentido muy amplio, comprendiendo también el arte, la cultura y la contemplación como forma de vida. Por eso trabajar es un deber para el hombre: el que no trabaje que no coma (2Ts 3,10). Pero también es un derecho, porque privar al hombre de trabajar es impedirle que realice uno de los aspectos fundamentales de su vocación como hombre.

b) El trabajo debe ser humanizado.

Precisamente porque el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo, la manera como se realiza el trabajo es relevante espiritualmente y tiene que ser sometida a la dignidad del hombre. No toda forma de trabajar es legítima humanamente hablando y los hombres tenemos el derecho-deber de modificar las condiciones de trabajo para que se adecuen a la dignidad del hombre.

Además de las condiciones de trabajo, la orientación de la estructura productiva es también importante en la actividad laboral. Pues no es lo mismo producir gases venenosos que abonos, por ejemplo. De ahí que sea un derecho y un deber del hombre el intervenir en dicha orientación.

c) El trabajo debe ser vivido como vocación.

A través del trabajo cada hombre ofrece a los demás las virtualidades que él ha sabido extraer del universo. Por eso es importante que cada uno pueda vivir su trabajo como el despliegue de su vocación más íntima, de aquello a lo que se siente llamado desde lo más profundo de su ser, que coincide con aquello para lo que está especialmente dotado. Esto es también un derecho y un deber. El cristiano debe vivir su trabajo como vocación, es decir, como llamada de Dios a servir a los demás hombres a través de su actividad laboral. El cristiano no debe vivir su trabajo como un castigo o una fatiga sin sentido, sino como un instrumento para amar a Dios y al prójimo.