Nueve cosas que le gustan al Diablo

En este retiro queremos considerar, con la ayuda de Dios, nueve cosas que le agradan al Diablo y que están muy presentes en nuestro mundo, en nuestra sociedad. Señalarlas debe encender en cada uno de nosotros las correspondientes alarmas, para apartarnos de ellas y no entrar en el juego de nuestro Enemigo. 


EL PLAN DE DIOS Y EL PLAN DEL DIABLO SOBRE LAS CRIATURAS: COMUNIÓN FRENTE A ABSORCIÓN


Razona el Diablo por boca de C. S. Lewis: “Para nosotros (los demonios), un humano es, ante todo, un alimento, nuestra meta es absorber su voluntad en la nuestra, el aumento a su expensa de nuestra propia área de personalidad. Pero la obediencia que el Enemigo exige de los hombres es otra cuestión. Hay que encararse con el hecho de que toda la palabrería acerca de Su amor a los hombres, y de que Su servicio es la libertad perfecta, no es (como uno creería con gusto) mera propaganda, sino espantosa verdad. Él realmente quiere llenar el universo de un montón de odiosas réplicas de Sí mismo: criaturas cuya vida, a escala reducida, será cualitativamente como la Suya propia, no porque Él las haya absorbido, sino porque sus voluntades se pliegan libremente a la Suya. Nosotros queremos ganado que pueda finalmente convertirse en alimento; Él quiere siervos que finalmente puedan convertirse en hijos. Nosotros queremos sorber; Él quiere dar. Nosotros estamos vacíos y querríamos estar llenos; Él está lleno y rebosa. Nuestro objetivo de guerra es un mundo en el que Nuestros Padre de las Profundidades haya absorbido en su interior a todos los demás seres; el Enemigo desea un mundo lleno de seres unidos a Él, pero todavía distintos y libres frente a Él. En consecuencia, Dios no puede seducir. Sólo puede cortejar. Porque su innoble idea es comerse el pastel y conservarlo; las criaturas han de ser una sola cosa con Él, pero también ellas mismas; meramente cancelarlas, o asimilarlas, no le serviría”.

Lo demoníaco consistiría, pues, en una incapacidad total para la comunión, es decir, para entablar una relación en la que se respete la alteridad del otro y se entre en relación con él sin destruirlo, sin anularlo. El demonio no sabe o no quiere hacer esto, sino que lo que quiere es absorber al otro, destruyéndolo y convirtiéndolo en su propia sustancia, pero desapareciendo el otro en su alteridad. En consecuencia, todo lo que destruye al hombre le agrada al Diablo. Por ejemplo:


1) La libertad entendida sólo como negatividad, como capacidad de decir “no”


Para la mayoría de nuestros contemporáneos la libertad consiste en la posibilidad de decir “no” al bien que se le presenta al hombre. La libertad es entendida como el derecho a no obedecer, olvidando, en primer lugar, que la libertad no es un derecho sino un riesgo, un coraje que hay que correr continuamente, tanto en el terreno político como en el del espíritu.

Porque existen dos libertades: la primera es la libertad inicial y la segunda es la libertad última, una libertad final. Entre estas dos libertades transcurre el camino del hombre, lleno de suplicios y dolores. San Agustín, en su lucha contra el pelagianismo, hablaba acerca de dos libertades: la libertas minor y la libertas major. La libertad menor era para él una libertad inicial, primera, la libertad de elección del bien, que está relacionada con la posibilidad del pecado; la libertad mayor era la última, la libertad final, la libertad en Dios, en el bien. La primera, la libertad de la elección entre el bien y el mal es la libertad irracional; la segunda, la libertad en el bien, es la libertad en la razón. Cuando decimos que el hombre tiene que liberarse de lo más bajo de su naturaleza, del poder de las pasiones, que tiene que dejar de ser esclavo de sí mismo y del mundo que le rodea, entonces contemplamos la segunda libertad. La más elevada conquista del espíritu se refiere a esa segunda libertad, que es la libertad en Cristo. Pero parece que nuestra época sólo sabe entender la libertad en el primer sentido, y que cree que el hombre es tanto más libre cuanto más dice que “no” a los mandamientos de Dios, en vez de comprender que la obediencia a esos mandamientos es la que me va haciendo libre.


