Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden


Sentido general de esta petición

Mt 6, 12: “y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores”

Lc 11, 4: “Y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe”. Lucas interpreta con exactitud las “deudas” de Mt, conservando con todo en el verso siguiente el aspecto jurídico de Mt (“a todo el que nos debe”).

“Ofensas” o “deudas”, es lo mismo bajo nombres distintos, tal como explican los Padres de la Iglesia: “Es claro que el Señor llama deudas a los pecados. En consecuencia, no da aquí una orden obligando a perdonar a los deudores las deudas pecuniarias, sino todas aquellas cosas en que alguno nos hubiere ofendido. De lo cual también se deduce que esta quinta petición, en la que decimos “perdónanos nuestras deudas”, no se refiere al dinero precisamente, sino a que perdonemos todas aquellas cosas en que alguno peca contra nosotros, incluso en materia pecuniaria. Por consiguiente, es necesario confesar que debemos perdonar todos los pecados, que contra nosotros se cometen, si queremos que sean perdonados por el Padre celestial los que nosotros contra él hemos cometido”, enseña san Agustín. 

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32), y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (cf. Lc 18, 13). Nuestra petición comienza con una “confesión” en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, “tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados” (Col 1, 14; Ef, 1, 7)» (CEC 2839).

Necesitamos ser perdonados

“Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no hay verdad en nosotros. Mas, si reconociéramos nuestros pecados, el Señor es leal y justo para perdonarnos los pecados” (1Jn 1, 8-9).

“Ciertamente no puede suceder que, estando en esta vida día y noche, no se tenga deuda alguna” afirma Orígenes. Pues aunque no tenga conciencia de haber cometido “pecado”, el discípulo, no obstante, debe tomar conciencia de su “estado de pecado” y de su deuda. Debe darse cuenta día tras día de que no ha realizado plenamente su vocación personal. Todos los días debe confrontar su estado con las exigencias de esta vocación, que no le deja un momento de reposo.

En efecto, Dios nos creó “en la santidad y en la justicia”, en la plena comunión con Él y, por ello mismo, en la plena comunión con los hombres y con el cosmos. Pero el pecado de Adán introdujo una desarmonía radical que afecta a todas las dimensiones de la existencia. A la relación con el mundo porque el mundo es propiedad de Dios, que es quien lo ha creado y el hombre lo ha recibido como un regalo para gobernarlo sometiéndolo a la ley de Dios; y en vez de eso el hombre lo ha sometido a su propia y arbitraria ley. A la relación con el hombre porque el hombre por el pecado ha pasado de verse a sí mismo desde la mirada de Dios a verse a sí mismo desde sí mismo, desde su propio capricho (sus apetencias y sus deseos considerados al margen de la luz de Dios), con lo que ha introducido la mirada objetivadora, que considera al otro como objeto (“vieron que estaban desnudos”) y que es la fuente de toda violencia. A la relación con Dios, porque Dios los había establecido en la relación de amistad con Él (todas las tardes bajaba el Señor, a la hora de la brisa, para charlar con ellos) y ellos han convertido esa relación en una relación de enemistad, viendo a Dios como un peligro que les da miedo, y por eso se escondieron, tal como explica Romano Guardini.

Toda esta situación es la que denominamos “estado de pecado”, y es una situación que nos “facilita” enormemente el pecar, que nos induce a ello, tal como explica san Agustín: “Hemos sido bautizados y, con todo, somos deudores; no por haber quedado algo sin perdón en el bautismo, sino por contraer a diario algo que necesita diario perdón. Quienes mueren de recién bautizados, sin duda suben al cielo; pero cuando los bautizados continúan viviendo esta vida, contraen por efecto de la fragilidad mortal algo que los obliga, para evitar el naufragio, a desaguar su propia sentina; pues, si no se achica el agua de la nave, poco a poco entrará la suficiente para hundirla. Esto es vaciar la sentina: pedir perdón de las deudas. Aun absteniéndose uno de astrologías, idolatrías y brujerías, aun no incurriendo en las añagazas de los herejes o en partidismos cismáticos, aun sin cometer homicidios, adulterios y fornicaciones, hurtos y rapiñas, falsos testimonios y otros delitos que no menciono (…) todavía no le faltan al hombre modos de pecar: pecan mirando con liviandad lo que no deben; y cuando escuchas algo que no debes, aunque tú no lo digas, ¿no pecas con el oído?; ¡y cuántos pecados no hace la lengua emponzoñada!; no haga la mano el mal, no vaya el pie a cosa mala, mas los pensamientos ¿quién los reprime?”.

