“Guardar amorosamente memoria de los difuntos es la obra del amor más desinteresado, libre y fiel de todos” (Sören Kierkegaard)
“Lo único que podemos hacer es rezar”. Esta frase la decimos o la pensamos con mucha más frecuencia de lo que parece: expresa nuestra constatación de la impotencia en la que nos encontramos para resolver de manera satisfactoria una situación humana. Lo cual ocurre cuando, por ejemplo, nos encontramos “bloqueados” para hablar con una persona, cuando dialogar con ella nos resulta psicológicamente casi imposible. Cosa que sucede en multitud de situaciones familiares, laborales, vecinales, políticas etc., como los sacerdotes sabemos muy bien. Entonces los sacerdotes decimos: reza por esa persona, pídele al Señor que la bendiga. Porque orar por alguien es ya empezar a amarlo: “Éste es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo” (responsorio de las segundas vísperas del oficio del común de pastores).
En una mesa redonda en la televisión sobre la guerra, el periodista me preguntó: ¿Se arregla esto rezando? A lo que respondí que de la eficacia de la oración sólo podemos hablar los que oramos, porque quienes no oran no pueden decir nada al respecto. Y quienes oramos sabemos que el primer efecto de la oración es cambiar al que ora: de modo que si yo le pido a Dios que bendiga a esa persona a la que no quiero ni ver, ni menos todavía hablar con ella, lo primero que hará esa oración es cambiar mi actitud hacia ella. Poco a poco iré estando dispuesto a verle y a hablarle. La oración rompe el encasillamiento, el bloqueo, en el que estaba encerrado y abre nuevas posibilidades, inaugura un nuevo horizonte. Mi enemigo va a poder ser mi interlocutor y, con el tiempo, ¿quién sabe?, quizá hasta pueda entablar una alianza con él para construir juntos algo bueno.
El “encasillamiento” y el “bloqueo” más grande que existe es el que establece la muerte entre los vivos y los muertos. Pues la muerte otorga un carácter de “definitividad” a la existencia, que ya no puede ser modificada: lo que se ha hecho durante la existencia queda fijado en su figura definitiva, pues con la llegada de la muerte se han agotado las posibilidades y queda paralizada la libertad de cambiar aún la orientación y las realizaciones de la existencia del difunto. Y a mí, tal vez, me gustaría cambiar algo de ello, que mi relación con esa persona no quedara definida en los términos en los que estaba cuando murió. Los sacerdotes también sabemos mucho del sufrimiento que tienen muchas personas cuando fallece un ser querido y ellas saben que no lo han hecho con él (con el difunto) todo lo bien que debían. Y ahí es donde interviene la fe cristiana y la oración.
Pues la fe cristiana nos dice que sólo existe un mundo, un universo, aunque ese universo tiene dos caras, una visible, en la que estamos los vivos, y otra invisible, en la que están los difuntos. Pero que de ese único universo con dos caras, Cristo es el dueño y señor, que Él es, como afirma el Apocalipsis, el Primero y el Último, el que vive y tiene las llaves de la Muerte y del Hades (Ap 1, 17-18). En consecuencia, por Cristo, con Él y en Él yo puedo relacionarme con los difuntos pidiéndole al Señor que, los tenga junto a Sí, que les perdone las faltas y pecados que hayan podido cometer en esta vida y que en la eternidad que me espera, estén también ellos presentes, de modo que mi estar con Cristo en esa eternidad sea también un estar con ellos, en la plenitud de la comunión que aquí en la tierra no supe o no pude alcanzar con ellos. Hay problemas y situaciones que se pueden resolver aquí en la tierra; pero hay otros que superan nuestras fuerzas o capacidades, pero que se podrán resolver en el cielo…si oramos.