La salvación de todos

Según el espíritu del Amor de Cristo no es extraño, sino algo perfectamente natural, compartir la responsabilidad de la falta de quien amamos e incluso reivindicarla íntegramente. Más aún, es asumiendo la falta de otro como se revela la autenticidad del amor y se adquiere la verdadera conciencia de él; ¿dónde estaría el sentido del amor, si no se conservara más que por su lado agradable? Cuando se toman libremente sobre sí la falta y el castigo del ser amado, entonces alcanza el amor la perfección en todas sus dimensiones.

Muchos hombres no pueden o no quieren aceptar de buen grado las consecuencias del pecado original de Adán. Dicen: “Adán y Eva han comido la fruta prohibida, ¿en qué me concierne eso? Estoy dispuesto a responder de mis pecados, pero solamente de los míos y no de los pecados de los demás”. Y no comprenden que con esta reacción de su corazón repiten en sí mismos el pecado de nuestros primeros padres. Adán negó su responsabilidad desembarazándose de su falta en Eva y en Dios, que le había dado a ésta como mujer, y a causa de ello rompió la unidad del ser humano y su unión con Dios. Así, cada vez que rehusamos asumir nuestra responsabilidad del mal universal, de los actos de nuestro prójimo, repetimos el mismo pecado y rompemos la unidad del ser humano y su unión con Dios. En el Paraíso el Señor llamó a Adán al arrepentimiento, es lícito pensar que si, en vez de justificarse, Adán hubiera asumido la responsabilidad del pecado común, del suyo y del de Eva, el destino del mundo hubiese sido distinto. Del mismo modo, el destino del mundo será distinto si respondemos positivamente al Señor venido en la carne que renueva su llamada al arrepentimiento, y si cargamos sobre nosotros el peso de las faltas de nuestro prójimo.

El amor de Cristo no soporta la pérdida de ningún hombre y en su deseo de salvarlos a todos y en vistas a alcanzar este objetivo, sigue el camino del sacrificio. El Señor da al monje el amor del Espíritu Santo, y este amor llena el corazón del monje de dolor por los hombres, porque estos no están todos ellos en el camino de la salvación. El Señor mismo se afligió tanto por el pueblo que se entregó a la muerte en cruz. La Madre de Dios lleva en su corazón esta misma compasión por los hombres; y como su Hijo amado, deseaba con todo su ser la salvación de todos. Es el mismo Espíritu Santo que el Señor entregó a los Apóstoles, a nuestros Santos Padres y a los pastores de la Iglesia.

San Silouan del Monte Athos