Inseparabilidad del perdón de Dios recibido y del perdón dado a los hombres

En una memorable parábola el Señor nos enseña que, ya que Dios nos perdona nuestras ofensas, debemos nosotros, inexorablemente, perdonar a los que nos ofenden: «Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó ir y le perdonó la deuda. Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes.' Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré.' Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?' Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.» (Mt 18, 23-35).

Los exegetas explican que “diez mil talentos” equivalen a unos cincuenta millones de pesetas oro, mientras que “cien denarios” equivalen a unas ochenta mil pesetas oro, es decir, hay una manifiesta desproporción entre lo que Dios nos perdona a nosotros y lo que nosotros nos tenemos que perdonar los unos a los otros. 

El movimiento de esta parábola no indica que es porque yo perdono a quienes me ofenden por lo que Dios me perdona a mí. Yo no condiciono el perdón de Dios. Es porque Dios me perdona, porque me conduce a Él, porque me permite existir, libre, en su gracia, por lo que yo soy sumergido en un océano de gratitud y por eso voy a ser capaz de liberar a los otros de mi egocentrismo y de dejarles existir, también a ellos, en la libertad de la gracia… (Olivier Clément). Por eso afirma el Señor: “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas (Mt 6, 14-15). “Si quieres, pues, que Dios tenga misericordia de ti, regálale tus enemistades, perdona toda ofensa, ruega con amor por tus enemigos y hazles siempre el bien que puedas” (Catecismo Romano). Sólo quien hace esto entra por completo en el circuito de la comunión con Dios y puede, por lo tanto, ser ciudadano del cielo, miembro de la Jerusalén celestial, en la que Dios es todo en todos. Pero el inicio de este movimiento procede de Dios, que nos perdona gratuitamente en Cristo.

Enseña el Catecismo del concilio de Trento: «Tanto exige el Señor este olvido de las injurias recibidas y esta mutua caridad, que rehúsa y desprecia las ofrendas y sacrificios de quienes previamente no se hayan reconciliado con sus prójimos, según la palabra del evangelio: “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5, 23-24). Pues sería un arrogante descaro pedir a Dios la remisión de nuestras culpas, manteniendo en el corazón resentimientos y deseos de venganza contra el prójimo. Nuestro ánimo, pues, debe estar siempre dispuesto al perdón». 

El Catecismo actual de la Iglesia Católica explica el por qué de esta exigencia irrenunciable: «Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios, a quien no vemos, si no amamos al hermano y a la hermana a quienes vemos (cf. 1Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia» (CEC 2840).

Ofensas reales y ofensas imaginarias

Santa Teresa de Jesús nos previene de que muchas veces consideramos grandes ofensas a pequeñeces que no tienen importancia: “Y no hagan caso de unas cositas que llaman agravios, que parece hacemos casas de pajitas, como los niños, con estos puntos de honra. ¡Oh válgame Dios, si entendiésemos qué cosa es honra y en qué está perder la honra!”. También san Francisco de Sales nos dice que no demos tanta importancia a los que hablan mal de nosotros porque “la cruz que ponen sobre nuestros hombros es una cruz de palabras, una tribulación de viento cuya memoria perece junto con el sonido de la voz. ¡Hay que ser muy delicado para no poder soportar el zumbido de una mosca. ¿Quién ha dicho que somos irreprensibles? Quienes hablan mal de nosotros no son nuestros adversarios, sino nuestros aliados, porque emprenden, junto con nosotros, la ardua tarea de destruir nuestro amor propio”.