2) La creencia en que “todo el mundo es bueno”


Al Diablo le viene bien la creencia en la bondad fundamental del hombre, lo que hoy en día se llama el ‘buenismo’, porque esta creencia nos ciega para ver el mal que llevamos dentro, es decir, para no preocuparnos de la presencia activa del Demonio en nosotros y así dejarle el campo libre para que nos engañe. De este modo el Diablo puede convencernos fácilmente de que no tenemos ninguna culpa de todo el mal que encontramos en la vida, ya que nosotros, todos nosotros, somos “hombres de buena voluntad” y por lo tanto, si hay mal, la culpa no es nuestra. Y como incluso nuestros enemigos, los que nos hacen la guerra o nos crean dificultades, son, ellos también, “hombres de buena voluntad” (la “buena voluntad” no se le niega a nadie), la conclusión a la que nos quiere llevar el Diablo es que el responsable del mal es Dios. 

Pero antes de llegar a culpabilizar a Dios, culpabilizaremos a la sociedad. Pues si el hombre es fundamentalmente bueno, hay que atribuir la presencia del mal a un injusto reparto de los bienes, a una educación mal entendida, a unas leyes inadecuadas o a unas represiones e injusticias que deberían eliminarse. Todas estas creencias, en gran parte supersticiosas, han tenido como efecto principal el obnubilar nuestras mentes para comprender cuál es la verdadera naturaleza del hombre, para percibir en ella el misterio del mal enraizado en nuestra libertad, en los fundamentos y en la definición misma del ser humano. De este modo hemos llegado a la muy cómoda postura según la cual como la causa de todos nuestros males es la sociedad, tiene que ser ella, la sociedad, quien nos resuelva todos los problemas y nos repare todos los daños que nos ha provocado.

Desde hace siglos el cristianismo se ha esforzado en hacernos comprender que el Reino de Dios está dentro de nosotros y que el campo de batalla no es otro sino nuestro propio corazón. El adversario siempre está en nosotros y por ese motivo el verdadero cristiano reconoce su culpa diciendo por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, como decimos al inicio de la Eucaristía. Con estas palabras nosotros reconocemos la presencia activa y personal del Demonio en nuestras pasiones, en nuestra necesidad de sensaciones, en nuestro temor a las responsabilidades, en nuestra inercia cívica, en nuestra cobardía ante las modas y las consignas que impone la mayoría, en nuestra ignorancia del prójimo y en nuestro rechazo de todo Absoluto que juzga nuestros intereses vitales. Por eso una de las armas más eficaces en la lucha contra el Diablo es el reconocerse pecador, es decir, cómplice suyo.


3) La impersonalidad: la reducción del hombre a funcionario


Es decir, la actitud que consiste en definir el bien, el establecer lo que es bueno, sin mirar a la cara a los hombres, sin contemplar el rostro de los hombres. Entonces se razona diciendo “la guerra es la guerra”, “la economía es la economía” y se establecen leyes y comportamientos en base a esa supuesta objetividad, sin tener en cuenta para nada las exigencias concretas de los hombres concretos. Esta “objetividad” se considera indiscutible y los hombres que actúan al servicio de ella no se sienten para nada culpables, incluso cuando el resultado de ella sea el asesinato de millones de personas.