Ocurre fácilmente que nosotros esperamos algo de los otros. Creemos que ellos nos deben su amor, su atención, su admiración. No son los otros quienes me interesan sino la gratificación que ellos me procuran. La tela de la que estamos hechos es la vanidad y la susceptibilidad. Y como quiera que los otros continuamente me decepcionan, como no me pagan sus deudas, entonces yo los persigo con mi rencor y alimento contra ellos oscuras pasiones negativas e indefinidas venganzas. O bien, como una marquesa ofendida, me retiro bajo mi tienda, me revisto de una indiferencia altiva y así me pago a mí mismo las deudas de los demás.

Cuando recibimos el perdón gratuito de Dios, nosotros comprendemos que los otros no nos deben nada, que los otros pertenecen a Cristo y que cada uno de ellos, como Dios, del que es imagen, es un sujeto libre, inaccesible, que yo no podría apropiarme quitándole su libertad, es decir, en el límite, negándolo, matándolo. ¡Porque hay tantas maneras de matar! Pero del mismo modo que el Dios inaccesible se revela a mí en su gracia, también ese otro inaccesible puede revelarse a mí, y eso es también una gracia. Entonces yo comprendo que “todo es gracia”, como escribió Bernanos al final de su Diario de un cura rural.

Las dos clases de perdón

Santo Tomás de Aquino distingue dos clases de perdón: “Hay dos clases de perdón. Uno, propio de los perfectos, según aquello que se ha dicho: busca la paz y anda tras ella (Sal 34, 15), por el que el ofendido se adelanta al ofensor. El otro es el perdón ordinario, al que estamos todos obligados por precepto, y por el que se perdona al que pide perdón”. Esta petición del padrenuestro nos exige dar siempre el perdón de las ofensas recibidas, pero nos invita a otorgar también el perdón “propio de los perfectos”, es decir, a declarar una amnistía general en mi vida por la que proclamo que nadie me debe nada. Cuando somos capaces de hacer esto, una gran paz inunda nuestra alma. El santo, decía Simeón el Nuevo Teólogo, es “el pobre que ama a sus hermanos”. Pobre, porque se recibe continuamente a sí mismo de las manos de Dios. Capaz entonces de estar cercano a todos. Aunque no seamos santos, debemos intentar, en la vida cotidiana, sin rencor ni masoquismo, respetar el secreto de los otros, su soledad, su relación con el misterio (Olivier Clément).

Por el perdón nos parecemos a Dios

«“Nadie puede perdonar los pecados sino Dios” (Lc 5, 41). Si, pues, un hombre imita en su propia vida lo característico de la naturaleza divina, deviene de algún modo aquello que visiblemente imita» afirma san Gregorio de Nisa. Y san Juan Crisóstomo sostiene que el perdón al enemigo es lo que más nos asemeja a Dios. Cuando lo otorgamos, ofrecemos al mundo el bello espectáculo de unos seres que se parecen a Dios, puesto que lo propio de Dios es perdonar, y cuando yo perdono, me parezco a Él. Como enseña san Pablo, hemos sido constituidos en “espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres” (1Co 4, 9), y así como el que sale en el teatro tiene obligación de decir o hacer estas cosas y aquellas otras a la vista de los espectadores, y si no las hiciera es castigado por comportarse indebidamente con el auditorio, así nosotros a todo el mundo, a todos los ángeles y al género humano les debemos dar el bello espectáculo de unos seres que perdonan de corazón.

Perdonar de corazón

“Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano” (Mt 18, 35), dice el Señor. Perdonar “de corazón” no es fácil. Para hacerlo hay que recorrer un largo camino hacia dentro; pues el corazón es profundo, y ¿cuándo llega a su fondo para poder decir que el perdón viene “de corazón”? También este corazón está lleno de astucias y dice: eso todavía lo perdono; más no se me puede exigir. O perdona, pero sin darse cuenta conscientemente aguarda una ocasión para reanudar el rencor. O perdona, ciertamente, pero en lugar del odio viene el desprecio… Así se puede seguir penetrando siempre, estrato a estrato, hasta abajo; y Jesús dice: has de perdonar “de corazón”; desde aquella última interioridad, bajo la cual ya no hay nada (Guardini).

Por eso el Catecismo de la Iglesia afirma: «Allí es, en efecto, en el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión» (CEC 2843). Y añade: «Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf. Flp 2, 1.5)» (CEC 2842).

Perdonar siempre

“Señor, ¿hasta cuántas veces que me haya faltado mi hermano le perdonaré? ¿Hasta siete veces? Jesús le dice: No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). Esto es: el perdón nunca puede cesar, sino que ha de convertirse en regla; más aún, en actitud vital. “Setenta veces siete” significa una cifra que, como la de los diez mil talentos, sobrepasa toda cifra, esto es, siempre se ha de volver a perdonar; ha de convertirse en actitud permanente (Guardini).

San Agustín nos propone el ejemplo de san Esteban: «Apedreaban a san Esteban, y entre las pedradas doblaban las rodillas y oraba por los enemigos, diciendo: “Señor, no les imputes este pecado” (Hch 7 59). Le arrojaban piedras, no le pedían perdón; mas oraba por ellos. Así te quiero yo a ti: ¡anímate! ¿Por qué andas siempre con el corazón a la rastra? Oye lo de: “¡levantemos el corazón!”, ¡estírate! ¡ama a los enemigos!».

El perdón de Dios es siempre mayor que nuestra deuda, y nuestra deuda para con Dios es siempre mayor que la que nosotros perdonamos a nuestro prójimo. “El Señor os ha perdonado, haced vosotros lo mismo; perdonaos mutuamente, si uno tiene contra otro algún motivo de queja” (Col 3, 13).

Perdón y verdad

Pongamos un ejemplo. Hay dos amigos; amigos auténticos, esto es, no solamente simpáticos uno para el otro, ni con intereses comunes, sino amigos entre los cuales se da esa honda confianza, y tiene lugar esa involuntaria manera de contar con el otro, que es lo que constituye en absoluto la amistad. Una amistad semejante tiene su historia: su crecimiento, sus riesgos, sus crisis. Más cuanto más viva es: pues entonces los dos están más cerca uno de otro, y lo que hace el uno afecta al otro de modo más inmediato e indefenso. Por eso es fácil que haya una ofensa, un agravio. Entonces se decide si esa relación padece, o incluso se rompe, o si aquel que ha sido agraviado es capaz de abrirse paso más hondo hasta la base de la amistad y desde allí restablecerlo todo de nuevo. Lo que había antes, no se puede simplemente volver a restaurar: si la ligazón ha de permanecer viva, debe llegar a ser más de lo que era. Eso significa entonces perdón creador. 

El auténtico perdón puede tener lugar sólo desde la verdad. Pero debe ser más fuerte que la verdad; digamos mejor: más fuerte que la realidad. Debe hacerse dueño de la realidad defectiva, partiendo del espíritu del amor, tal como Dios se ha hecho dueño de nuestros pecados. Él ha conocido al hombre en su realidad, totalmente mala, aunque el hombre haya destruido su creación; pero le ha asumido de nuevo en su amor, haciendo surgir el reino de la redención: por eso también nosotros debemos volver a asumir siempre en el amor, mediante el perdón, a esa creación que se nos ha confiado, esto es, al hombre. 

Y entonces la realidad que surge es más bella que la realidad anterior. San Francisco de Sales lo expresa muy bien: “Nuestra pérdida nos ha sido de provecho, porque la naturaleza humana ha recibido más gracia por la Redención de su Salvador que la que hubiera recibido por la inocencia de Adán si éste hubiera perseverado en ella. Pues aunque la divina Providencia haya dejado en el hombre grandes huellas de su severidad incluso dentro de la gracia misma de su misericordia, como son por ejemplo la necesidad de morir, las enfermedades, las fatigas, la rebelión de la sensualidad, el favor celeste se complace en convertir todas estas miserias en un mayor provecho para quienes aman a Dios (…) Y así como los ángeles en el cielo tienen más alegría por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia, igualmente el estado de la redención vale cien veces más que el de la inocencia. Pues la aspersión de la sangre de Nuestro Señor hecha por el hisopo de la cruz, ha producido en nosotros una blancura incomparablemente más excelente que la de la nieve de la inocencia”.