El ejemplo más claro de lo demoníaco de esta manera razonar fue el holocausto judío durante la segunda guerra mundial: «El símbolo del mal en el siglo XX son las largas filas de judíos destinados al holocausto, gentes que están allí, colocadas de ordinario en filas interminables, con una maleta en la mano que no excede el peso autorizado, que son llamadas por su nombre, uno tras otro, y tachadas en una lista concienzudamente por un diligente funcionario destinado al sector de la “solución final”. Eichmann declaró con orgullo que él personalmente nunca había tenido nada contra los judíos y nunca había hecho mal personalmente a ninguno de ellos. Pues bien, este “mal” impersonal y cometido sin odio hubiera sido impensable sin una eficiente burocracia cuyos funcionarios no hacen otra cosa que desarrollar un trabajo organizativo normal, y son al mismo tiempo competentes y libres de culpa. Toda esta fuerza destructiva ha podido ponerse en marcha sólo gracias al hecho de que el engranaje del estado moderno está accionado por la impersonalidad. 


LA VIVENCIA DEL TIEMPO: TODO LO QUE IMPIDE CRECER AL HOMBRE AGRADA AL DIABLO



4) La obsesión por el futuro


«Los humanos viven en el tiempo, pero nuestro Enemigo les destina a la Eternidad. Él quiere, por tanto, creo yo, que atiendan principalmente a dos cosas: a la eternidad misma y a ese punto del tiempo que llaman el presente. Porque el presente es el punto en el que el tiempo coincide con la eternidad. «Nuestra tarea consiste en alejarles de lo eterno y del presente (…) así que pensar en el futuro enciende la esperanza y el temor. Además, les es desconocido, de forma que al hacerles pensar en el futuro les hacemos pensar en cosas irreales. En una palabra, el futuro es, de todas las cosas, la menos parecida a la eternidad. Es la parte más completamente temporal del tiempo, porque el pasado está petrificado y ya no fluye, y el presente está totalmente iluminado por los rayos eternos. Pero nosotros queremos un hombre atormentado por el futuro: hechizado por visiones de un Cielo o un Infierno inminente en la tierra -dispuesto a violar los mandamientos del Enemigo en el presente si le hacemos creer que, haciéndolo, puede alcanzar el Cielo o evitar el Infierno-, que dependen para su fe del éxito o fracaso de planes cuyo fin no vivirá para ver.

«Al Enemigo le encantan los tópicos. Acerca de un plan de acción propuesto, Él quiere que los hombres, hasta donde alcanzo a ver, se hagan preguntas muy simples: ¿Es justo? ¿Es prudente? ¿Es posible? Ahora, si podemos mantener a los hombres preguntándose: “¿Está de acuerdo con la tendencia general de nuestra época? ¿Es progresista o reaccionario? ¿Es éste el curso de la Historia?”, olvidarán las preguntas relevantes. Y las preguntas que se hacen son, naturalmente, incontestables; porque no conocen el futuro, y lo que será el futuro depende en gran parte precisamente de aquellas elecciones en que ellos invocan al futuro para que les ayude a hacerlas. En consecuencia, mientras sus mentes están zumbando en este vacío, tenemos la mejor ocasión para colarnos, e inclinarles a la acción que nosotros hemos decidido. Y ya se ha hecho muy buen trabajo. En un tiempo, sabían que algunos cambios eran a mejor, y otros a peor, y aún otros indiferentes. Les hemos quitado en gran parte este conocimiento. Hemos sustituido el adjetivo descriptivo “inalterado” por el adjetivo emocional “estancado”. » (pp. 115-116)


5) La obsesión por la seguridad


Uno de los rasgos más lamentables de nuestras sociedades democráticas es la obsesión por suprimir el peligro, en vez de dominarlo, actitud que define la postura burguesa ante la vida, y que ha pasado ya a ser patrimonio común de nuestras sociedades.

El efecto espiritual más evidente de esta actitud se puede expresar en una palabra: esterilizar. Bien se trate del amor (métodos anticonceptivos), bien de la vida profesional (seguros), o de la educación de la juventud, o de la medicina (“medicina defensiva”), o de la política internacional, estamos llevando a cabo una experiencia sin precedentes de asepsia generalizada y de extinción anticipada de los riesgos. 

Pero sin riesgo no hay crecimiento, y lo que estamos haciendo es la supresión de toda moral poética, que incluye simultáneamente el riesgo y la confianza, la amenaza y la respuesta, el abismo y lo sublime. Ninguna época ha sido más ‘antiespiritual’ que la nuestra, precisamente porque ninguna otra época se ha preocupado tanto de eliminar el mal a toda costa, en vez de compensarlo con la persecución de un bien superior. De este modo los seguros de vida sustituyen en nosotros la educación del corazón para afrontar la muerte.


6) La desvalorización de la palabra (la inflación verbal)


¿Qué hemos hecho de la palabra? En ciertas bocas ya no sabe ni mentir, ha caído más abajo que la mentira, ha caído en la insignificancia. El Diablo disfruta con la palabrería amable o emocionada de los locutores de la radio. El Diablo, que es el gran engendrador de confusión, prefiere por encima de todo el equívoco halagador, el murmullo del estilo oficial, la vacuidad sentimental de los discursos en que finalizan los banquetes; y cuando estamos ya embrutecidos a base de tanta vana palabrería, entonces él, haciéndose el romántico, nos sugiere que tal vez lo indecible sea más auténtico que la palabra clara y taxativa.

Pues el Diablo sabe que si confunde nuestro lenguaje destruye la comunidad. Como sabe también que la destrucción de las estructuras sociales provoca la confusión de nuestro lenguaje. El Diablo sabe que los hombres nos comprometemos por medio de palabras claras y taxativas y que, en consecuencia, deformar y rebajar el sentido de las palabras destruye la propia base de nuestras fidelidades. El Diablo sabe que allí donde las cosas son llamadas por su propio nombre, el mal retrocede y pierde su prestigio y por eso inventa constantemente eufemismos que disfracen la realidad. Por eso trabaja tanto con el lenguaje procurando separarlo todo lo posible de la realidad de las cosas y confundiendo los sentidos de las palabras: que las personas se crean que es lo mismo la euforia que la alegría, la exultación que la exaltación, el goce que el gozo, la inquietud que la desazón, la melancolía que la tristeza, son cosas que la encantan porque sirven para despistar a los hombres, apartándolos de los valores que les hacen crecer.

El Diablo finalmente organiza la inflación verbal, que es la situación en la que las palabras ya no están “cubiertas” (es decir, avaladas, respaldadas) por actos, de tal manera que se pueda hablar y no dejar de hablar sin que el lenguaje comporte ninguna exigencia moral, lo cual contribuye precisamente a la destrucción del sentido moral…


TODO LO QUE DISTRAE AL HOMBRE DE LO ESENCIAL AGRADA AL DIABLO



7) Ni música ni silencio: ruido y distracciones


«Música y silencio. ¡Cómo detesto ambos! Qué agradecidos debiéramos estar de que, desde que Nuestro Padre ingresó en el Infierno –aunque hace mucho más de lo que los humanos, aun contando en años-luz, podrían medir-, ni un solo centímetro de espacio infernal y ni un instante de tiempo infernal hayan sido entregados a cualquiera de estas dos abominables fuerzas, sino que han estado completamente ocupados por el ruido; el ruido, el gran dinamismo, la expresión audible de todo lo que es exultante, implacable y viril, el ruido que, solo, nos defiende de dudas tontas, de escrúpulos desesperantes y de deseos imposibles. Haremos del universo eterno un ruido, al final. Ya hemos hecho grandes progresos en este sentido en lo que respecta a la Tierra. Las melodías y los silencios del Cielo serán acallados a gritos, al final. Pero reconozco que aún no somos lo bastante estridentes, ni de lejos. Pero estamos investigando. » (p. 103)

El tema converge con la “diversión” en el sentido pascaliano de incapacidad de ocuparse de las cosas esenciales. También puede converger con el “horror vacui” de muchos jóvenes que no pueden soportar dos horas de silencio, que no son capaces de desconectar el móvil y de apagar el ordenador 


8) Emociones y no ideas


«Parece como si creyeses que los razonamientos son el mejor medio de librarle de las garras del Enemigo. Si hubiese vivido hace unos (pocos) siglos, es posible que sí: en aquella época, los hombres todavía sabían bastante bien cuándo estaba probada una cosa y cuando no lo estaba; y una vez demostrada, la creían de verdad; todavía unían el pensamiento a la acción, y estaban dispuestos a cambiar su modo de vida como consecuencia de una cadena de razonamientos. Pero ahora, con las revistas semanales y otras armas semejantes, hemos cambiado mucho todo eso. Tu hombre se ha acostumbrado, desde que era un muchacho, a tener dentro de su cabeza, bailoteando juntas, una docena de filosofías incompatibles. Ahora no piensa, ante todo, si las doctrinas son “ciertas” o “falsas”, sino “académicas” o “prácticas”, “superadas” o “actuales”, “convencionales” o “implacables”. La jerga, no la argumentación, es tu mejor aliado en la labor de mantenerle apartado de la Iglesia» (p. 25).

«La pega de los razonamientos consiste en que trasladan la lucha al campo propio del Enemigo (…) El mero hecho de razonar despeja la mente del paciente, y, una vez despierta su razón, ¿quién puede prever el resultado? Incluso si una determinada línea de pensamiento se puede retorcer hasta que acabe por favorecernos, te encontrarás con que has estado reforzando en tu paciente la funesta costumbre de ocuparse de cuestiones generales y de dejar de atender exclusivamente al flujo de sus experiencias sensoriales inmediatas. Tu trabajo consiste en fijar su atención en este flujo. Enséñale a llamarlo “vida real”, y no le dejes preguntarse qué entiende por “real”» (p. 26)

La irracionalidad, el sentimentalismo, la sustitución de la verdad por las emociones es un terreno propicio a lo demoníaco. Conecta con la insistencia de los teólogos y autores espirituales en que el demonio no puede nada contra la inteligencia, que su terreno de actuación es la afectividad.


9) La búsqueda de la popularidad


El poder de un régimen fundado sobre la mayoría depende de los caprichos de la Opinión. El resultado inevitable es que el mayor problema de los dirigentes será el de convertir en populares, más que en justas o eficaces, las medidas gubernamentales. Esta tendencia de la vida política, contaminará a su vez la vida privada, como ocurre en cualquier régimen. Por eso antaño las costumbres de la Corte eran el modelo de la cortesía en todos los estratos de la sociedad y se afirmaba que, en un reino, totius orbis componitur ad instars regis. Esos comportamientos ofrecían modelos en el arte de adular a un superior, de dominar a un inferior y de observar en cualquier lugar las distancias convenientes. Pues ahora, en la sociedad democrática, las costumbres de nuestros parlamentos, de nuestros partidos y de nuestros jefes, siguen la dirección contraria: intentan adular a las masas, ya que son ellas las que dan el poder, halagando a los inferiores, ya que no es posible dominarlos, porque ahora ya no es la altivez del porte la que da prestigio democrático, sino la familiaridad. El tipo humano ideal que la democracia tiende a engendrar es el de un charlatán, siempre sonriente, que adula a todos para que todos lo adulen, habilísimo en las estrategias de la falsa modestia, en realidad muy interesada, y poseedor de una simpatía metódica incansablemente derramada sobre cualquier vecino que un día u otro pueda ser utilizable. 

Ponemos de relieve todo esto para que se pueda percibir toda la pérdida de energía propiamente espiritual que representa ese “progreso moral” que llamamos “democracia”. Ello nos sirve para poder reconocer al Diablo en un mundo donde no hacemos más que vociferar trivialidades provechosas para los negocios, alegando el pretexto de mantener contactos fáciles y agradables. Con lo que la sal se vuelve insípida y la sabiduría democrática se resume en una “técnica de relaciones humanas” que enseña a los hombres cómo ganar amigos, ganar el mundo… y perder su alma (cf. Mt 16,26; Mc 8, 36; Lc 9, 25). Ya lo dijo el Señor: “¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas” (Lc 6, 26).


Autor: C. S. Lewis
Título: Cartas del diablo a su sobrino
Editorial: Rialp